El detective ya había reconocido al más joven, un hombre apuesto de casi cuarenta años y pelo negro, con una kefía de cuadros rojos y blancos sobre el hombro. Saeb Marsudi, el activista palestino convertido en político, un héroe no sólo para su pueblo sino, tras liderar la Primera Intifada a finales de los ochenta, para todo el mundo árabe (Jalifa todavía recordaba las míticas imágenes televisivas de Marsudi envuelto en la bandera palestina, arrodillado y rezando ante una hilera de tanques israelíes que avanzaban). El otro hombre, de mayor edad, estatura mediana, flaco, con un casquete blanco en la cabeza, un puro sujeto entre los dientes y, en la mejilla derecha, una cicatriz dentada en forma de hoz que descendía desde la altura del ojo a la barbilla... Jalifa le había visto antes, aunque al principio fue incapaz de precisar dónde. Sólo al cabo de unos segundos recordó que había sido en la villa de Piet Jansen, la primera noche que había ido, en la foto de la portada de
Time.
Masan, Maban, algo así. Un político. ¿O era un soldado? Israelí, en cualquier caso.
No consiguió identificar al cuarto hombre, el que estaba de pie, aunque había algo en él (el cuerpo recio, como el de un oso, el rostro hosco, la forma en que bebía sin parar de la petaca que sostenía en la mano) que no le gustó. Rufianesco, fue su impresión inmediata. Y también borrachín, a juzgar por el aspecto. Repugnante. Le miró un momento, luego bajó la vista y tomó un sorbo de té.
—Bien —dijo Gulami, al tiempo que sacaba una ristra de cuentas de ámbar del bolsillo de la chaqueta y empezaba a pasarlas entre el índice y el pulgar de la mano izquierda—. Ahora que estamos todos, pongamos manos a la obra.
Se volvió hacia Jalifa.
—Para empezar, inspector, debo subrayar la absoluta confidencialidad de lo que va a oír esta noche. La absoluta confidencialidad. Usted no ha estado en este lugar. No ha visto a esta gente. Esta reunión no ha tenido lugar. ¿Me he expresado con claridad?
El detective deseaba formular numerosas preguntas, además de toda una serie de comentarios sobre la forma en que le habían tratado. Sin embargo, no pensaba hacerlo ante alguien tan poderoso como el ministro de Asuntos Exteriores de su país, de modo que se limitó a murmurar un «sí». Gulami sostuvo su mirada, mientras las cuentas pasaban entre sus dedos con un suave chasquido; después asintió, se reclinó en la butaca y cruzó las piernas.
—Creo que Saeb Marsudi no necesita presentaciones.
Señaló al hombre de la kefía, que inclinó la cabeza en dirección a Jalifa. El detective observó que sus manos estaban enlazadas con tal fuerza que daba la impresión de que la piel de los nudillos iba a reventar.
—El general de división Yehuda Milan —continuó Gulami señalando con la cabeza al hombre del puro—. Fue uno de los soldados más notables de su país y ahora es uno de sus políticos más respetados. Además de uno de sus políticos más esclarecidos y valientes, debería añadir.
Milan también saludó con la cabeza a Jalifa, al tiempo que daba una lenta chupada a su puro.
—El inspector detective Arieh Ben Roi. —Gulami movió la ristra de cuentas hacia la figura que estaba de pie en un rincón—. Creo que ya se conocen.
Por pura educación, Jalifa alzó una mano a modo de saludo, irritado consigo mismo por no haber adivinado antes la identidad del hombre. Ben Roi no hizo ningún esfuerzo por devolverle el saludo; se limitó a mirarle desde las sombras, con una expresión claramente hostil.
—Se lo voy a repetir, inspector —continuó Gulami—. Lo que oiga esta noche no debe salir de estas cuatro paredes y el interior de su cabeza. Hay mucho en juego, más de lo que usted cree, y no quiero que se frustre porque alguien se vaya de la lengua. ¿Me ha entendido?
Jalifa murmuró otro «Sí, señor». Ansiaba saber qué estaba pasando, pero intuía que no le tocaba a él preguntar, que fuera cual fuese el motivo de su presencia, se le revelaría cuando Gulami lo considerara pertinente. El ministro de Asuntos Exteriores le miró a través de sus gruesas gafas de montura negra y después se volvió hacia Milan y Marsudi, los cuales inclinaron apenas la cabeza, como diciendo: «De acuerdo, dígaselo».
—Muy bien. —Gulami se reclinó en la butaca y contempló sus cuentas. Cuando habló de nuevo, bajó la voz, como si a pesar de estar en un lugar remoto y aislado tuviera miedo de que le oyeran—. Durante los últimos catorce meses, el gobierno de la República Árabe de Egipto ha brindado este edificio al
sais
Marsudi y al general de división Milan como un lugar seguro y neutral en el que poder reunirse y hablar, lejos de los focos de los medios y las presiones de sus situaciones políticas nacionales. Ambos han dedicado su vida a luchar por sus respectivos pueblos, ambos han sufrido grandes pérdidas personales en nombre de esos pueblos...
Milan se removió en su asiento, al tiempo que miraba a Ben Roi.
—... y ambos, cada uno por su cuenta, han llegado a la conclusión de que esos mismos pueblos están condenados a la catástrofe hasta que sean capaces de encontrar una forma nueva de relacionarse, un camino diferente. Su propósito es intentar abrir ese otro camino, desarrollar propuestas para un acuerdo viable,
inshallah
, y duradero que acabe con el conflicto que ha asolado su tierra durante tanto tiempo.
Jalifa no se esperaba eso. Se mordió el labio, mientras paseaba la vista entre los tres hombres sentados, con una vaga sensación de miedo que empezaba a insinuarse entre sus costillas, como un nadador que, consciente ya de que está demasiado lejos de la orilla, empieza a darse cuenta de que se halla en aguas más profundas de lo que había imaginado.
Siguió una pausa, y las palabras de Gulami parecieron pender en el aire como un eco que perdurara en el fondo de una gran caverna. Después, el ministro de Asuntos Exteriores extendió una mano hacia Marsudi para invitarle a hablar. El palestino se inclinó en su asiento.
—No le haré perder el tiempo con detalles, inspector —empezó. Sus ojos castaños brillaban a la luz de las lámparas de queroseno—. Para los propósitos actuales, le bastará saber que, durante los encuentros celebrados aquí en los últimos catorce meses, y no sin algunas palabras agrias, se lo puedo asegurar —dijo lanzando una mirada a Milan—, hemos elaborado algunas propuestas que, en el nombre de la paz, van más allá, aceptan riesgos mayores y ceden más de lo que se había contemplado antes en cualquiera de los dos bandos.
Había una taza de agua en el suelo, a su lado. La levantó y bebió un sorbo.
—Somos simples particulares, compréndalo, no representamos a nuestros gobiernos, no existe respaldo oficial a estas conversaciones, no poseemos autoridad legislativa para llevar a la práctica las propuestas que hemos desarrollado. Lo que sí tenemos, precisamente porque, como ha explicado el
sais
Gulami, hemos dedicado tanto tiempo a luchar por nuestras causas —añadió desviando de nuevo la vista hacia el israelí—, es fe y confianza en la mayoría de nuestros pueblos. Fe y confianza suficientes, creo, para que escuchen y, con la ayuda de Dios, apoyen ideas que, viniendo de otros compatriotas, serían desechadas en el mejor de los casos como una utopía imposible y, en el peor, como alta traición.
A su lado, Milan expulsó una nube de humo de habano. La cicatriz de su mejilla pareció brillar a la tenue luz como una delgada vena de cristal.
—No nos hacemos ilusiones —dijo, recogiendo el testigo, con voz profunda, ronca y lenta, como una serie de notas tocadas en los pistones más bajos de un oboe—. Las propuestas que hemos formulado son muy controvertidas, exigirán inmensos sacrificios por ambas partes. Su puesta en práctica comportará dolor, conflictos y recelos. Hará falta una generación, dos, tal vez tres, para que las heridas empiecen a cicatrizar. Incluso entonces, habrá muchos de ambos bandos que se nieguen a apoyarnos.
—Y pese a eso —intervino de nuevo Marsudi—, creemos que, si somos capaces de persuadir a la mayoría de nuestro pueblo de que las acepte, estas propuestas ofrecen la mejor, tal vez la única, posibilidad de dar una solución realista y duradera a los problemas de nuestra tierra. También creemos que, cuando los dos aparezcamos en público juntos, enemigos implacables durante tanto tiempo, unidos en la causa de la paz, una buena parte de nuestro pueblo se convencerá. Hay que convencerlos, la verdad. Porque, tal como están las cosas ahora...
Se encogió de hombros y guardó silencio. Milan dio una chupada al puro, Gulami siguió acariciando sus cuentas, en el rincón Ben Roi manoseaba su petaca, con el ceño fruncido; Jalifa ignoraba si se debía a que desaprobaba lo que acababa de oír, o porque algún otro pensamiento ocupaba su gigantesca cabeza. Bebió un poco de té, que ya empezaba a enfriarse, sacó sus cigarrillos y encendió uno. Transcurrieron quince segundos, veinte.
—No lo entiendo —dijo. Su voz era débil, reflejaba que estaba intimidado, la voz de un niño sentado en una habitación llena de adultos—. ¿Qué tiene que ver todo eso con al-Hakim?
Por un momento, Gulami pareció no comprender el comentario. Después emitió un gruñido jocoso al darse cuenta de lo que estaba pensando Jalifa.
—¿Pensaba...? —Chasqueó la lengua y meneó la cabeza—. Faruk al-Hakim era un pedazo de mierda. Una desgracia para su profesión y su país. Usted nos ha hecho un favor a todos al revelar lo que era en realidad. Tenga la seguridad de que no le hemos traído hasta aquí para castigarle por descubrir sus sórdidos secretillos.
Jalifa dio otra nerviosa calada al cigarrillo y exhaló el humo antes de que hubiera tenido tiempo de penetrar en sus pulmones.
—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué me están contando todo esto?
Gulami sostuvo su mirada un momento y después desvió la vista hacia Milan. El israelí se reclinó en su asiento y miró a Jalifa. Siguió una pausa interminable.
—¿Qué sabe acerca de la Menorah, inspector? —preguntó por fin.
Una vez más, el detective se mostró sorprendido. Vaciló, desconcertado. La mirada de Milan parecía quemarle.
—No veo que tiene...
La mano de Gulami se posó sobre su brazo, suave pero firme, y le indicó con un apretón que debía contestar a la pregunta. Jalifa se encogió de hombros, impotente.
—No sé... Es... Estaba en el templo de Jerusalén. Se perdió cuando la ciudad cayó en manos de los romanos...
Refirió en un murmullo todo lo que había averiguado durante los dos últimos días, lo cual no era mucho. Milan escuchaba en silencio, sin dejar de mirarle ni un solo momento. Cuando terminó, el israelí se levantó despacio de su asiento, se acercó al termo y se sirvió una taza de té, mientras la luz de la llama oscilante de la lámpara de queroseno teñía de naranja el humo de su puro, de modo que parecía envuelto en una capa de fuego. Siguió otra larga pausa antes de que Milan empezara a hablar, y su voz de barítono pareció más profunda y grave todavía, apenas audible.
—Toda fe, inspector, posee algo, un objeto, un símbolo, que es sagrado por encima de los demás y más que ningún otro encierra su esencia. Para los cristianos es la Cruz, para los musulmanes la Kaaba de La Meca. Para el pueblo judío, mi pueblo, es la Lámpara Sagrada. «Y el Señor os dará una luz eterna», como dijo el profeta Isaías, y esto es lo que la Lámpara siempre ha representado para nosotros: la luz de la creación, de la fe, del ser. Por eso, de todos los objetos que contenía el antiguo templo, era el más venerado y el más querido. Por eso, en nuestros tiempos, fue elegido como el emblema del Estado de Israel. Porque no hay nada más precioso para nosotros, ningún símbolo más puro de lo que somos y nos esforzamos por ser como pueblo. Porque, en pocas palabras, la luz de la Sagrada Menorah revela nada menos que el rostro de Dios nuestro Señor. No puedo exagerar su poder y significado.
Dio una larga y lenta calada al puro y dejó que la frase flotara en el aire unos momentos, mientras su rostro desaparecía tras una espesa cortina de humo.
—Y ahora, inspector... —Se volvió hacia Jalifa lentamente. Su sombra se proyectó y osciló en la pared que tenía detras—. Gracias a usted, la Menorah original, la primera Menorah, la Menorah de las menorahs, la que Bezalel forjó en la antigüedad y se creía perdida para siempre, ahora, de repente, después de tantos siglos, ha vuelto. Una vez más, no puedo exagerar la importancia de esto. Ni, lo más importante, del peligro.
Alzó un poco la voz al pronunciar la última palabra, cuyas sílabas parecieron hincharse y resonar, llenar la habitación. La sensación de miedo que había embargado a Jalifa durante los últimos diez minutos, la sensación de que, en contra de su voluntad, se estaba enredando cada vez más en algo que no acababa de comprender, se hizo más intensa de repente.
—Esto no es mi...
Gulami le apretó el brazo de nuevo para indicar que callara, que escuchara. Milan dio una calada al puro, sin dejar de mirar a Jalifa.
—Es una curiosa peculiaridad de la región en que vivimos, inspector, que los símbolos siempre hayan importado más que las vidas humanas. La muerte de un individuo puede ser trágica, pero con el tiempo la tristeza se desvanece. En cambio, la profanación de algo sagrado nunca se olvida ni perdona. Imagine la reacción de su pueblo si, por ejemplo, la Kaaba fuera destruida por cazas israelíes. A nosotros nos pasa lo mismo con la Menorah. Si un objeto tan mítico como ese cayera en malas manos, las manos de alguien como al-Mulatham, y fuera mancillado, destruido por él... créame, la herida colectiva que tal sacrilegio infligiría sería más profunda que mil atentados suicidas. Diez mil. Las pérdidas humanas pueden ser compensadas. Sin embargo, cuando se pierde algo sagrado, el dolor jamás remite. Ni en una generación, ni en dos, ni en tres. Nunca. Y tampoco la furia.
Dio unos golpecitos al puro para dejar caer la ceniza, levantó una mano y se frotó los ojos, con el rostro de pronto demacrado y los hombros hundidos como si hubieran de soportar un gran peso.
—Nuestros dos pueblos se hallan al borde del abismo, inspector. Saeb y yo creemos que podemos alejarlos de él, incluso ahora, incluso después de tanta sangre derramada. Sin embargo, si al-Mulatham encontrara la verdadera Menorah, o si la encontrara cualquier lunático fundamentalista de nuestro bando, y le aseguro que hay muchos, todos esperando una bandera así tras la cual agrupar a las fuerzas del fanatismo...
En el rincón de la habitación, Ben Roi se removió incómodo, mientras sus dedos acariciaban el colgante que portaba alrededor del cuello.