El guardián de los arcanos (56 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

Cansado, desalentado, contempló el caos desplegado ante él, encendió otro cigarrillo e indicó al
rais
de la cuadrilla que sus hombres dieran por concluida la jornada laboral y guardaran sus herramientas, dio media vuelta y entró en la villa. Aquí también la devastación era absoluta: la mitad de las tablas del suelo levantadas, montones de libros y papeles esparcidos por todas partes, agujeros dentados abiertos en las paredes encaladas y los techos, los escombros de tres días de búsqueda frenética. Tres días de búsqueda vana, porque el resultado había sido el mismo: ni rastro de la Menorah, ni la menor pista sobre su paradero, ni siquiera una mención del maldito objeto.

Parado en el vestíbulo, con el cigarrillo entre los labios, en medio del caos, reconoció que había llegado al final del camino. Habían registrado a fondo el despacho de Jansen en el hotel Menna-Ra (un juego con la palabra menorah, se dio cuenta ahora), su antigua casa en Alejandría, incluso su Mercedes azul. Resultado:
mafish haga
, nada. La otra posibilidad, que Inga Gratz, la amiga de Hoth, le hubiera ocultado algo la noche en que la interrogó, era de momento imposible de verificar, pues la anciana había entrado en coma a las pocas horas de que la hubiera dejado, un estado del que, según los médicos, tardaría un tiempo en salir, si es que lo hacía. No había nadie más con quien hablar, ningún lugar que registrar, ninguna piedra que remover. Con independencia de lo que Hoth hubiera hecho con la Lámpara, daba la impresión de que las respuestas no iban a encontrarse en Egipto.

Se quedó en la villa otros veinte minutos, paseando de habitación en habitación, sin saber si debía sentirse aliviado por haber hecho todo lo posible y poder abandonar la cacería con el honor intacto, o decepcionado por no haber obtenido más resultados. Después cerró con llave la casa y se dirigió a la comisaría para telefonear a Ben Roi, con el fin de comunicarle que su búsqueda había fracasado. El israelí no iba a alegrarse. A juzgar por las conversaciones que habían mantenido durante los últimos días (breves, tensas, monosilábicas), estaba claro que las cosas no le iban mejor que a Jalifa. El tiempo y las opciones se estaban agotando, y la Lámpara continuaba oculta.

72

Jerusalén

Mientras atravesaban los jardines del Centro de Salud Mental Kfar Shaul y dejaban atrás sus bonitas terrazas de plantas en flor y el conjunto de edificios de piedra bien espaciados, Laila estuvo tentada de hacer alguna referencia a la historia del lugar, de preguntar a Ben Roi si sabía que el más antiguo de los edificios había formado parte de la aldea palestina de Deir Yasin, escenario en 1948 de una espantosa matanza cometida por paramilitares judíos: dos docenas de hombres, mujeres y niños asesinados a sangre fría. Sin embargo, una mirada a su acompañante (sus ojos inyectados en sangre por la falta de sueño, su boca en un permanente rictus de tensión y desagrado) bastó para revelarle que la información no sería bien recibida, así que no dijo nada y siguió subiendo en silencio por la colina.

Una investigación conjunta palestino-israelí, eso era lo que el hombre le había propuesto cuando entró inopinadamente en su celda tres mañanas antes. Los dos trabajarían en equipo para intentar localizar la Menorah, junto con otro tipo llamado Jalifa que seguía otra pista en Egipto, todo bendecido oficialmente, todo con el mayor secreto, todo por un bien superior. ¿Estaba dispuesta? ¿Colaboraría?

Laila se había quedado sorprendida, por supuesto. Y también se habían despertado sus sospechas, si bien había sido ella la primera en lanzar la idea de la investigación conjunta (sin creer ni por un momento que el israelí la aceptaría). El brillo demente en los ojos de Ben Roi, su intento no del todo conseguido de hablar en tono calmo y razonable, todo en él gritaba que su propuesta ocultaba algo, propósitos que no quería confesar. Aun así, había demasiado en juego para negarse a cooperar, de modo que Laila había accedido de inmediato y sin rechistar a todo cuanto le pidió.

Igualmente inesperada, y alarmante, había sido la insistencia del detective en que, durante el tiempo que se prolongara la investigación, se mudara a su apartamento de Jerusalén Occidental. Una vez más, todos los sistemas de alarma de su cuerpo se habían disparado para advertirle de que el plan estaba menos relacionado con el hecho de disponer de un lugar donde poder trabajar sin despertar sospechas, tal como él afirmaba, que con su deseo de tenerla vigilada en todo momento. Laila había callado sus preocupaciones y aceptado la oferta asegurando que era una idea muy buena, dadas las circunstancias, y que si quería continuar participando en la búsqueda de la Menorah tenía que plegarse a las normas de Ben Roi. En cualquier caso, y teniendo en cuenta lo que había en juego, tenía tantas ganas de no perderle de vista como él a ella. Así que el detective había firmado los formularios de liberación, la había llevado a su apartamento para que cogiera el ordenador portátil y ropa (Laila vio de inmediato que habían registrado a fondo el piso en su ausencia) y después fueron al piso de Ben Roi en Romema, cuya sala de estar se había transformado en oficina improvisada.

Allí habían permanecido desde ese momento, tres días enteros, tensos, incómodos, claustrofóbicos. Cada mañana empezaban a trabajar a primera hora, hacían llamadas, enviaban correos electrónicos, navegaban por la red, seguían todas las pistas que se les ocurrían, así hasta bien entrada la noche, sustentándose de café, bocadillos y, en el caso de Ben Roi, incesantes lingotazos de vodka. Luego Laila se desplomaba en el sofá para dormir unas horas de sueño inquieto, y él desaparecía en su habitación, aunque daba la impresión de que no dormía mucho, porque en varias ocasiones ella había despertado en plena noche y le había oído pasear arriba y abajo, susurrando en su móvil, y una vez le descubrió parado en el pasillo, mirándola, con una palidez mortal en el rostro y los labios temblorosos. En un par de ocasiones, al principio, ella había intentado romper el hielo, entablar algún tipo de diálogo, preguntarle por su vida, por la fotografía de la joven que había sobre la librería, lo que fuera, pero él resoplaba y le decía que estaba allí para ayudarle a encontrar la Menorah, no para escribir su puta biografía. De modo que Laila había continuado telefoneando, enviando correos electrónicos, investigando, pendiente de no perder la concentración. Y siempre la atmósfera asfixiante e insidiosa de mutua antipatía y recelo.

La visita de Hoth a Dachau, ese era, desde el principio, el foco central de sus investigaciones. Cabían pocas dudas de que la caja que había llevado con él contenía la Menorah. Pero ¿adonde la había trasladado después? ¿Por qué había exigido seis prisioneros? Eran las preguntas que necesitaban respuesta. Y eran las preguntas que no había forma de dilucidar. Expertos en Dachau, expertos en el Tercer Reich, expertos en la Ahnenerbe, expertos en seguir el rastro de tesoros nazis saqueados, incluso expertos en infraestructura alemana de transporte durante la Segunda Guerra Mundial... se habían puesto en contacto con todos ellos, preguntado e investigado, pero sin éxito. La mayoría ni siquiera había oído hablar de Hoth, y los que sí sabían algo de él no tenían ni idea de por qué había ido al campo de concentración o adonde había ido después. Laila se había vuelto a poner en contacto con Magnus Topping (sí, le encantaría cenar con él la próxima vez que fuera a Inglaterra), con Jean-Michel Dupont, con media docena de amigos y socios de Dupont, todo en vano. Nadie sabía nada, nadie podía ayudarlos.

En tres largos y duros días de investigación sólo habían salido a la luz dos datos nuevos: el tipo de camiones que Hoth había llevado con él (Opel Blitz de tres toneladas, el transporte habitual del ejército alemán) y, de los archivos de Yad Vashem, el nombre de los seis prisioneros de Dachau que se marcharon con Hoth: Janek Liebermann, Avram Brichter, Yitzhak Edelstein, Yitzhak Weiss, Eric Blum y Marc Wesser; los cuatro primeros, judíos; los dos últimos, un comunista y un homosexual, respectivamente.

Ninguno de ellos había regresado al campo. Todos los intentos de localizarlos, de descubrir si alguno de ellos sobrevivió a la guerra, habían fracasado. En suma, habían llegado a un callejón sin salida.

Por ello, al cabo de tres días, habían salido por fin del apartamento de Ben Roi para ir a Kfar Shaul. Porque la única posibilidad residía en que, durante su larga búsqueda hasta localizar a Hoth, Hannah Schlegel hubiera conseguido averiguar también el paradero de la Menorah. Y hubiera comunicado dicha información a su hermano Isaac. «Vaya pérdida de tiempo —había rezongado Ben Roi durante el trayecto—. Ese tipo lleva diez años sin hablar. Es un vegetal.»

Sin embargo, era la única posibilidad que quedaba.

Tal como les habían indicado por teléfono, subieron hasta el Centro Psicogeriátrico del Ala Norte, donde los recibió la doctora Gilda Nissim, la mujer que había acompañado a Ben Roi en su primera visita. Los saludó con un breve gesto de la cabeza y, tras lanzar una mirada suspicaz a Laila, los guió a través de las puertas de cristal del ala y por el pasillo de iluminación acogedora. Sus zapatos rechinaron sobre el pulido suelo de mármol, mientras el aire acondicionado siseaba como un susurro espectral en el interior del edificio. Cuando llegaron a la habitación de Isaac Schlegel les soltó un breve discurso para informarles de que la anterior visita de Ben Roi había alterado muchísimo al paciente, que no toleraría que volvieran a molestarle de tal manera y que disponían tan sólo de quince minutos. A continuación abrió la puerta y Ben Roi entró. Laila vaciló y luego le siguió. La doctora estaba a punto de dar más instrucciones cuando Ben Roi se volvió y con un breve «Gracias» le dio con la puerta en las narices.

—Jodida metomentodo —masculló.

La habitación no había cambiado desde su última visita: cama, mesa, dibujos a lápiz en todas las paredes y, en una butaca junto a la ventana, vestido con pijama y delgado como un espantapájaros, Isaac Schlegel, con la vista clavada en el mismo libro manoseado que acunaba en el regazo. Ben Roi cogió un taburete y se sentó delante de él. Laila se quedó donde estaba, observando los numerosos dibujos de menorahs de siete brazos.

—Siento tener que molestarle de nuevo, señor Schlegel —empezó sin más preámbulos el detective—, pero he de hacerle más preguntas. Sobre su hermana Hannah.

Intentó hablar en un tono sereno y tranquilizador para no asustar al anciano. No lo consiguió, porque, en cuanto oyó la voz del detective, Schlegel abrió los ojos de par en par, nervioso, y empezó a mecerse en la silla, mientras sus manos se abrían y cerraban sobre el libro y un tenue gimoteo escapaba de su boca. Ben Roi se mordió el labio, pues no estaba de humor para esas cosas.

—No ha de tener miedo —añadió, al tiempo que forzaba una sonrisa no del todo compasiva—. No vamos a hacerle daño. Sólo queremos hablar con usted. No estaremos mucho rato, se lo prometo.

Una vez más, sus intentos de tranquilizar al hombre no surtieron el efecto deseado. El lloriqueo aumentó de intensidad, y el anciano se meció con más violencia.

—Sé que esto es difícil, señor Schlegel, y siento haberle alterado la otra vez, pero es muy...

Las manos de Schlegel se cerraron en puños y los apoyó en las sienes, como un boxeador que intentara parar una lluvia de golpes, sus gemidos se convirtieron en sollozos agudos y resonaron en la habitación. La boca de Ben Roi dibujó una mueca iracunda, y también apretó los puños, debido a la frustración.

—Escuche, Schlegel, sé que usted...

—¡Por el amor de Dios!

Laila se adelantó y miró al detective como diciendo: «¡Qué coño te pasa!». Luego se acuclilló junto al anciano y cogió uno de sus puños entre las manos.

—Chist —dijo con dulzura, mientras acariciaba la piel translúcida—. No pasa nada. No pasa nada, cálmese.

Casi de inmediato el ataque empezó a remitir. El hombre comenzó a mecerse más despacio y sus sollozos se calmaron hasta convertirse en un leve murmullo, como el ronroneo de una nevera o un ordenador.

—Eso es —dijo la periodista en voz baja, sin dejar de acariciar la mano del anciano—. No debe tener miedo. Todo irá bien. No tiene por qué estar asustado.

Ben Roi la miró, y un destello momentáneo de inseguridad alumbró en sus ojos, como si aquella exhibición de ternura le incomodara, le desconcertara. Después sacó la petaca, se reclinó en el asiento y dio un veloz trago. Laila siguió hablando al viejo, calmándole, relajándole, le cantó un fragmento de una nana que su padre le cantaba cuando era pequeña, hasta que el hombre se tranquilizó por completo y sus ojos grises y opacos fijaron la vista en su regazo, con la mano entre las de Laila. Ella le concedió otro medio minuto; después, convencida de que se había ganado la máxima confianza que podía conseguir de él, se arrodilló ante Schlegel dando la espalda a Ben Roi.

—Isaac —dijo con ternura, con una voz que era poco más que un susurro—, necesitamos tu ayuda. ¿Nos ayudarás?

Detrás de ella, Ben Roi lanzó un resoplido despectivo. Laila no le hizo caso y concentró toda su atención en la figura esquelética que tenía delante.

—¿Nos hablarás de la Menorah, Isaac? La visteis, ¿verdad? Hannah y tú. En el castillo en ruinas. Como en tus dibujos. ¿Te acuerdas? En Castelombres. Cuando erais niños.

Schlegel siguió con la mirada clavada en el libro, mientras el sol de la mañana se colaba por la ventana y bañaba su rostro esquelético. El tenue zumbido seguía brotando de su nariz.

—Por favor, Isaac. —Le estrechó la mano, rogándole en silencio que hablara con ella—. Estamos intentando encontrar la Menorah. Para protegerla. ¿Sabes dónde está? ¿Sabes qué fue de ella?

Nada.

Laila siguió repitiendo las mismas preguntas, al tiempo que intentaba contener su desilusión, mantener la voz serena. Después, al no obtener respuesta, ni siquiera un destello de comprensión o lucidez, suspiró, retiró la mano y agachó la cabeza, reconociendo que, como Ben Roi había dicho, aquello era una pérdida de tiempo.

—Amarillo.

Ni siquiera fue un susurro, sino más bien una leve alteración del aire alrededor de los labios de Schlegel, que tal vez podía ser una palabra. Laila alzó la vista, convencida de que eran imaginaciones suyas. El anciano seguía mirando su libro.

—Amarillo.

La palabra fue más decidida esta vez, inconfundible, aunque apenas audible. Laila notó que Ben Roi se inclinaba.

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