—Esa es —dijo Ben Roi.
—Sí —susurró Laila—. Sí.
Tras mirar la caja unos momentos, Ben Roi cogió la palanca y movió hacia delante la palanca de control del montacargas. Se oyó un fuerte crujido, y la plataforma de madera descendió poco a poco, con movimientos temblorosos, hasta detenerse a escasos centímetros del suelo de la caverna. Bajaron de un salto y echaron a andar, sin que sus pies hicieran ruido sobre la piedra lisa, entre las pilas de cajas que se alzaban como muros a cada lado de ellos.
La caverna se les antojó aún más imponente e inmensa ahora que la veían desde el suelo. A mitad de camino, el gruñido del generador desfalleció unos momentos y quedaron sumidos en la oscuridad, pero al cabo de pocos segundos el motor se recuperó y una luz helada volvió a bañar la cueva. Aguardaron para ver si el fallo se repetía y después siguieron adelante, la bandera nazi cada vez más grande, la caja cada vez más cercana, hasta que se detuvieron a un par de metros de ella, con la respiración acelerada y entrecortada, la frente perlada de sudor. Ben Roi entregó la palanca a Laila.
—Las damas primero.
La joven vaciló al ver que las pupilas del detective se habían dilatado, e intuyó que se acercaba el desenlace de lo que llevaba días maquinando, pero aceptó la palanca, dejó a un lado la linterna y se acercó a la caja.
—El momento de la verdad —dijo, al tiempo que forzaba una sonrisa nerviosa.
—Oh, sí —susurró Ben Roi.
En la esquina posterior izquierda de la caja la madera estaba astillada y agrietada, de modo que Laila introdujo la barra en el hueco y empezó a levantar la tapa. Estaba muy bien clavada, y tuvo que esforzarse para moverla. Ben Roi la observaba.
—Galia —dijo al cabo de un momento.
—¿Qué dices?
—Se llamaba Galia.
Laila sacó la barra, volvió a introducirla y la movió con todas sus fuerzas.
—¿Quién?
—En mi sala de estar. La fotografía. De la mujer. Me preguntaste quién era. Se llamaba Galia.
Ella le miró. ¿De qué coño estaba hablando?
—Bien —dijo.
—Mi prometida.
—Bien —repitió Laila.
La tapa empezaba a levantarse, los clavos gemían y rechinaban a medida que salían de sus sitios. Laila se desplazó al costado de la caja, después a la parte delantera, de forma que dio la espalda a Ben Roi. El israelí empezó a pasarse la linterna de una mano a la otra, con la vista fija en la nuca de la joven.
—Íbamos a casarnos.
Ya sólo quedaban un par de clavos. Bajo la tapa, Laila distinguió una masa de paja amarillenta.
—Junto al mar de Galilea —añadió Ben Roi—. Al amanecer. Es muy hermoso a esa hora del día.
—¿Qué pasó? —preguntó ella—. ¿Te plantó?
La linterna se inmovilizó en la mano derecha de Ben Roi.
—Voló por los aires.
Los hombros de Laila se tensaron.
—Una semana antes de la boda. En Jerusalén. Plaza Hagar. Al-Mulatham.
Se oyó un fuerte crujido cuando el último clavo cedió. La tapa resbaló hacia atrás y cayó al suelo con estrépito. Laila apenas se dio cuenta. Oh, Dios, pensó, esa es la cuestión. Mataron a su novia. Y ahora... Notó que Ben Roi avanzaba con la mano alzada. Giró en redondo con un furioso y desesperado estallido de energía, y trató de golpearle con la palanca para protegerse. Él ya esperaba su reacción, porque se agachó y la golpeó en la mejilla con la linterna. Laila cayó al suelo.
—Has de creerme —dijo con voz estrangulada, aturdida, confusa, mientras notaba cómo las rodillas del detective se hundían en su región lumbar—. Yo no soy...
Ben Roi abrió la cremallera de la mochila de la joven y rebuscó en el interior. Después le puso una mano bajo la barbilla y le echó la cabeza hacia atrás. Rugía como un animal.
—¡Yo uso Manio, puta árabe asesina! —escupió—. ¿Entiendes? ¡Yo uso Manio! ¿Dónde coño está él? ¡Dímelo! ¡Dímelo o te rompo el puto cuello!
Al final, la ascensión a la mina no fue tan dificultosa como Jalifa esperaba, aunque sí bastante dura, sobre todo en el último tramo, cuando el frío empezó a encarnizarse con sus manos y pies. El hecho de que Ben Roi y Laila ya hubieran abierto un sendero a través de la nieve facilitó su avance, y a base de detenerse cada cien metros más o menos para prender fuego a algunos de los papeles que llevaba encima y frotarse frenéticamente las manos sobre la fogata de planos, hojas de fax y páginas de libretas, consiguió, si no entrar en calor, al menos evitar una muerte segura por congelación.
Una vez arriba, se detuvo en la linde del bosque para orientarse, envuelto en un silencio absoluto, salvo por el sonido de su respiración y el ruido de las ramitas heladas al romperse, y se encaminó hacia la mina. Mientras atravesaba el claro, reparó en otro sonido, una especie de retumbo vibrante, apenas audible, pero que aumentaba de intensidad a medida que avanzaba. Cuando llegó a la entrada de la mina se había definido en el gemido lejano, pero inconfundible, del motor de un generador.
Entró en la mina, se detuvo y escuchó. No cabía la menor duda de que el ruido procedía del interior, aunque no sabía muy bien de dónde. Escudriñó las tinieblas pero, aparte de un trozo de pared y el suelo que tenía delante, iluminado por la luna, no logró ver nada, tan sólo una negrura aterciopelada e impenetrable. Encendió el mechero, lo levantó sobre su cabeza y empezó a avanzar. El ruido del generador era cada vez más fuerte, así como los latidos de su corazón.
Recorrió veinte metros y se detuvo. Había algo más adelante, apenas definido, una especie de neblina fantasmal que flotaba en el aire pegada a la pared de la derecha, como un fuego fatuo. Se frotó los ojos, con la sospecha de que eran imaginaciones suyas, y luego siguió caminando. Tuvo la impresión de que la neblina se expandía y espesaba cuanto más se acercaba a ella; luego cayó en la cuenta de que no estaba viendo una aparición paranormal, sino una tenue corona de luz que brotaba de una abertura practicada en la pared de la derecha. Se acercó y miró por ella el túnel que había al otro lado.
—Allahu akbar!
—murmuró, mientras contemplaba las hileras de cajas y cajones, la caverna iluminada al final del túnel.
Pasó a través de la abertura. En ese momento, oyó el chillido de una mujer. Se irguió, aguzó el oído (sí, se trataba de un chillido) y avanzó. Dos metros más adelante encontró una caja abierta llena de fusiles. Mauser, el mismo que había utilizado en la escuela de policía. Sacó uno y lo examinó, a continuación lo cargó, guardó un cargador en el bolsillo de la chaqueta y siguió andando. El resplandor que se veía al final del túnel aumentó de intensidad, así como el ruido del generador, hasta que salió a la ancha plataforma de piedra en la que Ben Roi y Laila habían desembocado un cuarto de hora antes.
En ese instante, el generador falló por segunda vez, las luces de la caverna parpadearon y se apagaron, de manera que apenas habían reparado sus ojos en el alto techo abovedado, la masa de cajas y cajones y la gigantesca bandera nazi que colgaba de la pared del fondo, cuando todo quedó sumido en la negrura. Se quedó petrificado, desorientado, y permaneció así durante lo que se le antojó una eternidad, aunque en realidad fueron unos pocos segundos, hasta que el motor volvió a la vida y, con la misma rapidez que había invadido la caverna, la oscuridad fue expulsada por un estallido de luz blanca. Jalifa se acercó al borde del saliente, dobló una rodilla, levantó el fusil y movió el cañón sobre el mar de cajas.
—¡Ben Roi!
No hubo respuesta.
—¡Ben Roi! ¿Estás ahí?
Tampoco obtuvo respuesta. Estaba a punto de gritar por tercera vez cuando, como un lobo que rugiera desde la maleza, la voz del israelí resonó desde abajo.
—¡Jalifa, cabrón de mierda! ¿Qué coño estás haciendo aquí?
Se produjo un movimiento en la galería inferior, y Ben Roi apareció entre dos cajas, con una metralleta Schmeisser en una mano y la otra cerrada sobre el cuello de la chaqueta de Laila. La arrastró hasta la mitad del pasillo central y la obligó a ponerse de rodillas. La joven tenía sangre coagulada alrededor de la nariz y un moratón en la mejilla izquierda, como una mancha de nacimiento.
Animal, pensó Jalifa. Sucio animal judío.
Amartilló el fusil y bajó el cañón.
—¡Tira el arma, Ben Roi!
El israelí no dejaba de torcer la boca y tenía los ojos desencajados e inyectados en sangre. Parecía enloquecido, perturbado.
—¡Escúchame, Jalifa!
—Era el mejor tirador de mi clase y te estoy apuntando entre los ojos —gritó el egipcio, mientras su dedo se tensaba sobre el gatillo—. Tira el arma.
—¡Escucha, idiota de mierda!
—¡Tira el arma!
—¡Va a venir! ¿Lo entiendes? Al-Mulatham. Va a venir. ¡En busca de la Menorah! Ella trabaja para él, la muy puta.
Laila miraba a Jalifa, frenética, implorante. Meneó la cabeza con un gesto débil y esbozó con los labios la palabra
«la»
, no. Jalifa trasladó el peso de su cuerpo de un pie al otro en un intento de mantener el fusil inmóvil pese al temblor de sus manos.
—¡No te lo voy a repetir, Ben Roi! ¡Tira el arma y apártate!
—No me jodas, Jalifa —aulló el israelí—. Lo ha admitido. Trabaja para él. ¡Va a venir! ¡Mató a Galia y ahora va a venir!
Su voz se había alzado hasta convertirse casi en un chillido. Se ha vuelto loco, pensó Jalifa.
—Tira el arma y hablaremos —gritó.
—¡No hay tiempo, cabronazo! ¡Va a venir! ¡Al-Mulatham va a venir!
Agarró a Laila del pelo y apoyó el arma contra su nuca.
—¡Díselo! —exclamó—. ¡Dile lo que me has contado!
—¡Déjala en paz, Ben Roi!
—¡Díselo, puta!
—¡Ben Roi!
—¡Que reclutas terroristas! ¡Que todo el artículo era mentira! ¡Díselo, puta asesina árabe!
La estaba zarandeando como una muñeca de trapo, agitando su cabeza de un lado a otro.
—¡Por favor! —chilló la joven.
Jalifa aumentó la presión sobre el gatillo, gritó otra advertencia y, al ver que el israelí no daba muestras de calmarse, disparó al suelo, a su izquierda. El proyectil rebotó en la piedra, saltó hacia la pared del fondo y se hundió entre las pilas de cajas. Ben Roi se quedó petrificado, con la respiración entrecortada y un brillo de locura en los ojos. Permaneció así un segundo; luego lanzó un rugido de furia impotente, soltó el pelo de Laila y retrocedió un paso, con la metralleta en la mano. Jalifa amartilló el arma para depositar otra bala en la recámara. Laila cayó al suelo.
—Gracias a Dios —masculló, al tiempo que se llevaba las manos a la cabeza. Respiró hondo dos veces y miró a Jalifa—. Trabaja para Har-Zion —dijo con voz ronca—. Los Guerreros de David. Están enterados de la existencia de la Menorah. Nos están siguiendo.
El israelí lanzó una carcajada de incredulidad, mientras paseaba la vista entre Laila y el egipcio.
—¡Paparruchas! —chilló—. ¡Está mintiendo!
—¡Es la verdad! Los he visto. En Jerusalén, en el aeropuerto. Les está pasando información.
—¡Está mintiendo, Jalifa! ¡Está mintiendo, joder!
—Nos ha engañado a todos —explicó Laila, mientras se ponía en pie para apoyarse contra una caja—. A usted, a mí, a todos. Es un Chayalei David. Van a venir a por la Lámpara. Van a desencadenar una guerra.
—¡No le creas!
—Hemos de sacarla. Antes de que sea demasiado tarde.
—Árabe mentirosa...
Avanzó un paso hacia ella y levantó la Schmeisser. Jalifa disparó otro tiro. La bala volvió a rebotar de un extremo a otro de la caverna antes de desaparecer entre las columnas de cajas.
—¡Es el último aviso, Ben Roi! —exclamó el egipcio—. ¡Tira el arma!
—¡No sabes lo que haces! —gritó el israelí dejando escapar gotas de saliva entre sus labios—. Por favor, Jalifa, has de creerme. La he estado vigilando, la he seguido. ¡Trabaja para al-Mulatham!
Estaba empezando a farfullar. Se controló con un esfuerzo sobrehumano y habló con más parsimonia.
—Escucha —añadió, tras aspirar grandes bocanadas de aire; su voz sonaba tensa debido al esfuerzo que le representaba contenerse—. Escribió un artículo. Hace un año. Justo después de la muerte de Galia. Una entrevista con al-Mulatham. Dijo que llevaba loción para después del afeitado Manio. Dijo que la había reconocido. Pero yo uso Manio, Jalifa, y ella no la reconoció. Uso Manio y me preguntó qué loción utilizaba. No lo sabía. ¡No lo sabía, joder!
Jalifa miró perplejo a Laila, que enarcó las cejas como diciendo: «Yo tampoco lo entiendo». Ben Roi advirtió el intercambio de miradas y agitó la cabeza, frustrado.
—¡Tienes que entenderlo, por el amor de Dios! —gritó—. Era ficticio. Ella lo inventó. La loción para después del afeitado, el encuentro, todo el puto artículo. Lo inventó. Para desorientar al personal. Para proteger al verdadero al-Mulatham. Para proteger a su jefe.
Su voz se estaba acelerando de nuevo. Luchó por controlarse, alzó una mano y la cerró alrededor de la menorah que llevaba al cuello.
—La he investigado. Desde aquel artículo. Un año entero. Todos los terroristas, Jalifa. Todos los putos terroristas suicidas de al-Mulatham. Los ha entrevistado a todos. Hasta el último. Así los recluta. Por mediación de ella. Los entrevista, anuncia que están disponibles, pasa sus nombres. Así va el rollo. Ese es el sistema. ¡Está hundida en la mierda hasta el cuello!
—¡Está loco!
—¡Explícalo, pues! —gritó el israelí, con los ojos tan desorbitados como si fueran a salir disparados de su cabeza—. ¡Explica por qué has entrevistado a todos los terroristas de al-Mulatham!
—¡No puedo explicarlo! —exclamó la joven negando con la cabeza, impotente—. Una coincidencia, una trampa... ¡No lo sé! Ya me interrogó el Shin Bet después de escribir el artículo.
—¡Llevaba un rastreador encima, por el amor de Dios! —Ben Roi rebuscó en su bolsillo, extrajo un pequeño objeto metálico del tamaño de una cajetilla de cigarrillos y lo blandió en el aire con expresión triunfal—. ¡Lo llevaba en el bolso, Jalifa! ¡Al-Mulatham nos está siguiendo, joder!
—Me registraron el bolso en el aeropuerto —gritó Laila—. Jamás habría podido pasar nada por el estilo.
—Entonces, ¿cómo? ¿Cómo?
—No lo sé —respondió la joven, y se llevó una mano a la frente, confusa y desorientada—. Alguien me lo habrá colocado para inculparme. ¡No lo sé!
—¡Puta mentirosa! —aulló el israelí, que ya no se molestaba en fingir calma o sensatez—. No te creas ni una palabra de lo que dice, Jalifa. Está fingiendo. Trabaja para al-Mulatham. Siempre ha trabajado para al-Mulatham. ¡Es una asesina! ¡Asesinó a mi Galia!