El guardián de los arcanos (57 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

—Dios mío.

Laila volvió a coger la mano de Schlegel.

—¿Qué es amarillo, Isaac? ¿Qué quieres decir?

Por un momento no hubo respuesta. Luego, poco a poco, el anciano levantó la vista. Sostuvo la mirada de Laila un instante, y dio la impresión de que sus ojos habían adquirido cierto brillo, como una luz vista a través de un cristal esmerilado. Después soltó la mano que le sujetaba la joven, la alzó y apuntó un dedo tembloroso hacia arriba y a la derecha, hacia los cuatro dibujos que plasmaban el arco de Castelombres, en medio de los cuales había un quinto dibujo de una menorah de siete brazos.

—Amarillo —susurró por tercera vez. Todo su cuerpo temblaba como debido al esfuerzo que le suponía pronunciar la palabra.

—¿Qué quiere decir «amarillo»? —Ben Roi estaba tan inclinado hacia el anciano que sus rodillas se hundieron en la espalda de Laila—. ¿La Menorah es amarilla?

El viejo siguió señalando un buen rato, luego dejó caer el brazo y sujetó el libro con fuerza.

—Mira el amarillo.

Laila lanzó una mirada de perplejidad a Ben Roi, clavó la vista en los ojos del anciano y posó las manos sobre las de él.

—¿Fue eso lo que te dijo Hannah, Isaac?

Schlegel estaba estrujando el libro, lo retorcía, doblaba el lomo.

—Mira el amarillo —repitió.

—¿Qué significa eso? —La voz de Ben Roi era áspera y potente—. ¿Qué amarillo?

Schlegel siguió retorciendo el libro, sin responder.

—¿El dibujo amarillo? —insistió el detective—. ¿Eso quería decir su hermana? ¿Mira el dibujo amarillo? ¿El dibujo de la Menorah?

Siguió una pausa, y luego se oyó el roce de madera sobre linóleo cuando Ben Roi echó hacia atrás el taburete y se levantó. Se dirigió al dibujo de la Menorah y lo miró, en busca de algún significado oculto en los sencillos trazos de lápiz amarillo. Nada. Arrancó la hoja de la pared y miró el reverso. En blanco. Miró a Laila y luego empezó a examinar los demás dibujos de menorahs y los arrancó, con movimientos cada vez más bruscos. Nada. Schlegel tenía la vista clavada en el regazo.

—¡Por favor, Isaac! —susurró Laila, con las manos sobre las del hombre—. ¿Qué quería decir Hannah? ¿Qué quería decirnos? Ayúdanos, Isaac, por favor. ¡Por favor!

Intuía que el hombre se estaba recluyendo en sí mismo. Continuó insistiendo, apretándole las manos, acariciando las palmas huesudas como si así pudiera extraerle una última información. Sin embargo, el momento había pasado; con un gruñido de exasperación, se acuclilló y alzó la vista al techo, al tiempo que meneaba la cabeza. Ben Roi dio un puñetazo en la pared.

—Joder —masculló.

Después, recorrieron en silencio, desalentados, los jardines del hospital. Sólo se oía el trino atonal de los pájaros en los pinos y en los cipreses, y desde algún lugar situado a su derecha, el lejano repiqueteo de una pelota de ping-pong. Ben Roi intentaba concentrarse, pensar en lo que debían hacer a continuación, en cómo demonios iban a seguir adelante.

Aparte de algunos minutos robados aquí y allí, hacía setenta y dos horas que no dormía, y estaba destrozado, más destrozado de lo que nunca había creído posible. Su mente estaba confusa y aturdida, y ya no estaba seguro de qué coño estaba haciendo ni por qué. Tres días antes, todo le parecía claro: el artículo, las entrevistas, la loción para después del afeitado... Todo encajaba. No alejarse de ella, mantenerla vigilada, esperar a que aparecieran las grietas. Pero no habían aparecido, era demasiado inteligente, demasiado controlada, de modo que, pese a todo, comenzaba a albergar dudas, a preguntarse si tal vez se había equivocado (su forma de tratar a Schlegel... ¿Podía alguien así...?). Sí, aún sentía el dolor de estómago (¡Dios, y menudo dolor de estómago!), pero ¿podía confiar en él? ¿Podía confiar en sí mismo? No lo sabía, ya no sabía una mierda. Y no lo sabría, a menos que encontraran la Menorah. Cuando ella...

—¿Qué hacemos ahora?

—¿Hum? —Aún estaba absorto en sus pensamientos.

—¿Qué hacemos ahora? —repitió Laila.

El detective meneó la cabeza, mientras se esforzaba por regresar al presente.

—Rezar para que ese gilipollas de Jalifa descubra algo.

—¿Y si no?

—Volveremos a los teléfonos. Y no pararemos hasta encontrar lo que buscamos.

Aflojó el paso y la miró, con los ojos llenos de recelo y antipatía. Luego continuó bajando por la colina, seguido de Laila. Al llegar al pie de la elevación subieron al BMW, atravesaron la cancela de metal blanco del hospital y giraron para tomar la autopista principal en dirección a Jerusalén. En ese momento, Laila vislumbró un Saab azul aparcado ante un garaje abandonado, frente a la entrada del hospital. El conductor estaba inclinado sobre el volante como si los mirara. Sólo lo vio una fracción de segundo, antes de que Ben Roi acelerara.

Detrás de ellos, Avi Steiner encendió el motor del Saab.

—Vuelven a moverse —murmuró en su walkie-talkie—. Kanfei Nesharim, dirección este. Los sigo.

Puso la primera, se adentró en el tráfico y sorteó varios coches hasta colocarse detrás de ellos.

73

Luxor

De nuevo en su despacho, Jalifa mordisqueó un nabo en salmuera que había comprado cuando volvía de la villa de Hoth y, con un suspiro de resignación, levantó el teléfono y marcó el número del móvil de Ben Roi. Sonó cuatro veces, y después estableció comunicación. Como de costumbre, el israelí no se entretuvo con formalidades.

—¿Y bien?

—Nada —contestó el egipcio.

—¡Mierda!

—¿Usted?

—¿A usted qué coño le parece?

Jalifa meneó la cabeza y se preguntó si el hombre sería capaz de formar una frase sin soltar un taco. Nunca en su vida...

—¿Ha vuelto a ver al hermano? —inquirió procurando mantener un tono cortés y no pensar en lo grosero que le parecía el israelí.

—Acabo de terminar con él.

—¿Y?

—Una mierda. Ese tipo es un zombi. Se queda sentado todo el rato, toqueteando su libro y emitiendo ruidos extraños.

Se oyó una voz femenina (Laila al-Madani, seguramente) que preguntaba a Ben Roi qué estaban diciendo, a lo que el israelí contestó con un agresivo «¡Espere!».

—¿No había nada en casa de Hoth? —La voz de Ben Roi irrumpió en la línea de nuevo—. ¿Está seguro?

—Seguro —contestó Jalifa—. He registrado hasta el último centímetro.

—¿El jardín?

—También...

—¿Y el...?

—Y el coche. Y su hotel. Y la policía de Alejandría ha registrado su anterior residencia. Ya no queda nada más que mirar, Ben Roi. Aquí no. En Egipto no. No hay nada.

—Bien, pues habrá pasado algo por alto.

—No he pasado nada por alto. —Jalifa apretó el puño—. Aquí no hay nada, se lo digo yo.

—Bien, pues siga buscando.

—No me está escuchando. No queda nada. ¿Qué quiere que haga? ¿Excavar todo Luxor?

—¡Si hace falta sí! Hemos de encontrarla. He de...

El israelí se interrumpió de repente, como si reprimiera un comentario que no había deseado hacer. Siguió una brevísima pausa, y luego continuó hablando, intentando mantener la voz serena.

—Ya sabe lo que hay en juego. Siga buscando.

El egipcio alzó una mano, desesperado. ¡Era como hablar con un ladrillo!

—De acuerdo. Veré qué puedo hacer. —Se inclinó hacia el escritorio, a punto de colgar—. A propósito, ¿de qué va el libro?

—¿Cómo?

—Ha dicho que el hermano de la Schlegel tenía un libro.

Siguió otra pausa, debida a la sorpresa que se había llevado el israelí, y después hubo un breve diálogo cuando preguntó a Laila. Lo siguiente, tan estruendoso que Jalifa se vio obligado a apartar el auricular del oído, fue un chirrido de neumáticos acompañado por un coro de pitidos, cuando el coche cambió de dirección repentinamente.

—¿Ben Roi?

—¡Volveré a llamarle! —gritó el israelí. Luego dijo a Laila—: ¿Por qué coño no me dijo...?

La línea enmudeció.

74

Jerusalén

El joven cruzaba con cautela la obra, sujetando con fuerza una bolsa de deporte en la mano derecha. Se detenía de vez en cuando para comprobar si le vigilaban o seguían, una precaución innecesaria puesto que la obra estaba abandonada desde hacía cinco meses; además, se hallaba en la periferia de la ciudad, lejos de las zonas pobladas. Pasó ante una pila de bovedillas, bordeó una red de zanjas para cimientos demolidos, de las cuales surgían varas de hierro oxidadas como arbolillos arrancados por el viento, hasta que llegó a un gran contenedor de transporte metálico situado justo en el centro de la obra, con la puerta asegurada por un voluminoso candado. Paseó la vista alrededor, extrajo unas tenazas de la bolsa, rompió la cerradura, abrió la puerta y entró. Dentro hacía calor y olía a humedad, polvo y alquitrán. Al fondo había una lona impermeabilizada (el único contenido del interior), se acercó a ella y ocultó debajo la bolsa, alisó el material para que recuperara su forma original, volvió a salir y aseguró la puerta con un candado nuevo. Lanzó una última mirada alrededor, extrajo una sola llave del bolsillo, se agachó y la enterró en la arena, al pie de la esquina izquierda del contenedor. Luego se enderezó y atravesó a toda prisa la obra, mientras las borlas de su
tallit katan
asomaban por debajo de su camisa, como tentáculos de medusa que remolinearan en una corriente violenta.

75

Jerusalén

—¿Por qué coño no nos lo dijo antes?

—Porque no lo preguntaron —contestó la doctora Gilda Nissim, que caminaba delante de ellos por el pasillo, en dirección a la habitación de Isaac Schlegel—. ¡Soy psiquiatra, pero eso no significa que pueda leer en la mente de la gente! ¡Y haga el favor de cuidar su vocabulario!

Ben Roi abrió la boca, al parecer con la intención de gritar a la mujer, pero logró contenerse y emitió un gruñido de exasperación. Laila aceleró el paso y alcanzó a la doctora.

—¿Dice que su hermana se lo dio antes de ir a Egipto?

Nissim asintió, mientras intentaba no perder los estribos.

—La señora Schlegel pasó por aquí camino del aeropuerto. Estuvo un cuarto de hora con él, le dio el libro y volvió a marcharse. Fue la última vez que la vio. No lo ha perdido de vista desde entonces.

—¡Mecagüen la leche! —masculló Ben Roi mirando con expresión ceñuda la nuca de la mujer.

Llegaron a la habitación de Schlegel pero, en lugar de detenerse, Nissim siguió andando y atravesó unas puertas de cristal que había al final de la unidad, mientras explicaba que, a esa hora del día, al paciente le gustaba sentarse al sol. Subieron por un tramo de escalones que cruzaban una zona rocosa plantada con geranios en flor y matas de lavanda con la espiga púrpura, y luego enfilaron un estrecho sendero de piedra blanca hasta el punto más alto del recinto hospitalario, donde había una loma herbosa rodeada de pinos, muy tranquila, muy plácida, con el aire impregnado del olor penetrante de las agujas de pino. El brumoso mar forestal de las Judean Hills se extendía alrededor. Nissim indicó con un gesto de la cabeza la figura solitaria sentada en un banco de cemento y, tras dirigir una mirada severa a Ben Roi, se rezagó. El detective y Laila continuaron adelante hasta llegar al banco. Él se puso detrás y ella se sentó al lado del anciano, que, como siempre, aferraba con fuerza el libro. La joven apoyó una mano sobre su brazo.

—Hola otra vez, Isaac. —Siguió un breve silencio—. Nos gustaría ver tu libro. El que Hannah te regaló. ¿Podemos echarle un vistazo? ¿Te parece bien?

Había temido que el anciano no les dejara verlo, que su petición le asustara. Lejos de ello. Con un tenue suspiro, como aliviado por la petición, Schlegel apartó poco a poco las manos y dejó que Laila lo cogiera. Ben Roi se inclinó y estiró el cuello para verlo.

Era un volumen delgado, de bolsillo, muy arrugado, con una sencilla portada verde en la que estaba impresa la silueta en tinta negra de un pino. Debajo, en inglés, estaba el título:
Paseos veraniegos en el Parque Nacional de Berchtesgaden.
Laila miró a Ben Roi, enarcó las cejas y abrió el libro por el índice.

Había diez paseos listados, cada uno con un nombre (la Senda de Konigsee, la Senda de Watzmann, la Senda de Weiss-Tanne...), y también un código de color, que al parecer correspondía al de las marcas que servían para señalizarlos. Al último del libro, la Senda del Hoher Goll, le correspondía el amarillo.

—Mira el amarillo —susurró Laila, con el corazón acelerado.

Ben Roi no dijo nada y se sentó a su lado. Ella empezó a hojear el libro a toda prisa, en busca de la sección que les interesaba.

—La Senda del Hoher Goll —anunció al cabo de un momento, y alisó el libro sobre el regazo.

Como los otros nueve capítulos, éste empezaba con una sencilla silueta a tinta negra, en este caso de una montaña de cumbre plana y peñascosa; un largo cerro escarpado descendía hacia la derecha hasta terminar en un despeñadero abrupto, sobre cuyo borde se alzaba lo que parecía una casita. A continuación, se reseñaban datos básicos sobre el paseo (longitud: 19 km; tiempo: 5-6 horas; dificultad: nivel 3, sobre 5), seguidos de un plano a escala en que el sendero estaba indicado con una línea de puntos zigzagueante y seis páginas de texto que describían el paseo en detalle, con recuadros intercalados que proporcionaban información adicional acerca de la flora y fauna locales, puntos de interés histórico, etcétera. En el último tercio del texto, al final de una página, había un párrafo resaltado con rotulador rojo:

Cruzad la carretera y tomad la senda que hay justo enfrente, detrás de la gasolinera abandonada. Tras una ascensión de treinta minutos, empinada en algunos puntos, llegaréis a un espacio abierto frente a la entrada de la mina de sal abandonada de Berg-Ulwemerk (para más información sobre la tradición de las minas de sal de la región, véase introducción, p. 4). Sobre vuestras cabezas, si el tiempo lo permite, veréis la cumbre del majestuoso Hoher Goll (2.522 m), a la derecha el tejado y la torre de radio del Kelsteinhaus o Nido de Águilas, el antiguo salón de té de Hitler (véase recuadro). Debajo hay vistas maravillosas de Obersalzburg, Berchtesgaden y el río Berchtesgadener Ache. La senda continúa a la izquierda, junto al pequeño túmulo de piedra (véase recuadro al dorso).

Laila y Ben Roi intercambiaron una mirada de desconcierto, sin saber muy bien qué tenía que ver aquello con Dieter Hoth o la Menorah. La periodista pasó la página. El recuadro mencionado también estaba resaltado. Se titulaba «Los esqueletos de Hoher Goll». Volvieron a mirarse, y luego empezaron a leer.

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