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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

El guardián de los arcanos (49 page)

Para su sorpresa, la anciana emitió una risita desagradable, como barro burbujeante.

—El enigma de Dieter —dijo, con un poco más de energía en su voz—. Antón y yo lo llamábamos así. Siempre hablaba de eso, sobre todo después de tomar un par de copas. Había encontrado algo que contribuiría a destruir a los judíos. «Aún puedo perjudicarlos, Inga», decía. «Aún puedo hacer daño a esos hijos de puta.»

Rio de nuevo, bajó las manos y se hundió en la almohada como si fuera un montón de nieve, mientras abría y cerraba los ojos.

—¿Le dijo qué era esa cosa? —preguntó Jalifa.

—No —contestó ella—, nunca.

—¿Dónde?

La mujer se encogió de hombros.

—Creo que en una ocasión habló de una caja fuerte, pero otra vez dijo que había dejado los detalles a un viejo amigo, de modo que quién sabe. Dieter podía ser muy reservado.

Suspiró y clavó la vista en el techo.

—Una nueva generación, en eso confiaba. Alguien a quien poder pasar el testigo, que ayudara a Alemania a ser fuerte de nuevo. Pero los años pasaban y no aparecía nadie, y después descubrió que tenía cáncer, de modo que decidió entregarlo a los palestinos. «Hay que darlo a quien lo necesita», dijo. Enviamos una carta en su nombre.

—¿Una carta? —Jalifa entornó los ojos.

—A una mujer palestina. De Jerusalén. Dieter pensaba que ella podría ayudarle. Al-Madani, así se llamaba. Laila al-Madani. No tengo ni idea de si ella le contestó. Eso espero. Hemos de seguir luchando. Demostrar a los judíos que no se van a salir con la suya. Sabandijas, eso es lo que son. Una plaga. Estábamos haciendo un favor al mundo. Usted ha de comprenderlo. Al fin y al cabo, somos sus amigos. Siempre hemos sido sus amigos.

Sus ojos se cerraban poco a poco, y su voz era cada vez más débil y lejana. Jalifa la miró, mientras intentaba, sin conseguirlo, sentir algo de compasión por ella, y luego se encaminó hacia la puerta. Cuando llegó, la mujer logró alzarse en la cama y le llamó.

—No corro peligro, ¿verdad? ¿No se lo dirá a los israelíes? ¿Me cuidará? Ellos también son sus enemigos, al fin y al cabo.

Jalifa se detuvo una fracción de segundo y, sin contestar, salió al pasillo y cerró la puerta.

61

Campo de refugiados de Kalandia,
entre Jerusalén y Ramallah

Yunis Abu Jish se levantó antes del alba, tras un par de horas de sueño inquieto. Después de lavarse en el grifo que había frente a su casa, una construcción provisional de ladrillos de ceniza, volvió a su dormitorio y empezó sus oraciones matutinas, en voz baja para no despertar a los cuatro hermanos menores con los que compartía la habitación.

Habían transcurrido tres días desde que recibió la llamada de al-Mulatham, y durante ese tiempo sus familiares habían percibido un cambio radical en el joven. Su rostro, ya de por sí demacrado y pálido, daba la impresión de haberse hundido todavía más en la catacumba ósea de su cráneo, como si lo hubieran chupado desde dentro, al tiempo que sus ojos de espesas pestañas parecían haberse hecho más grandes y oscuros, hasta adquirir una negrura insondable y opalescente, como agua de turbera.

Su comportamiento también había sufrido una transformación pasmosa. Si antes era hablador y extravertido, ahora se mostraba retraído, esquivaba la compañía de los demás, pasaba todo el tiempo solo, abismado en la oración y la contemplación solitaria.

«¿Qué pasa, Yunis? —le había preguntado su madre en más de una ocasión, alarmada por el súbito cambio que habían experimentado el aspecto y el comportamiento de su hijo—. ¿Estás enfermo? ¿Quieres que llame al médico?»

Le habría gustado dar explicaciones, compartir la carga que llevaba encima, una carga que aumentaba con cada día que pasaba, pues, por más que creía en la justicia de su causa, no era fácil afrontar la propia muerte. Le habían prohibido de manera expresa hablar del asunto, y en consecuencia había tranquilizado a su madre, y a todos los que se interesaban por su estado de salud, explicando que se encontraba bien, que estaba preocupado por algunas cosas y que no debían sufrir por él. Que con el tiempo lo comprenderían.

Terminó sus oraciones, recitó la
rekah
final y la
shahada
, y se quedó un momento mirando al menor de sus cuatro hermanos, Salim, de tan sólo seis años, que dormía en el colchón dispuesto sobre el suelo, con un brazo esquelético estirado al costado, como si estuviera buscando algo. No por primera vez durante los dos últimos días experimentó una punzada de horror al pensar en lo que le habían pedido, en el hecho de que se separaría para siempre de sus seres más queridos. Sólo duró unos segundos, para dar paso a la convicción de que era por amar tanto a estos seres que había tomado su trascendental decisión. Se inclinó y acarició el pelo del niño, susurrando palabras de afecto, explicando cuánto lamentaba el dolor que le causaría. Después se enderezó, tomó el Corán de la estantería situada junto a la cama y salió al amanecer gris y frío para continuar sus solitarios preparativos.

62

Jerusalén

Pasaban de las once de la mañana cuando Laila llegó por fin a su apartamento de Jerusalén Oriental. El calor era asfixiante, anormal para la época del año, el cielo estaba nublado y la atmósfera, que envolvía la ciudad como una gasa pegajosa, era pesada y soporífera. Tiró el móvil y la bolsa de viaje sobre el sofá, escuchó los mensajes del contestador (la habitual sarta de insultos, amenazas de muerte y preguntas sobre su último artículo), se desnudó y entró en el cuarto de baño para darse una ducha.

¿Qué hago ahora?, pensó, mientras el agua le caía sobre la cabeza y la cara. ¿Qué hago a continuación?

Lo que Hoth había descubierto en Castelombres (pese al escepticismo de la campesina francesa de la cesta de setas, Laila estaba segura de que Hoth había descubierto algo) parecía haber desaparecido de nuevo en el caos desencadenado al final de la Segunda Guerra Mundial. Si quedaba alguna documentación escrita sobre su paradero, no se había hecho pública. Y si bien, según Jean-Michel Dupont, todavía había miles de páginas de documentos y expedientes nazis que debían examinarse con detenimiento (decenas de miles), podría tardar meses, incluso años, en encontrar la información que buscaba. Eso en el caso de que dicha información existiera, cosa que no era segura.

¿Qué más? Estaba el chico palestino, el que le había entregado la misteriosa carta. Suponía que era factible hacer indagaciones sobre su identidad, seguirle el rastro, que la encaminaría hacia la persona que había escrito la carta. También podía volver a la iglesia del Santo Sepulcro y hablar otra vez con el padre Sergio, para comprobar si había pasado algo por alto en el primer encuentro, alguna pista sobre lo que Guillermo de Relincourt había desenterrado del suelo enlosado de la iglesia.

Ambas opciones se le antojaron inútiles. El padre Sergio había insistido en que no existían pruebas de lo que De Relincourt había encontrado, y tratar de localizar al chico palestino sería como buscar una aguja en un pajar. En un campo lleno de pajares. En un país lleno de malditos pajares. Todos los caminos parecían desembocar en un callejón sin salida.

Cerró el grifo del agua caliente con un suspiro de desaliento y abrió el del agua fría, para refrescarse y despejar la cabeza. En ese momento algo destelló en su mente, un recuerdo fugaz, algo relacionado con el problema que la atormentaba. Se desvaneció casi al instante, como una estrella fugaz que se disipa nada más aparecer, y la dejó con la sensación frustrante de que había pasado por alto algo importante, un rayo de luz infinitesimal. Giró el grifo y cerró los ojos, con la intención de rastrear el curso de sus pensamientos hacia atrás: el chico palestino, el padre Sergio, la iglesia, el suelo enlosado. Eso era, el suelo. El suelo enlosado de la iglesia. ¿Por qué era tan importante? ¿Qué intentaba recordar?

—Yalla
—masculló—. Vamos. ¿En qué estoy pensando? ¿Qué es? ¿Qué?

Por un momento, su mente siguió en blanco, y después oyó un sonido muy tenue. Un golpecito seco. Un golpecito seco que resonaba de una manera extraña, como algo que repiqueteara sobre la piedra. Clac clac clac. ¿Qué coño era? ¿Un martillo? ¿Un escoplo? No lograba identificarlo. Abrió los ojos, volvió a cerrarlos, se obligó a pensar en otra cosa y luego volvió a desviar su mente, como si intentara sorprender al sonido por detrás, pillarlo desprevenido antes de que pudiera escapar. Tuvo éxito. ¡Por supuesto! Era el sonido de un bastón, el del viejo judío que el padre Sergio le había señalado. «Viene cada día, puntual como un reloj. Convencido de que De Relincourt descubrió los Diez Mandamientos, el Arca de la Alianza o la espada del rey David. He olvidado qué. Algún objeto judío antiguo.»

En aquel momento había supuesto que el hombre era uno de los chiflados que revoloteaban alrededor de la historia de De Relincourt como polillas en torno a la llama de una vela. De hecho, era lo más probable. No obstante, después de lo que había descubierto sobre el Secreto de Castelombres, y sobre todo su relación con el judaismo y la historia de los judíos, no podía dejar de preguntarse si el viejo sabía algo que pudiera ayudarla. Era un tiro a ciegas. Sin embargo, puesto que las demás líneas de investigación parecían haber llegado a un callejón sin salida, sólo le quedaban tiros a ciegas. Al menos, valía la pena seguir la pista, aunque no diera ningún fruto, que parecía lo más probable.

Salió de la ducha, cogió una toalla, se secó y fue a su dormitorio. Se puso bragas, sujetador y una camisa, antes de que alguien empezara a aporrear la puerta.

—Espere —gritó.

El que llamaba no la oyó, o bien no estaba dispuesto a esperar, porque los golpes continuaron, cada vez más fuertes e insistentes, de modo que todo el piso parecía vibrar. Irritada, y de repente recelosa (los golpes eran demasiado persistentes para que se tratara de Fathi, el portero, o de algún conocido), se puso tejanos y zapatillas de deporte, agarró una toalla para secarse el pelo empapado, se acercó de puntillas a la puerta y aplicó el ojo a la mirilla.

En el rellano había un hombre corpulento y ancho de espaldas, un israelí, de nariz grande y rostro hosco, con una pistola Jericho encajada de forma amenazadora bajo el cinturón de sus tejanos. Por algún motivo, a Laila le dio mala espina al instante, como si presagiara peligro.

—¿Sí?

El hombre se detuvo cuando estaba a punto de llamar de nuevo y luego se inclinó hacia la puerta, de manera que su ojo aumentó de tamaño en la mirilla.

—Policía de Jerusalén —gruñó—. Abra.

Ben Roi había subido a su coche nada más terminar de hablar con Jalifa y había recorrido la distancia que separaba la comisaría de la calle Nablus en menos de tres minutos, para lo cual había sido preciso saltarse dos semáforos en rojo. Además había estado a punto de atropellar a un anciano
haredim
que había empezado a cruzar la calle sin molestarse en mirar a ambos lados.

Hoth, Gratz, Schlegel, la comunidad nazi fugitiva... Una historia extraordinaria, fascinante. Por otro lado, en cierto sentido resultaba decepcionante que al final el egipcio pareciera haber solucionado el caso sin su ayuda. Que su propia contribución a la investigación, al final, no hubiera resultado fundamental para la resolución del caso.

No obstante, no eran ni la fascinación ni la decepción lo que le espoleaba ahora, sobre todo después de lo que Jalifa le había dicho al final de la conversación, casi a modo de despedida, acerca de Laila al-Madani y la carta que Hoth le había enviado para pedirle que le ayudara a ponerse en contacto con al-Mulatham. Ahora experimentaba una descarga de adrenalina, la adrenalina feroz, en estado puro, de un boxeador que, tras meses de entrenamiento, está a punto de subir al cuadrilátero para enfrentarse a un contrincante largo tiempo anhelado.

Siempre había sabido que al final se enfrentaría con ella. O al menos durante el último año, después de leer el artículo escrito por al-Madani. No podía explicarse muy bien su obsesión por la periodista, y tampoco existían explicaciones racionales para el intenso dolor de estómago que le había provocado. Desde luego, si uno se fijaba bien, muy bien (cosa que él había hecho durante los últimos doce meses), se captaban indicios, taras imprecisas en la tela de la vida y obra de al-Madani, como las entrevistas que había hecho (¡a casi todos los terroristas suicidas, por el amor de Dios, a casi todos los terroristas suicidas!). Nada manifiesto, no obstante. Nada concluyente. Nada que explicara el grado de desconfianza y odio que había despertado en él. Sólo sabía que, con aquel artículo, la periodista había quedado grabada en su mente como el único vínculo humano y tangible con el hombre que había asesinado a su amada Galia, y en ese sentido no había dudado jamás que sus caminos llegarían a cruzarse. Que hubiera sucedido como consecuencia de este caso era inesperado. O quizá no. Tal vez era el motivo de que se hubiera visto arrastrado a la investigación, una certeza subconsciente de que eso sería lo que los reuniría. No sabía decirlo, y tampoco le importaba. Lo único importante era que, después de un año de vigilar y esperar, de investigar, seguir pistas, obsesionarse y padecer el dolor de estómago, por fin había llegado el momento de encontrarse cara a cara, de mirarla a los ojos y averiguar qué veía en ellos.

—Vamos —repitió, al tiempo que asestaba otro puñetazo a la puerta—. Abra.

—Primero la placa —dijo la voz de Laila desde el otro lado.

Ben Roi blasfemó, introdujo la mano en el bolsillo y sacó la placa, que acercó a la mirilla. Siguió una larga pausa, mucho más larga de lo necesario para que ella leyera los datos de la tarjeta, como si le hiciera esperar a propósito, para subrayar el hecho de que no se sentía intimidada por él, hasta que se oyó un chasquido y la puerta se abrió.

—Siempre es un placer dar la bienvenida a la Policía Nacional israelí —dijo Laila, mientras se secaba el pelo con una toalla.

Era más baja de lo que él esperaba, más delgada, casi de adolescente los pequeños montículos de los pechos, las caderas estrechas, detalles que no se captaban en las fotografías que le había hecho mientras estaba sentado, noche tras noche, frente a su apartamento, mirando sus ventanas, viéndola entrar y salir. También existía cierta dureza en ella, sobre todo en los ojos color esmeralda, la forma en que le miraban sin parpadear, sin arredrarse por su corpulencia, por el hecho de que habría podido volverla del revés con una sola mano.

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