Cuanto más miraba Ben Roi los dibujos, más le gritaba su instinto (el dolor de estómago) que eran los más trascendentales de toda la colección, el momento en que todo empezó a torcerse para Isaac y Hannah Schlegel, y por tanto, aunque no sabía por qué, la clave de la posterior vida y muerte de Hannah Schlegel. Los contempló durante largo rato, estudiando cada matiz y trazo, y después volvió a su taburete y se sentó.
—Señor Schlegel —dijo—, ¿qué puede decirme sobre los dibujos que hay al lado de la mesa? Los del arco.
Preguntó por preguntar no porque esperara respuesta. Para su sorpresa, sin embargo, Schlegel apartó poco a poco la vista de la ventana, la posó primero en él, luego en el libro que descansaba sobre su regazo y por último en Ben Roi de nuevo. El detective acercó el taburete unos centímetros, hasta que sus rodillas casi tocaron las del anciano.
—Son importantes, ¿verdad? —insistió, procurando hablar con voz calma y lenta, como alguien que se acercara de puntillas a un pájaro herido e hiciera lo posible por no asustarlo—. Explican por qué asesinaron a su hermana.
Era una mera suposición, un disparo al azar, pero dio en la diana, pues el anciano parpadeó y, como a cámara lenta, una única lágrima cristalina se formó en su ojo izquierdo, osciló como un equilibrista sobre la cuerda floja en el párpado inferior, y cayó por fin sobre la mejilla.
—¿Qué ocurrió en ese arco? —preguntó Ben Roi—. ¿Quiénes son los de los azadones?
Schlegel volvió a bajar la vista hacia el libro, luego la alzó, con las pupilas húmedas y grises, una mirada distante y vaga en los ojos, como si no estuviera mirando algo de la habitación, sino un lugar lejano en el tiempo y en el espacio.
—Por favor, Isaac. ¿Qué ocurrió en ese arco? ¿Quién es el gigante de los ojos rojos?
El anciano no contestó. Continuó con la vista clavada en la lejanía, canturreando para sí, mientras acariciaba el libro con una mano. Ben Roi intentó retener su atención, retenerle en el presente, pero fue inútil. Después de aquella breve chispa de conciencia, el anciano se había replegado de nuevo en su mundo, como un guijarro que se hundiera en las profundidades de un lago oscuro. El detective siguió haciendo preguntas durante un rato, y luego, al comprender que perdía el tiempo, que el momento había pasado, suspiró y consultó su reloj. Los veinte minutos casi se habían agotado. Como para corroborarlo, oyó unos pasos que se acercaban por el pasillo.
—Mierda —masculló.
Tamborileó con los dedos sobre sus rodillas, derrotado, y al introducir la mano en el bolsillo para coger la petaca sacó sin querer una hoja de papel arrugada, una fotocopia de la foto de Piet Jansen que Jalifa le había enviado por fax la tarde anterior. La había traído con la esperanza de que Schlegel pudiera decirle algo al respecto, pero ahora aceptó que era una intención vana. La arrojó a la papelera que había junto a la silla del anciano, desenroscó la petaca y bebió un largo trago. Estaba tan concentrado en engullir la mayor cantidad de líquido posible antes de que llegara la doctora Nissim, que no se fijó en que Schlegel se inclinaba despacio para recuperar el papel y contemplaba la foto en blanco y negro. Sólo cuando hubo vaciado el contenido de la petaca y volvía a enroscar el tapón, reparó en lo que hacía el anciano.
—¿Le suena? —gruñó, mientras guardaba la petaca en el bolsillo, hablando más para sí que para Schlegel—. Aunque supongo que ya nada le suena, ¿verdad?
Si captó el sarcasmo, el anciano no lo demostró. Lo que sí hizo, de repente, fue tender la foto hacia Ben Roi, abrir la boca y emitir el chillido más feroz, terrorífico y ensordecedor que el detective había oído en su vida.
Tal vez no había obtenido todas las respuestas que deseaba, pero al menos una cosa estaba clara: Isaac Schlegel sabía muy bien quién era Piet Jansen. Y sentía pavor de él.
El Cairo
En cuanto abandonó el intrincado laberinto de la Ciudad Vieja, pasó bajo sus muros y regresó al mundo exterior, el encuentro en la sinagoga pareció desvanecerse en la mente de Jalifa como la niebla matutina bajo el calor del sol. Cuando llegó a la estación de metro, le costaba recordar los detalles del interior de la sinagoga y cómo era el hombre que había conocido en ella. Y cuando estuvo de vuelta en el-Maadi, mientras caminaba a buen paso por sus avenidas flanqueadas de árboles en dirección al bloque de apartamentos de los Gratz, empezó a preguntarse si todo aquello no había sido más que una especie de elaborada fantasía. Sólo recordaba con claridad los penetrantes ojos azul zafiro y la curiosa lámpara de siete brazos, y hasta eso salió catapultado a los recovecos de su conciencia cuando, al doblar una esquina, vio un grupo de coches de policía y ambulancias delante del edificio de los Gratz. El bloque debía de albergar a docenas de residentes, pero supo de inmediato, por intuición, que los amigos de Piet Jansen eran el motivo del tumulto. Echó a correr.
—¿Qué pasa? —preguntó a un policía, al tiempo que mostraba su tarjeta de identificación.
—Han oído tiros —contestó el hombre—. Dos muertos.
—¡Oh, Dios! ¿Cuándo?
—Hará un par de horas, tal vez más. No estoy seguro. Acabo de llegar.
Se maldijo por no prever que algo así podía suceder, pasó bajo la cinta policial y, sin soltar la estatuilla de Horus, entró en el edificio y subió corriendo a la tercera planta.
El piso de los Gratz estaba lleno de gente, policías de paisano, fotógrafos, policía científica con bata blanca y guantes de goma, y se oía el parloteo entrecortado que siempre parecía acompañar a este tipo de escenas, en parte agitación, en parte nerviosismo. Preguntó quién estaba al mando y le indicaron una puerta a mitad del pasillo, de la cual surgía el destello incesante de cámaras fotográficas. Se encaminó hacia ella y, tras un momento de vacilación (Ha sido culpa mía, pensó. Yo soy el causante de esto), entró.
Se encontró en un dormitorio, con una cama doble al fondo, la pared de atrás salpicada de sangre coagulada. La cama estaba cubierta por lo que Jalifa creyó al principio que era una especie de sábana o manta, pero al cabo de un momento reparó en que se trataba de una gran bandera roja con la esvástica en el centro. La tela, empapada en sangre y sembrada de trocitos de carne y piel, estaba hundida y arrugada, como si alguien se hubiera acostado encima. Aún persistía un leve rastro de cordita en el aire (ácido, corrosivo), y otro olor que no logró identificar, como de almendras quemadas. Había una sola bolsa de cadáveres negra en el suelo, al lado de la cama, lisa, reluciente, como una crisálida gigantesca.
—¿Quién es usted?
Un hombre gordo y barbudo, el detective encargado del caso a juzgar por su actitud, le miraba desde el otro lado de la habitación. Jalifa se acercó, mostró su identificación de nuevo y explicó el motivo de su presencia.
—¿Qué ha pasado?
El hombre gruñó, sacó una barrita de Mars del bolsillo y rompió el envoltorio.
—Una especie de pacto suicida, al parecer. El tipo se voló los sesos... —explicó tocando la bolsa de cadáveres con la punta del zapato—. Y la mujer ingirió medio frasco de ácido prúsico. Los vecinos oyeron el disparo, nos llamaron. No hay terceros implicados, por lo que sabemos.
Dio un mordisco a la barrita de chocolate, sin que al parecer le afectaran las paredes y sábanas manchadas de sangre.
—Nunca había visto nada semejante —farfulló con la boca llena—. Los dos tirados en la cama, cogidos de la mano, la habitación como un matadero, él con uniforme militar, ella vestida de novia, por el amor de Dios. Chungo.
Se metió el resto de la barrita en la boca, dio media vuelta e indicó por gestos al fotógrafo que quería más fotos de la bandera manchada de sangre. Jalifa sacó su paquete de cigarrillos, pero tras recibir una mirada desaprobadora de un agente de la policía científica lo guardó de nuevo.
Está maldito, pensó; todo el caso. Haga lo que haga, vaya a donde vaya, todo son callejones sin salida, muerte y horror. Lo odio. Odio todo este asunto.
—¿Dónde está el cuerpo de la mujer? —preguntó al cabo de un momento.
—¿Hum? —El detective se volvió hacia él—. Ah, la han llevado al As-Salam International. Para hacerle un lavado de estómago, o lo que haga falta en estas circunstancias.
Jalifa tardó un segundo en captar el significado de estas palabras.
—Pensaba... —Un escalofrío le recorrió la columna vertebral—. Me dijeron que los dos habían muerto.
—¿Qué? No, no, la vieja sobrevivió, por los pelos. Veinte minutos más y habría terminado como su marido. —Dio otro empujón con el pie a la bolsa de cadáveres—. Afortunada. O no, según como se mire. A quién se le ocurre ponerse un puto vestido de novia. Lo más raro que he visto...
No pudo terminar la frase, porque Jalifa ya había dado media vuelta y salido escopeteado de la habitación.
Francia
Laila desvió el coche alquilado, un Renault Clio color morado, hacia la cuneta, dejó el motor en marcha y se inclinó para mirar a través del parabrisas las murallas del castillo de Montségur en lo alto. Se quedó así un momento contemplando los muros grises desnudos, la cumbre rocosa en forma de cráneo sobre la que se alzaba el castillo, como un barco sobre la cresta de una ola. Después se reclinó en el asiento y echó un vistazo al plano desplegado sobre el asiento del pasajero, volvió a la carretera y continuó su camino.
Tardó otros veinte minutos en llegar a Castelombres. Había comprado un par de guías en Toulouse, lo cual fue una suerte porque sin ellas le habría costado encontrar el pueblo de Castelombres (apenas una hilera de casas y granjas dispersas que ni siquiera aparecía en el plano), y no habría tenido la menor esperanza de localizar su castillo en ruinas, que se hallaba a tres kilómetros de la aldea y lejos de la pista forestal. Incluso con las guías, las ruinas no eran fáciles de encontrar, pues había que ascender por una pista empinada que serpenteaba hasta lo alto de las colinas, después cruzar a pie dos campos cenagosos y seguir subiendo a través de un espeso bosque de espinos y boj gigantesco, por un sendero difícil que en otro tiempo debía de estar bien conservado, pero que ahora se hallaba tan invadido de malas hierbas que no se distinguía de la vegetación circundante. Tan lejos se hallaba el castillo, tan escondido, que Laila estaba a punto de volver sobre sus pasos, convencida de que se había equivocado de camino, cuando el bosque dio paso de repente a una amplia terraza herbosa cortada en la ladera, con vistas espectaculares de las colinas circundantes y, al fondo, el valle. Un letrero de madera roto a su izquierda anunciaba: ...
ÂTEAU DE CASTELOMBRES.
Quien había destruido el castillo hizo un buen trabajo, porque apenas quedaba nada de él, sólo algunos bloques dispersos de piedra, un par de paredes desmoronadas, la más alta de las cuales le llegaba a la rodilla, y una sola columna agujereada caída de costado en una masa de hierba, como un tronco podrido. Sólo una cosa daba idea del edificio monumental que debió de ser: un magnífico arco al final de la terraza, muy alto, muy estrecho; sus piedras estaban rodeadas de zarcillos serpenteantes de hiedra negra y su vértice formaba una punta afilada que parecía arañar el cielo, como una plumilla que escribiera en una hoja de pergamino gris.
Laila caminó hacia allí, pues supuso que debía de ser una puerta, y al llegar se dio cuenta de que eran los restos de una ventana, de hermosa construcción, con una delicada tracería de lazos, espirales y, en algunos puntos, apenas visibles bajo la gruesa capa de hiedra, flores diminutas talladas en la piedra. El lugar producía una sensación de melancolía casi insoportable, un ojo solitario que contemplaba las colinas, y después de echar un vistazo, Laila dio media vuelta, se ciñó la chaqueta para protegerse del viento frío que había empezado a soplar de repente desde el sur y caminó entre las ruinas.
Con independencia de lo que hubieran hecho allí, los alemanes no habían dejado huella de su presencia, y al cabo de veinte minutos Laila se aburrió del lugar y se encaminó hacia el sendero por el que había subido. En ese momento, oyó un crujido de ramas algo más abajo, acompañado por el lento sonido de unas pisadas, que fue aumentando de intensidad hasta que una mujer de edad avanzada y cara encarnada salió del follaje a la terraza, calzada con botas Wellington y cubierta con una pesada chaqueta marrón. Llevaba en la mano una gran cesta de mimbre llena en sus tres cuartas partes de setas.
—Bonjour
—dijo cuando vio a Laila. Su pronunciado acento del Languedoc alargó y desfiguró la palabra, que sonó algo así como «bangyur».
Laila le devolvió el saludo en francés y añadió, por pura educación, un par de comentarios elogiosos sobre la cosecha de setas de la mujer.
—Ah, no está mal —dijo la campesina, sonriente—. Ya no es temporada, pero todavía se pueden encontrar si se sabe buscar. ¿Es usted española?
—Palestina.
La mujer enarcó las cejas, algo sorprendida.
—¿Está de vacaciones?
—Soy periodista.
—Ah.
Se encaminó hacia el bloque de piedra más cercano, dejó la cesta encima y empezó a examinar su contenido.
—Supongo que ha venido para escribir un artículo sobre los alemanes —aventuró la mujer tras un breve silencio.
Laila se encogió de hombros y hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta.
—¿Se acuerda de ellos? —preguntó.
La mujer negó con la cabeza.
—La verdad es que no. Sólo tenía cinco años en aquel tiempo. Recuerdo que se alojaban en una casa que había al final del pueblo, y que mi padre nos decía que no habláramos con ellos, que no nos acercáramos al castillo, pero aparte de eso...
Se encogió de hombros, alzó una gran seta amarilla, la olió, asintió con la cabeza en un gesto de satisfacción y la tendió hacia Laila.
—Girolle
—explicó.
Laila se inclinó y percibió el aroma de la seta, un olor orgánico e intenso.
—Preciosa —dijo—. ¿Qué cree que encontraron aquí arriba?
La mujer gruñó y devolvió la seta a la cesta.
—No creo que encontraran nada. Imagino que es una buena historia, pero la verdad es que la gente había estado cavando aquí durante siglos, en busca de un tesoro enterrado. Si había algo que encontrar, lo habrían descubierto mucho antes de que llegaran los alemanes. Eso creo yo, al menos. Habrá otros que no estarán de acuerdo.
A lo lejos se oyó el retumbar de un trueno.