Esa mañana, sin embargo, estaba absorto en otras cosas y, después de mirar por la ventanilla unos momentos, desvió la vista de nuevo, apuró el café y se concentró en el caso que tenía entre manos.
Había querido viajar a El Cairo la tarde anterior, después de su conversación con Ben Roi. Por desgracia, el protocolo del cuerpo dictaba que no podía aparecer en el territorio de otra comisaría sin una especie de notificación oficial, y cuando por fin logró sortear todos los trámites burocráticos el último avión con destino a la capital ya había despegado. Lo cual demostró ser un golpe de suerte, porque el retraso le había permitido indagar un poco en los antecedentes de los misteriosos señores Gratz, con resultados muy interesantes.
Para empezar, resultaba que Antón Gratz había estado al frente de una empresa mediana de importación de frutas y verduras. Según Ben Roi, el Gad o Getz que había ordenado la destrucción del piso de Hannah Schlegel en Jerusalén se dedicaba al negocio de la fruta. Jalifa ya había dado por sentado que Getz y Gratz eran la misma persona, pero esta nueva información parecía confirmarlo.
Por otra parte, tal vez más enigmáticas eran las similitudes entre los antecedentes de los Gratz y los de su amigo Piet Jansen. Al igual que Jansen, ambos eran extranjeros. Al igual que Jansen, ambos habían solicitado y obtenido la ciudadanía egipcia en octubre de 1945. Y al igual que Jansen, ninguno parecía poseer una historia definida antes de esa fecha. De dónde procedían, cuándo, por qué, si Gratz era su auténtico apellido... preguntas a las que Jalifa había sido incapaz de encontrar respuesta. Cuanto más escarbaba, más tenía la sensación de que, como Jansen, los Gratz tenían algo que ocultar. Y cuanto más escarbaba, más tenía la sensación de que los tres intentaban ocultar lo mismo.
Con todo, la información más relevante que había podido obtener, una auténtica revelación, concernía a las solicitudes de ciudadanía de los señores Gratz. Los documentos originales se habían perdido o destruido, algo que parecía inevitable. Lo que quedaba, según un contacto de Jalifa en el Ministerio del Interior, era un registro administrativo básico de la recepción y posterior aprobación de ambas peticiones. ¿Y quién había sido el funcionario responsable de dicha aprobación? Nada más y nada menos que Faruk al-Hakim, el hombre que, cuatro décadas después, impediría que Jansen fuera investigado por el asesinato de la señora Schlegel. Indagaciones posteriores habían revelado que al-Hakim también se había encargado de la petición de ciudadanía de Jansen, de forma que, por primera vez, se establecía una clara relación entre ambos hombres. Más importante aún, eso implicaba que al-Hakim sin duda debía de saber a qué se dedicaban Jansen y los Gratz antes de octubre de 1945, y qué intentaban ocultar con tanta desesperación. Sin embargo, no explicaba por qué se había mostrado tan celoso a la hora de proteger a Jansen en los noventa, pero reforzaba la convicción de Jalifa de que la clave del asesinato de Hannah Schlegel y el posterior encubrimiento, la clave de todo cuanto le preocupaba durante la última quincena, se hallaba en aquellos años cruciales previos a la llegada de Jansen a Egipto. Y las únicas personas que, al parecer, podían arrojar alguna luz sobre aquellos años eran las que iba a ver.
Cuando el avión empezó a descender hacia El Cairo, las ruinas de Saqqara desfilaron lentamente debajo, como vistas a través de aguas claras y profundas. Jalifa cerró los ojos y rezó para que el viaje no fuera una pérdida de tiempo, para que, cuando regresara a Luxor aquella noche, tuviera una idea clara de la esencia del caso.
El-Maadi, la zona residencial de El Cairo donde vivían los Gratz, se halla en los límites del sur de la ciudad. Es un barrio tranquilo y arbolado, habitado por diplomáticos, políticos retirados y hombres de negocios acaudalados, con sus caras villas y largas avenidas sombreadas por eucaliptos, a un mundo de distancia de la pobreza y el caos que define casi todo el resto de la capital egipcia.
Jalifa llegó justo después de mediodía, tras haber tomado el metro en el centro de la ciudad. Un vendedor de cacahuetes apostado cerca de la estación le explicó cómo llegar a la calle Orabi, y diez minutos después se hallaba ante el bloque de apartamentos de los Gratz, un enorme edificio rosa con aparatos de aire acondicionado sujetos a las paredes exteriores, un aparcamiento subterráneo y, enfrente, la cabina cuyo número había aparecido tantas veces en la factura telefónica de Piet Jansen.
Se demoró unos momentos en la escalera de entrada, aturdido por la deprimente idea de que, por mucho que trabajara, nunca podría permitirse vivir en un sitio como ese. Después arrojó el Cleopatra a medio fumar, entró en el vestíbulo acristalado y subió en ascensor a la tercera planta. El piso de los Gratz se hallaba a mitad de un pasillo muy bien iluminado, con una puerta de madera barnizada en cuyo centro, como un gran colmillo curvo, sobresalía una pesada aldaba de latón, bajo la cual había un buzón de latón a juego.
El detective se paró un momento, con la sensación de que los siguientes acontecimientos acelerarían o paralizarían la investigación. Después, con un profundo suspiro, tendió la mano hacia la aldaba. No obstante, antes de que sus dedos la tocaran, lo pensó una vez más, bajó la mano, se acuclilló y empujó con suavidad la tapa del buzón. A través de la abertura rectangular distinguió un pasillo alfombrado, muy limpio y pulcro, con habitaciones a ambos lados. De una de estas (la cocina, a juzgar por el escurreplatos y la esquina de una nevera visibles a través de la puerta) llegaba el tenue sonido de música, una radio o una casete, y más leve aún, el ruido de alguien que se movía. Aplicó el oído al buzón para asegurarse de que no eran imaginaciones suyas, aferró la aldaba y llamó tres veces con fuerza.
Contó hasta diez y, al no obtener respuesta, llamó de nuevo, esta vez en cuatro ocasiones, con firmeza y seguridad. Tampoco hubo respuesta. Se acuclilló y volvió a abrir el buzón, pensando que tal vez quien estaba en la cocina era un enfermo o un impedido al que le costaba llegar a la puerta. No había nadie en el pasillo.
—¡Hola! —exclamó—. ¿Hay alguien ahí? ¡Hola!
Nada.
—¡Señor Gratz! Soy el inspector Yusuf Jalifa, de la policía de Luxor. Hace tres días que intento ponerme en contacto con usted. Y sé que está ahí. Haga el favor de abrir la puerta. —Esperó diez segundos, y seguidamente añadió—: Si no lo hace, no tendré más remedio que suponer que está obstruyendo de forma deliberada una investigación policial y me veré obligado a detenerle.
Era un farol, pero pareció obrar el efecto deseado. Se oyó un tenue sollozo estrangulado procedente de la cocina y después, poco a poco, vacilante, una mujer mayor, regordeta y menuda, seguramente la señora Gratz, dio unos pasos en dirección a la puerta, apoyada en un bastón metálico, mirando el buzón con cara de terror.
—¿Qué quiere de nosotros? —preguntó, con voz débil e insegura—. ¿Qué hemos hecho?
Era evidente que no se encontraba bien, pues tenía las dos pantorrillas vendadas y la piel de la cara se veía agrietada y cenicienta, como masilla seca. Jalifa sintió una punzada de culpabilidad por haberla asustado hasta tal extremo.
—No ha de tener miedo —dijo en el tono más tranquilizador y afectuoso que la situación permitía—. No voy a hacerle daño. Sólo quiero hacerles unas preguntas a usted y a su marido.
La mujer meneó la cabeza y un mechón de pelo blanco se soltó del moño al que estaba sujeto y osciló sobre su cara, lo que le dio el aspecto de una persona trastornada.
—Mi marido no está aquí. Ha... salido.
—En ese caso, me gustaría hablar con usted, señora Gratz. Acerca de su amigo Piet...
—¡No! —La mujer retrocedió y alzó a medias el bastón, como dispuesta a repeler un ataque—. ¡Nosotros no hemos hecho nada! Obedecemos la ley. Pagamos nuestros impuestos. ¿Qué quiere de nosotros?
—Como ya he dicho, señora Gratz, he de hacerle algunas preguntas. Sobre Piet Jansen, Faruk al-Hakim...
Al mencionar este último nombre, los temores de la mujer parecieron redoblarse y todo su cuerpo tembló como si un par de manos invisibles hubieran agarrado sus frágiles hombros y la zarandearan con violencia.
—¡No conocemos a nadie llamado al-Hakim! —chilló—. Nunca hemos tenido nada que ver con él. ¿Por qué no nos deja en paz? ¿Por qué nos hace esto?
—Si usted pudiera...
—¡No! ¡No le dejaré entrar en ausencia de mi marido! ¡No quiero! ¡No quiero!
Siguió retrocediendo por el pasillo, aferrando el bastón con una mano y la otra apoyada contra la pared.
—Por favor, señora Gratz —dijo Jalifa, al tiempo que se ponía de rodillas. Se daba cuenta de lo ridículo que resultaba intentar conversar en esa postura, pero no se le ocurría otra manera de proceder—. No tengo el menor deseo de asustarla o perjudicarla. No obstante, creo que usted y su marido se hallan en posesión de información importante relacionada con el asesinato de una mujer israelí llamada Hannah Schlegel...
Si el nombre de al-Hakim había provocado una reacción tremenda, no fue nada comparada con la expresión de miedo cerval que reflejó la cara de la mujer. Se apoyó contra la pared, con una mano en la garganta como si le costara respirar, mientras abría y cerraba la otra sobre el puño del bastón.
—Nosotros no sabemos nada —dijo con voz entrecortada—. No sabemos nada, por favor.
—Señora Gratz...
—¡No hablaré con usted! Sin mi marido no. ¡No puede obligarme! ¡No puede!
Empezó a sollozar; violentos espasmos recorrieron su cuerpo, lágrimas enormes brotaron de sus ojos. Jalifa se quedó como estaba un momento; después, con un suspiro, bajó la tapa del buzón y se puso en pie, con las piernas entumecidas.
Era inútil insistir. La mujer estaba demasiado alterada. No iba a decirle lo que sabía acerca de Hannah Schlegel (porque sin duda sabía algo) en el estado en que se encontraba. Algunos de sus colegas se habrían limitado a echar la puerta abajo de una patada y detener a la mujer, pero ese no era el método de Jalifa. Encendió un cigarrillo, dio un par de caladas, se acuclilló de nuevo y empujó la tapa. La anciana estaba donde la había visto por última vez.
—¿A qué hora volverá su marido a casa, señora Gratz?
La mujer no contestó.
—¿Señora Gratz?
La anciana murmuró algo inaudible.
—¿Cómo dice?
—A las cinco.
Jalifa consultó su reloj. Cuatro horas y media.
—¿Seguro que estará a esa hora?
Ella asintió apenas.
—Muy bien —dijo el detective tras una breve pausa—. Volveré. Haga el favor de decírselo a su marido.
Pensó en añadir: «Y nada de tretas», pero fue incapaz de imaginar qué tretas podrían emplear, de modo que bajó la tapa, se levantó y se dirigió hacia el ascensor. A mitad de camino, oyó la voz de la mujer, frágil, desesperada, que le llamaba.
—¿Por qué nos acosa así? Ellos también son sus enemigos, ¿no? ¿Por qué los ayuda? ¿Por qué? ¿Por qué?
Jalifa se detuvo, pensó en volver sobre sus pasos para preguntar a qué se refería, pero desechó la idea, llegó al ascensor y apretó el botón de la planta baja. Las cosas no habían salido como él esperaba.
Después de que el detective se fuera, la anciana se quedó donde estaba durante un buen rato. Luego caminó despacio hacia la sala de estar, situada al fondo del apartamento. Un hombre bajo y tieso, de fino bigotillo y rostro enjuto y arrugado, como una pieza de fruta seca, esperaba justo detrás de la puerta, con las manos pegadas a los costados, como en posición de firmes durante un desfile militar. La mujer se acercó a él arrastrando los pies. El hombre abrió los brazos y la atrajo hacia sí con ternura.
—Calma, calma, querida —dijo en alemán, con dulzura—. Te has portado muy bien. Calma, calma.
La anciana apretó la mejilla contra el pecho del hombre, temblando como una niña asustada.
—Lo saben —susurró—. Lo saben todo.
—Sí —convino el hombre—. Eso parece.
Mientras la abrazaba, le acariciaba la nuca y la espalda con la intención de calmarla. Luego la apartó, tomó el mechón de pelo que colgaba sobre su cara y lo devolvió al moño.
—Siempre hemos sabido que podía pasar esto —dijo en voz baja—. Era absurdo pensar que duraría eternamente. Hemos tenido mucha suerte. Eso es lo principal. ¿Verdad que hemos tenido mucha suerte?
La mujer asintió débilmente.
—Esta es mi chica. Mi hermosa Inga.
Introdujo la mano en el bolsillo, extrajo un pañuelo y lo pasó por los ojos y las mejillas de la mujer para enjugar sus lágrimas.
—¿Por qué no vas a vestirte mientras yo pongo un poco de orden? Es inútil alargar las cosas, ¿eh? Deberíamos estar preparados para cuando vuelvan.
Toulouse
La tienda de antigüedades de Jean-Michel Dupont se hallaba en una calle tranquila y sinuosa del centro de Toulouse, a unos cien metros de la espectacular erupción de ladrillo rojo que era la basílica de St. Sernin, la punta de cuyo campanario se alzaba sobre los tejados como un faro que se elevara sobre un mar agitado de olas anaranjadas.
Tal como habían acordado, Laila llegó a la una y media del mediodía. Se detuvo un momento para examinar la fachada de la tienda, con sus escaparates repletos de objetos y el letrero descolorido que anunciaba
LA PETITE MAISON DES CURIOSITÉS
, luego abrió la puerta y entró. Una campanilla resonó ruidosamente sobre su cabeza.
El interior olía a cera y humo de puro, y estaba abarrotado de todo tipo de cosas, desde muebles hasta libros, desde cuadros hasta cristalería, desde loza hasta adornos de latón, aunque el grueso de la colección parecía ser de naturaleza militar. Había maniquíes vestidos con uniformes cubiertos de brocado, estanterías llenas de gorras y cascos, y contra una pared, flanqueada por un oso disecado y el cristal de una vidriera, una larga vitrina que alojaba una colección de bayonetas y pistolas.
—Vous désirez quelque chose?
Un hombre gordo, corpulento, había aparecido en la parte posterior de la tienda. Vestía pantalones de pana y la bata tradicional de campesino bretón, y llevaba el pelo largo hasta los hombros y una perilla veteada de gris. Un par de gafas de media luna colgaban de su cuello mediante una cadena de oro. Sujetaba un cigarrillo a medio fumar entre los dedos manchados de nicotina de la mano derecha. Debido a sus mofletes y la expresión seria de su rostro parecía un sabueso de gran tamaño.