Un segundo después, Jalifa se puso en pie y volvió corriendo a su despacho. El atlas seguía abierto sobre la mesa, de modo que lo cogió y empezó a examinar la página. Tardó cinco segundos en encontrar lo que buscaba. Berchtesgaden. A menos de veinte kilómetros de Salzburgo, que era el aeropuerto más próximo. Descolgó el teléfono de un manotazo y tecleó un número. Tres timbrazos, y después la voz del jefe Hasani resonó en la línea.
—¿Señor? Jalifa. He de solicitar unas dietas de viaje.
Un barboteo estridente.
—Me temo que un poco más lejos. —Se mordió el labio—. Austria.
El barboteo aumentó de intensidad.
Aeropuerto Ben Gurion
Cuando hubieron recogido sus pasaportes, recorrido los sesenta kilómetros que distaba el aeropuerto y entrado en el edificio de la terminal, los pasajeros ya estaban subiendo al avión con destino a Viena. Ben Roi exhibió su tarjeta de identificación para saltarse los primeros controles de seguridad de la zona de salidas (la primera y única vez que Laila conseguía pasar sin que la sometieran a un interrogatorio minucioso e interminable) y llegar a la cola de facturación. El segundo control de seguridad, a la entrada de la sala de embarque, fue más difícil, pues uno de los guardias insistió en llevarse a Laila a un cubículo para registrarla, pese a que Ben Roi insistió en que estaba bajo su custodia y no representaba amenaza. Cuando la autorizaron a continuar, sonó la última llamada para abordar el vuelo.
—Ghabee!
—masculló, impaciente, Laila cuando le devolvieron la mochila, después de registrar el contenido—. ¡Idiota!
Se colgó la bolsa al hombro y se volvió para seguir a Ben Roi, que ya estaba avanzando hacia la puerta de embarque. En ese momento distinguió, más allá de las cabinas de control de pasaportes, medio oculta tras una columna, una figura alta y musculosa que parecía mirarla directamente. Sus ojos se encontraron una fracción de segundo, y después el hombre retrocedió y desapareció de la vista.
Afuera, Avi Steiner cruzó el aparcamiento y subió al asiento trasero de un Volvo.
—Van a subir.
Har-Zion asintió y se inclinó para dar una palmada en el hombro del conductor. El coche se puso en marcha. Atravesaron una puerta de seguridad situada al final de la terminal y salieron a la pista, dejaron atrás una fila de bodegas de carga y pararon al lado de un hangar que albergaba un Cessna Citation negro. Cuatro hombres (altos, delgados, inexpresivos) los esperaban junto a la escalerilla, todos tocados con una
yamulka
negra y provistos de una bolsa de viaje de lona. Har-Zion y Steiner bajaron y, tras un silencioso saludo, los seis desaparecieron en el interior del avión. La puerta se cerró a su espalda y los motores empezaron a chirriar y ronronear.
Egipto
Ya había perdido el único vuelo diario directo desde Egipto a Austria, de manera que tuvo que buscar otra forma de llegar a Salzburgo haciendo escala en otra ciudad europea. Después de casi una hora de llamadas telefónicas, lo mejor que pudo encontrar fue una tortuosa ruta vía Roma e Innsbruck, que no le dejaba en su destino hasta pasada la medianoche. A esas alturas, Ben Roi ya habría llegado a la mina, hecho lo que se proponía y regresado, de modo que Jalifa ya empezaba a pensar que estaba perdiendo el tiempo, que no podría atrapar al israelí, cuando, con la última llamada, encontró justo lo que necesitaba, un vuelo chárter directo de Luxor a Munich, que salía a la una y cuarto de la tarde. Munich se hallaba a tan sólo ciento treinta kilómetros por carretera de Berchtesgaden; si bien no era la solución ideal, no podía aspirar a nada mejor, dadas las circunstancias.
Tuvo el tiempo justo de llamar a Zainab para decirle que iba a hacer un breve viaje de trabajo («No debes preocuparte por nada. Estaré de vuelta mañana a esta hora»), antes de salir disparado hacia el aeropuerto. Tan precipitado fue todo, una loca carrera contrarreloj, que sólo cuando estuvo a bordo del avión y éste corría por la pista, se le ocurrió que era la primera vez en toda su vida que salía de Egipto.
Salzburgo
Aterrizaron en Viena a las tres y media de la tarde, y en Salzburgo una hora después. Recogieron el coche de alquiler y se dirigieron hacia el sur por la autopista; Ben Roi conducía, Laila consultaba el plano. Los Alpes bávaros se cerraban alrededor como un anillo de murallas derruidas, laderas empinadas cubiertas de árboles que ascendían a ambos lados. En las zonas inferiores no había nieve, pero más arriba, allí donde los bosques de abedules, olmos, fresnos y enebro daban paso a hileras apretujadas de pinos y píceas, todo quedó envuelto de repente en una neblina blancuzca, y si bien no pronunciaron palabra, ambos miraron hacia arriba con creciente preocupación, temerosos de que, después de haber llegado hasta allí, su destino fuera inaccesible. Sin embargo, no podían hacer nada al respecto y siguieron adelante en silencio. Al cabo de diez kilómetros, salieron de la autopista para tomar la carretera comarcal que llevaba a Berchtesgaden. Un río espumeante discurría a su derecha, y el cemento húmedo se deslizaba veloz bajo el coche como una cinta que se rebobinara. Laila observó que Ben Roi no dejaba de mirar por el retrovisor, aunque no había tráfico en la carretera.
Munich
Aunque su avión aterrizó veinte minutos antes de lo previsto, Jalifa perdió todo ese tiempo y más en el control de pasaportes, donde incluso con su identificación oficial de policía de Egipto tardó en convencer a la agente de servicio (una mujer robusta, con cara de amargada, pelo muy corto y los pechos más grandes que Jalifa había visto en su vida) de que no era un inmigrante ilegal que intentaba colarse en el país para aprovecharse del sistema de seguridad social (el hecho de que tuviera un billete de vuelta abierto y no hablara alemán tampoco contribuyó a solucionar las cosas). Cuando consiguió convencerla, comprar un plano, recoger el Volkswagen Polo que había alquilado, salir del aeropuerto y tomar la autopista que iba hacia el este, ya empezaba a anochecer y las últimas bocanadas de luz diurna se disolvían rápidamente en la bruma espesa e indefinida del ocaso.
En otras circunstancias se habría tomado las cosas con más calma, se habría concedido tiempo para contemplar el nuevo entorno: las verdes praderas, las onduladas colinas cubiertas de bosques, los pueblos, muy bonitos con sus iglesias con cúpula de bulbo y pulcras casas de tejado rojo. Todo le resultaba extraño, completamente distinto del desierto abrasado por el sol que constituía su mundo. Sin embargo, dada la ventaja que le llevaba Ben Roi, no quedaba tiempo para esos lujos, y tampoco estaba de humor para disfrutar de ellos. Después de lanzar una rápida mirada al paisaje, pasó al carril más rápido de la autopista y pisando el acelerador avanzó en dirección al crepúsculo, sin hacer caso de los letreros que indicaban que la velocidad máxima era de cien kilómetros por hora.
Tan sólo en un momento del viaje se permitió unos instantes de distracción. Había entrado en una estación de servicio Dea para llenar el depósito y comprar cigarrillos, y estaba a punto de subir al coche cuando, en un terraplén herboso que había al otro lado de la gasolinera, vio una pequeña mancha de nieve, no más grande que la manta de la cunita de un niño, un recuerdo de lo que había sido una capa más extensa. Nunca había visto la nieve, al menos de verdad, y mucho menos la había tocado. Aunque oía cómo los minutos se desgranaban en su cabeza, fue incapaz de resistir la tentación de acercarse y apoyar la mano sobre la superficie helada, donde la retuvo un momento como si acariciara un animal desconocido, antes de volver corriendo al coche y proseguir su camino.
Ya verás cuando se lo diga a Zainab, pensó, con la palma todavía fría. No me creerá. ¡Nieve!
Allahu akbar!
Berchtesgaden
Pararon en una ferretería de la carretera que se hallaba a unos cinco kilómetros de Berchtesgaden para comprar linternas y ropa de invierno. Después salieron de la autopista y empezaron a subir por las montañas.
Aunque ya había oscurecido, el cielo estaba iluminado por las primeras estrellas nocturnas y por una luna llena color hielo que bañaba todo cuanto los rodeaba de un resplandor plateado, como si el paisaje no fuera algo natural, sino una maqueta de peltre. Grupos de luces desperdigadas indicaban pueblos aislados y granjas, y en las tierras bajas varios pares de faros delanteros avanzaban poco a poco en la oscuridad por la autopista Berchtesgaden-Salzburgo. Sin embargo, no encontraron coches en la carretera que habían tomado, y después de atravesar el pueblo de Oberau, con su conjunto de casas alpinas de tejados rojos y verdes, las luces de las viviendas desaparecieron también y dejaron el mundo en silencio, desierto y sosegado, desprovisto de todo rastro de humanidad, salvo la propia carretera y, cada kilómetro más o menos, un gran letrero que anunciaba que seguían algo llamado Rossfeld-Hohen-Ringstrasse.
—¿Estás segura de que vamos bien? —preguntó Ben Roi, mientras ponía las luces largas.
Laila asintió y puso un dedo en el plano.
—La carretera va dando vueltas a las estribaciones del Hoher Goll y luego desciende de nuevo hacia Berchtesgaden. Según el libro de Schlegel, el camino que va a la mina empieza en el punto más elevado. Hemos de buscar una especie de edificio en ruinas.
El israelí gruñó, lanzó una nueva mirada por el espejo retrovisor, pisó el freno al tomar una curva cerrada y aceleró. Los faros taladraron las tinieblas.
Se hallaban muy por encima de la línea en que empezaba la nieve, y todo cuanto los rodeaba se encontraba sumergido bajo una capa inmaculada de un blanco reluciente: nieve en la tierra, nieve en los árboles, nieve amontonada que formaba muros de un metro de alto a ambos lados. No obstante, la calzada estaba despejada, y continuaron ascendiendo sin obstáculos por la ruta serpenteante, con curvas cada vez más cerradas. La abrupta pared del Hoher Goll cada vez más amenazadora, ante ellos. Luego la carretera discurrió por un terreno liso a lo largo de un kilómetro, entre un espeso bosque de pinos, antes de empezar a descender. De inmediato, en la punta de una larga curva, los faros del coche iluminaron un pequeño edificio en ruinas situado en un claro, a la izquierda de la carretera; sus paredes de piedra derruidas estaban cubiertas por una gruesa capa de nieve. Cuando se acercaron y aminoraron la velocidad, Laila señaló un pequeño letrero de madera con una flecha amarilla que indicaba hacia arriba.
—La Senda del Hoher Goll —dijo.
Pararon y bajaron. Por un momento se quedaron quietos examinando los alrededores, envueltos en el silencio, expulsando nubes de vapor helado por la boca. Después, sin decir nada, se pusieron las botas, los chaquetones y los guantes, encendieron las linternas y empezaron a adentrarse en el bosque siguiendo lo que en meses más cálidos debía de ser un camino o sendero, pero que ahora no era más que una reluciente avenida de nieve que ascendía suavemente entre las hileras apretadas de pinos.
La ascensión no fue difícil durante los primeros doscientos metros, ya que la cuesta era suave y sólo se hundían en la nieve hasta los tobillos. Poco a poco, empero, la pendiente se hizo más pronunciada y la nieve, más profunda, primero hasta las pantorrillas, después hasta las rodillas, y en algunos puntos hasta los muslos, de modo que su avance fue lento, dificultoso y agotador. Hacía un frío terrible, y los troncos de árboles apiñados alrededor hacían que se desorientaran, por lo que se detenían cada vez con mayor frecuencia para comprobar que no se habían salido del sendero, el cual se negaba a seguir una línea recta y prefería serpentear de un lado a otro como si quisiera quitárselos de encima. De no ser por las flechas amarillas clavadas a intervalos regulares en los troncos de los árboles, y el hecho de saber que no debían parar de ascender, habrían perdido mucho antes el sentido de la orientación.
El libro de Isaac Schlegel indicaba que había una subida de media hora hasta la mina. Debido a las condiciones atmosféricas, tardaron casi una hora y media en notar que el suelo se allanaba bajo sus pies y, cubiertos por una corteza de nieve de cintura para abajo, desembocaron, como si salieran de un túnel, en un amplio claro situado al pie de una pared de roca negra.
—Gracias a Dios —jadeó Laila, sin aliento.
Ben Roi sacó la petaca y, entre toses, bebió varios tragos largos.
Se concedieron medio minuto y después, todavía sin aliento, avanzaron hacia un par de escalones y levantaron las linternas. Iluminaron la pared rocosa hasta localizar la entrada de la mina, un rectángulo oscuro con tablas de madera clavadas de través para impedir el acceso. Intercambiaron una breve mirada, sin distinguir las facciones del otro a causa del velo de vapor que surgía de sus bocas, y luego atravesaron el claro entre montículos de roca y escoria cubiertos de nieve hasta llegar a la mina. Tres patadas no demasiado fuertes y unos cuantos tirones bastaron para acabar con la débil barrera, la cual dejó al descubierto un pasadizo tétrico y oscuro que se adentraba en la ladera, con el techo sostenido a intervalos regulares por puntales de madera y sus estrechos confines invadidos por una negrura tan sólida que Laila pensó que podría arrancar un pedazo si tendía la mano. Durante un breve y angustioso momento se encontró sumergida en su pesadilla recurrente (la celda subterránea, el animal al acecho, la oscuridad siniestra), antes de que el ruido de Ben Roi al avanzar la devolviera a la realidad. Le siguió, con la sensación de que las paredes la aplastaban, el corazón martilleando en su pecho, hasta que, al cabo de diez metros, el israelí se detuvo de repente. Su enorme cuerpo bloqueaba todo el pasillo.
—¡Joder!
—¿Qué?
—¡Joder!
Laila llegó a su lado y el haz de su linterna se unió al de él para arrojar un tubo de luz hacia la negrura. Cuarenta metros más adelante, el pasillo terminaba abruptamente, cortado por una pared de enormes rocas desmoronadas en el punto donde el techo de la caverna se había derrumbado.
—¡Joder! —repitió Ben Roi.
Berchtesgaden
Jalifa entró en Berchtesgaden procedente del norte, por la carretera de Bad Riechenhall. El interior del Polo estaba invadido de humo de tabaco, y el cenicero del salpicadero rebosaba de colillas. Frenó delante de la estación de tren para consultar el plano y, cuando volvió a ponerse en marcha, lanzó una mirada burlona a un grupo de hombres que caminaban por la acera de enfrente vestidos con pantalones cortos de cuero (¡Dios mío, con este tiempo!), antes de girar a la derecha para cruzar el río Berchtesgadener Ache y dirigirse hacia las montañas.