Miró a Ben Roi y sus ojos se encontraron. Habría preferido morir en compañía de otras personas, pero tal vez había sido demasiado duro con el tipo. Era grosero, sí. Arrogante, beligerante. No era la clase de persona que habría elegido como amigo. No obstante, era un buen policía, daba la impresión de que había hecho una excelente investigación. Y quién sabe, si su esposa hubiera muerto así, asesinada sin motivo alguno, tal vez él, Jalifa, habría terminado igual. Nunca se sabe. Intentó murmurar algo, disculparse, admitir que su decisión de confiar en la palabra de Laila antes que en la de Ben Roi no se había debido a un análisis objetivo de la situación, sino a ciegos prejuicios, al hecho de que no podía creer a un judío antes que a una hermana árabe. Sin embargo, no logró encontrar las palabras apropiadas, de modo que calló. Continuaron mirándose un momento más, luego asintieron con la cabeza y alzaron la vista hacia el montacargas, con los puños apretados, a la espera de las balas.
La negrura invadió la caverna.
Durante un breve instante de confusión, Jalifa pensó que estaba muerto. Casi de inmediato, los gritos de los hombres de Har-Zion le hicieron comprender que el generador debía de haber fallado de nuevo y las luces se habían apagado. Tan inesperada fue la circunstancia, y tan desconcertante, que no reaccionó, sino que se quedó petrificado. Los instintos de Ben Roi se dispararon antes, de modo que agarró a Jalifa por el cuello de la chaqueta, le hizo girar y ambos echaron a correr por el pasillo central. Una fracción de segundo después, las Uzi dispararon, estallidos rojos y blancos perforaron la oscuridad, las balas acribillaron el suelo y se hundieron en las pilas de cajas con un ra-ta-ta-ta de madera agujereada. Los detectives tropezaron, cayeron de bruces, volvieron a levantarse y continuaron hacia delante dando tumbos, hasta estrellarse contra la pared rocosa situada bajo la plataforma del montacargas. Se oyeron más gritos, y el tiroteo cesó con tanta brusquedad como había empezado. Se quedaron inmóviles y escudriñaron la oscuridad.
Cuando el generador había fallado antes, había vuelto a ponerse en marcha casi de inmediato. Esta vez, siguió en silencio. Oyeron susurros, se encendió una linterna, luego otra, a continuación se produjo un tenue crujido cuando alguien empezó a trepar por el raíl vertical del montacargas hacia el saliente, con la intención de poner en marcha el generador. Una linterna iluminaba al que subía, y otro haz de luz empezó a pasearse sobre las pilas de cajas para localizarlos. Por lo visto, a los hombres de Har-Zion no se les había ocurrido que podían estar justo debajo de ellos. De momento.
—Hay que moverse —susurró Ben Roi al oído de Jalifa, con voz apenas audible—. Hemos de escondernos entre las cajas.
Jalifa le apretó el brazo para hacerle saber que le había entendido. Un grito procedente de arriba indicó que el escalador había llegado al balcón y se encaminaba hacia la cámara del generador.
—Hay que moverse —repitió Ben Roi—. No hay tiempo.
Transcurrieron veinte segundos, mientras intentaban pensar en una estrategia adecuada, conscientes de que, en cuanto salieran de debajo de la plataforma, los oirían o el haz de la linterna los descubriría. Por fin, desesperado, Jalifa introdujo una mano en el bolsillo, sacó el cargador de cinco balas que había guardado antes y lo apretó contra el brazo de Ben Roi. El israelí comprendió enseguida en qué estaba pensando.
—Tíralo hacia la izquierda —susurró—. Nosotros iremos en línea recta. Cógeme la mano.
—¿Qué?
—¡Para no perdernos, idiota!
Arriba sonó un chisporroteo mecánico cuando el hombre de Har-Zion empezó a girar la manivela del generador. En ese instante, la luz de la linterna se desvió de súbito de las cajas y empezó a trazar círculos sobre el suelo, poco más allá del montacargas. Se detuvo un momento en el cuerpo de Laila y luego empezó a retroceder hacia el escondite de los detectives. Era cuestión de segundos que los descubrieran, de modo que Jalifa agarró la mano de Ben Roi y arrojó el cargador hacia la otra punta de la caverna. Dio la impresión de que flotaba en el aire una cantidad de tiempo imposible y, cuando el rayo de la linterna paseaba justo delante de sus pies, el cargador se estrelló en el suelo con una fuerte detonación.
El efecto fue instantáneo. El haz de luz se alejó, oyeron correr a los israelíes hacia el lado izquierdo del ascensor y sonó una salva de disparos ensordecedores. En cuanto empezó, Jalifa y Ben Roi echaron a correr cogidos de la mano, siguiendo en la oscuridad lo que suponían era, y esperaban que fuera, el pasillo central. Se encogían a cada paso por temor a darse de bruces con una caja o algún otro obstáculo. No fue así y, espoleados por el miedo y la adrenalina, recorrieron la mitad de la longitud de la caverna antes de aflojar el paso, soltarse las manos e internarse a tientas en uno de los estrechos pasillos laterales que formaban las pilas de cajas, tropezando con los objetos de que estaba sembrado. Los disparos fueron aminorando, hasta cesar por completo.
Jalifa y Ben Roi se quedaron donde estaban, intentando recuperar el aliento. La oscuridad los envolvía como un sudario de terciopelo negro y la caverna estaba sumida en el silencio, salvo por el ruido insistente de la manivela del generador y el parloteo de voces israelíes, casi inaudibles al principio, pero cada vez más apremiantes. Ben Roi estiró el cuello y escuchó.
—Mierda.
—¿Qué?
—Fuego.
—¿Qué?
—Los disparos. Deben de haber hecho arder las cajas.
Mientras hablaba, su nariz percibió el olor a madera quemada.
—Este lugar es un puto polvorín —rugió Ben Roi—. ¡Va a estallar!
No era necesario que se lo dijera a Jalifa. Éste había visto la caverna con sus propios ojos: barriles de petróleo, cajas de municiones, explosivos, pilas de madera seca.
—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Maldita sea!
Encendió el mechero, protegió la llama con una mano para ocultar la luz y empezó a mirar a su alrededor en busca de algo que pudieran utilizar para defenderse y salir de la cueva. Los hombres de Har-Zion estaban gritando; el pánico se traslucía cada vez más en sus voces, a medida que el fuego se esparcía. El chirrido de la manivela del generador se hizo más insistente.
—¡Vamos! —gruñó Ben Roi—. ¡Necesitamos pistolas!
—¡No hay!
Jalifa se internó más en el pasillo, sin preocuparse ya por el ruido que hacía, al tiempo que movía el encendedor de un lado a otro. Descubrió cuadros, esculturas, parte de una araña. Ningún arma, no obstante, y empezaba a desesperar cuando, por fin, al apartar un saco lleno de billetes de banco, dio con una caja larga de metal, la abrió y vio que contenía una docena de metralletas Schmeisser nuevas. Al lado, había otra caja idéntica llena de cargadores.
—Hamdu-lillah
, alabado sea Dios —murmuró.
Sacó una metralleta y se la entregó a Ben Roi, junto con un par de cargadores. Cogió otra para sí, y se estaba familiarizando con el mecanismo desconocido cuando se produjo una ráfaga de disparos. Se tiraron al suelo, suponiendo que iba dirigida contra ellos, pero los gritos alarmados de los hombres de Har-Zion revelaron que había estallado una caja de municiones.
—Esto se va a convertir en un puto volcán —masculló Ben Roi.
Se pusieron en pie y, mientras avanzaban por el pasillo, una corona naranja invadió la parte de la caverna que quedaba a su derecha. Cuando llegaron al final del pasillo, se oyó una fuerte explosión (un barril de petróleo, supuso Jalifa, o varios), seguida casi de inmediato por el rugido del generador cuando cobró vida al fin; la gélida luz blanca barrió la caverna, de forma que todo adquirió definición. Los hombres de Har-Zion lanzaron un grito de alegría y el montacargas reanudó su lento ascenso con un gemido y un fragor metálico. Ben Roi asomó la cabeza y volvió a ocultarla.
—Están a mitad de camino —susurró—. Hay uno en el saliente. Yo me ocuparé de él. Contaré hasta tres. ¿De acuerdo?
Amartillaron las Schmeisser.
—Uno... Dos...
Otra fuerte explosión, y toda la caverna pareció estremecerse y temblar.
—¡Tres!
Salieron al pasillo central.
El incendio era peor de lo que el egipcio había supuesto. En cuestión de minutos había prendido un buen montón de cajas de la derecha, unas fauces de fuego que devoraban todo cuanto estaba a la vista y hacían estragos en el material apilado. Columnas de llamas lamían las paredes de la cueva, fragmentos de escombros al rojo vivo surcaban el aire como luciérnagas y una espuma sucia de humo gris rodaba poco a poco a lo largo del techo.
Captó todo esto en una fracción de segundo, antes de apoyar una rodilla en el suelo y abrir fuego; la Schmeisser tembló y se agitó en sus manos. A su lado, Ben Roi le imitó, y roció la pared de la caverna con una lluvia de balas.
Por lo visto, el ataque pilló por sorpresa a Har-Zion y sus seguidores. Ben Roi consiguió abatir al del saliente, Jalifa eliminó a otros dos del montacargas; el segundo se derrumbó sobre la palanca de control del ascensor e invirtió el sentido de la marcha. La plataforma se detuvo y, con un chirrido indignado, empezó a descender de nuevo, con la Menorah impasible en el centro, sus brazos dorados resplandecientes a la luz del incendio. Sin embargo, la ventaja de que gozaban fue breve. Los israelíes eran soldados profesionales y, tras un momento de confusión, los tres que quedaban en pie (Har-Zion, Steiner y otro) se arrojaron al suelo del montacargas y se pusieron a disparar con suma precisión. Jalifa retrocedió al interior de un pasadizo formado por dos hileras de cajas. Ben Roi resistió un momento sin moverse, pero luego se refugió al otro lado del pasillo central.
—¡No deben llegar a los controles! —gritó.
Era lo que uno de los israelíes estaba intentando. Har-Zion y Steiner le cubrían mientras rodaba sobre la plataforma y tiraba del cadáver derrumbado sobre la palanca. Jalifa lanzó una andanada de balas contra él, pero se vio obligado a retroceder casi al instante. Ben Roi tuvo más éxito, pues consiguió alcanzar al israelí en el costado. El hombre se desplomó junto a la base de la Menorah.
El ascensor casi había llegado al suelo de la caverna. En un último y desesperado esfuerzo por hacerlo subir, Steiner vació su Uzi en el pasillo, gritó algo a Har-Zion y, mientras éste le cubría con su pistola Heckler & Koch, gateó sobre la plataforma, apartó el cuerpo de su compañero abatido y dio un manotazo a la palanca de control con el fin de que cambiara de dirección. El montacargas se detuvo un momento como si tomara aliento, y después empezó a subir a regañadientes.
Har-Zion emitió un grito de triunfo, que se desvaneció tan pronto como salió de su boca al darse cuenta de que su pistola se había quedado sin munición. Un hombre con libertad de movimientos habría tardado escasos segundos en introducir un nuevo cargador en la recámara pero, debido a la tirantez de su piel quemada, no pudo proceder con rapidez. Gritó algo, y Steiner contestó que él también se había quedado sin munición; Ben Roi decidió aprovechar la oportunidad que le brindaba ese momento de confusión. Gritó a Jalifa que le siguiera, saltó de su escondite y corrió hacia el montacargas. Se tambaleó un momento cuando una potente explosión sacudió toda la caverna, pero recuperó el equilibrio y continuó corriendo, con el dedo apoyado en el gatillo de su Schmeisser.
Sus primeros disparos salieron muy desviados y desaparecieron en el infierno de su derecha. Los siguientes rebotaron en la pared de roca que se alzaba sobre el montacargas. La tercera salva, en cambio, encontró su objetivo: perforó el torso y el cuello de Steiner, que se estampó contra uno de los raíles verticales del ascensor. Se quedó inmóvil un momento, mientras de su boca surgían burbujas de sangre, con una expresión de leve sorpresa en el rostro; después, poco a poco, mientras la plataforma ascendía bajo él, su cuerpo resbaló por el raíl y quedó atrapado bajo las robustas ruedas metálicas que se deslizaban por él. Se oyó un chirrido cuando el montacargas intentó superar el obstáculo y las ruedas machacaron y redujeron a pulpa el cadáver, hasta que al fin, incapaz de resistir más la tensión, el motor estalló en una lluvia de chispas y el ascensor se detuvo a un metro y medio del suelo.
Har-Zion estaba buscando todavía un nuevo cargador, chillando de dolor cuando sus movimientos provocaban que la carne seca se partiera y se rasgara bajo su ropa. Al ver que estaba indefenso, Ben Roi dejó de correr. Llegó hasta él, levantó la Schmeisser y apoyó el cañón contra la cabeza de Har-Zion; la furia de sus ojos parecía reflejarse en las columnas de llamas que saltaban alrededor, como si el fuego no fuera más que una proyección de su rabia interna.
—Esto es por Galia, cabrón —susurró.
Cuando ya estaba a punto de disparar, se contuvo. Había soñado con ese momento tanto tiempo, cada día del año anterior... Apoyar una pistola contra la cabeza del hombre que había asesinado a su novia, acabar con él como habían acabado con Galia. Sin embargo, ahora que había llegado el momento, ahora que la pistola estaba donde debía y le bastaba con mover el dedo, no se decidía. Así no, a sangre fría no. Se mordió el labio, ansioso por disparar, por dar rienda suelta a su odio, pero una vocecita en su interior, la voz de ella, le decía que eso no estaba bien, que no le serviría de nada, que más que curarle le haría daño. Har-Zion intuyó su conflicto interior.
—Ayúdame —dijo con voz ronca, al tiempo que volvía la cabeza hacia Ben Roi—. Haz lo que quieras conmigo una vez fuera, pero ayúdame a salvar la Menorah, por el amor de Dios.
Ben Roi le miró, con la mano temblorosa, la cara cubierta de sudor por el creciente calor provocado por el incendio. Después, con un gruñido de desesperación, apartó la pistola. De inmediato, Har-Zion empezó a ponerse en pie, dolorido.
—Tendremos que izarla —añadió—. Necesitamos un cable o una cuerda. ¿Dónde está el árabe?
Ben Roi miró alrededor. Suponía que Jalifa estaba detrás de él, que le había seguido cuando corría hacia el ascensor. En realidad, el egipcio lo había intentado. Sin embargo, al salir de su escondite, una fortísima explosión, la misma que casi había derribado a Ben Roi, había hecho caer media docena de cajas sobre él, y el impacto le había dejado inconsciente. Estaba tendido de bruces en medio del pasillo, y una caja grande le inmovilizaba las piernas. Ben Roi corrió hacia él, se puso de rodillas y apartó la caja.
Al principio pensó que estaba muerto. No obstante, consiguió encontrarle el pulso y, sin tiempo para pensar si podía tener algún hueso roto, se inclinó, lo cargó al hombro y volvió hacia el ascensor, tosiendo a causa del humo. Har-Zion había encontrado una cuerda y la estaba enrollando alrededor del tallo de la Menorah.