El guardián de los arcanos (20 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

—Siempre lo sospeché.

Habló en voz tan baja que Jalifa creyó haber oído mal.

—¿Señor?

—Que fue Jansen quien mató a la vieja. Siempre lo sospeché.

Jalifa le miró sorprendido.

Mahfuz esbozó una débil sonrisa.

—No se lo esperaba, ¿eh?

Volvió la cabeza un poco y miró hacia la otra orilla del río, donde una manada de búfalos se había acercado al agua para beber. Los huesudos cuartos traseros oscilaban de un lado a otro como péndulos. Jalifa se frotó las sienes y trató de concentrarse. Se sentía como si una pesada ola le hubiera arrollado, asfixiado y desorientado.

—¿Lo sabía? —consiguió musitar.

—No estaba seguro —respondió Mahfuz—, pero las pruebas apuntaban en esa dirección. El sombrero, el bastón, la casa cerca de Karnak. Lo de los pies es interesante. No lo sabía.

Una pequeña burbuja de saliva se formó en la comisura de su boca. Levantó una mano temblorosa y trató de secársela con la manga de la chilaba.

—Yo le conocía. A Jansen. No muy bien, pero lo bastante. A los dos nos gustaban los jardines. Pertenecíamos a la Sociedad de Horticultura. Asistíamos a las mismas reuniones. Un hombre desagradable. Frío. Muy bueno con las rosas. —Todavía intentaba secarse la burbuja—. Cuando vi las señales en el cuerpo de la señora Schlegel y oí lo que dijo el guardia sobre una especie de pájaro, me pareció una extraña coincidencia. Sobre todo por la actitud de Jansen hacia los judíos, y el detalle de que viviera tan cerca del lugar de los hechos. Era circunstancial, de acuerdo, pero si hubiéramos seguido esa pista estoy seguro de que le habríamos detenido.

Bajó el brazo, respirando con dificultad. Se oyó un fuerte chapoteo cuando un par de gansos aterrizaron en medio del río, con las patas extendidas hacia delante y las alas desplegadas. Jalifa notó que le temblaban las manos.

—Pero ¿por qué? —preguntó con voz ronca, perplejo—. Si Pensaba que Jansen era culpable, ¿por qué condenaron a Yamal?

Mahfuz estaba mirando los gansos.

—Porque me lo ordenaron. —Una breve pausa—. Al-Hakim.

Una vez más, Jalifa experimentó la sensación de que una pesada ola le caía encima, que todo giraba fuera de control a su alrededor y perdía todos sus puntos de referencia. Hasta su muerte el año anterior, Faruk al-Hakim había sido el jefe del Yihaz Amn al-Daula, el Servicio de Seguridad del Estado de Egipto.

—Sabía que esto siempre me perseguiría —resolló Mahfuz—. Suele pasar con estas cosas. En cierto sentido, es un alivio. Me ha acompañado durante demasiado tiempo. Mejor sacarlo de una vez, plantarle cara.

Se oyó un fuerte bocinazo a la derecha, en un recodo del río, y una gigantesca barcaza del Nilo apareció poco a poco, cargada de piedra arenisca. Su proa dibujaba un profundo pliegue en la lisa superficie del agua, como un cincel que atacara un trozo de madera suave y oscura. Pasó de largo antes de que Mahfuz volviera a hablar.

—Supe desde el principio que iba a ser un caso difícil —añadió, con voz apenas más audible que un susurro—. Siempre lo son cuando interviene la política. Schlegel fue asesinada menos de un mes después de la matanza de Ismailía. ¿Se acuerda? Nueve turistas israelíes asesinados en un autobús. Y ahora, otra israelí muerta. No tenía buen aspecto. Sobre todo con los norteamericanos de por medio. Estaban a punto de firmar un gran programa de préstamos. Había en juego millones de dólares. Ya sabe cómo tratan a Israel. El caso de Schlegel podría haberlo jodido todo. Créame, había mucha gente preocupada en El Cairo. Al-Hakim se ocupó del asunto en persona. Hubo muchas presiones para que se produjera una condena rápida.

Hizo una pausa y trató de recuperar el aliento. Jalifa estaba tamborileando con los dedos sobre las rodillas, intentando comprender lo que oía. Desde el principio había dado por sentado que se trataba de un simple error judicial. Ahora todo apuntaba a que estaba implicado en algo mucho más complejo e insidioso.

—Pero si usted sabía que era Jansen... ¿por qué le dijo al-Hakim que condenara a otra persona?

Mahfuz agitó una mano en un gesto de impotencia.

—Ni idea. No lo supe entonces y tampoco lo sé ahora. Hablé a al-Hakim de Jansen, pero dijo que era intocable. Implicarle en el caso sólo serviría para empeorar las cosas. Cabrearía todavía más a los judíos. Esas fueron sus palabras. Si investigábamos a Jansen, los judíos se cabrearían más todavía. Me dijo que encontrara un chivo expiatorio. De manera que acusamos a Yamal.

Su respiración sibilante empeoraba por segundos. Levantó la mascarilla y dio otra serie de bocanadas. Su frágil pecho subía y bajaba espasmódicamente, y las manos le temblaban de manera incontrolable. Jalifa se fijó, con un estremecimiento de asco, en que la bolsa de colostomía que había debajo de la chilaba se llenaba de orina. Se oyó otro bocinazo cuando la barcaza del Nilo desapareció en dirección norte tras doblar otro recodo del río.

—Ese caso me arregló la vida —prosiguió Mahfuz tras bajar de nuevo la mascarilla—. Conseguí un ascenso, mi nombre salió en los periódicos, recibí un telegrama de Mubarak. Pero me sentía culpable de cojones. No por Yamal. Ese tipo era un pedazo de mierda. Se merecía lo que le pasó. Pero su mujer y sus hijos...

Enmudeció y se pasó por los ojos un brazo delgado como un palo. El extraño encuentro con la esposa de Yamal acudió a la mente de Jalifa. «Llega por correo. Sin nota, sin nombre, nada. Sólo tres mil libras egipcias, en billetes de cien.»

—Es usted quien ha estado enviándoles dinero —dijo en voz baja.

Mahfuz levantó la vista, sorprendido, y luego agachó la cabeza.

—Era lo menos que podía hacer. Ayudarlos a sobrevivir. Enviar a los niños al colegio. Un bonito gesto vacuo, teniendo en cuenta todo.

Jalifa meneó la cabeza, se puso en pie, caminó hasta el borde del muelle y contempló un banco de percas del Nilo que avanzaban en el fondo.

—¿Lo sabía Hasani?

Mahfuz negó con la cabeza.

—En aquel tiempo no. Se lo conté más tarde, después de que Yamal se colgara. Sólo ha intentado protegerme. No le juzgue con excesiva severidad.

—¿Y el expediente? Ha desaparecido de la sala de archivos.

—Hasani lo quemó. Pensamos que era lo mejor. Olvidarlo todo. Relegarlo al pasado. —Lanzó una carcajada amarga—. Pero ese es el problema del pasado, ¿no? Nunca pasa. Siempre está ahí. Aferrado como una sanguijuela. Chupando la sangre. Hagas lo que hagas, digas lo que digas, nunca puedes deshacerte de él. Como una jodida sanguijuela. Te deja seco.

Señaló con un gesto débil el té, para indicar que tenía la garganta seca, que necesitaba líquido. Jalifa avanzó y le pasó el vaso. Mahfuz no pudo contener los temblores, y Jalifa tuvo que sujetarlo para que pudiera beber. Cuando terminó, se desplomó de nuevo, desmadejado y desvalido como una muñeca de trapo.

—Yo era un buen policía —susurró—. Me da igual lo que opine usted. Cuarenta años le entregué al cuerpo. Perdí la cuenta del número de casos que resolví. El robo del expreso de Asuán. Los asesinatos de Gezira. Girgis Whadi. ¿Se acuerda de él? Girgis al-Gazar, el Carnicero de Butneya. Tantos casos... Pero este es el único que me atormenta. Dejé que un asesino se saliera con la suya.

Se estaba cansando mucho, su respiración era cada vez más entrecortada y le temblaban los miembros. Agarró la mascarilla de oxígeno y respiró varias veces, con una mueca de dolor.

—Reabra el caso —murmuró tras dejar la mascarilla a un lado—. Eso es lo que quiere, ¿verdad? Hablaré con Hasani y con quien sea necesario. No servirá de nada a efectos prácticos. Al-Hakim está muerto. Jansen está muerto. Yamal está muerto. Pero al menos podrá descubrir la verdad. Ya es hora.

Se oyeron unos pasos cuando el ama de llaves se acercó a ellos con una pequeña bandeja de enfermería.

—¿Y usted? —preguntó Jalifa.

Mahfuz tosió.

—¿Yo? Habré muerto dentro de unas semanas. Al menos moriré sabiendo que al final he hecho lo que debía.

Se aplicó la mascarilla, respiró de nuevo y después, con las fuerzas que le quedaban, extendió una mano y aferró el brazo de Jalifa.

—Descubra la verdad —susurró—. Por mí, por la esposa de Yamal, por Alá, si me apura. Pero vaya con cuidado. Jansen era un hombre peligroso. Tenía amigos importantes. Secretos desagradables. Intentaré protegerle, pero vaya con cuidado.

Un ojo velado miró a Jalifa y luego se cerró. El detective observó al hombre un momento, después se soltó el brazo y volvió sobre sus pasos. Media hora antes había rezado para que Mahfuz le autorizara a reabrir el caso. Después de lo que había oído, ahora se arrepentía de haberlo hecho.

23

Jerusalén

Laila no se acordaba de cuándo se había convertido en miembro del Club de los Desayunos del American Colony, pero hacía varios años que las reuniones de los viernes por la mañana constaban de manera regular en su agenda semanal. No era un club propiamente dicho, sino más bien una reunión informal en el American Colony Hotel, donde, entre cafés y cruasanes, un grupo de periodistas, trabajadores de ONG y diplomáticos de segundo orden (quien entonces se encontrara en la ciudad) hablaban de los asuntos importantes de ese momento. Al desayuno solía seguir la comida, que daba paso al té y, algunas veces al año, el té precedía a una cena bien regada con alcohol, donde las conversaciones subían de tono, se intercambiaban insultos y, en una ocasión memorable, el jefe de la agencia del
Washington Post
rompió una botella de vino en la cabeza del agregado cultural danés.

Laila llegó poco después de las diez, se detuvo a echar una carta en el buzón del hotel, atravesó el fresco vestíbulo de suelo de piedra y salió al soleado patio central, con su fuente burbujeante, macetas de plantas floridas y mesas metálicas bajo la sombra que arrojaban parasoles de color crema. Varios habituales del «club» ya habían llegado (su amiga Nuha, Onz Schenker, del
Jerusalem Post;
Sam Rogerson, de Reuters; Tom Roberts, el tipo del consulado británico que siempre intentaba ligar con ella), así como un par de caras nuevas que no reconoció, todos sentados bajo un naranjo retorcido. Ya estaban enfrascados en una conversación, de modo que acercó una silla y se sirvió un café de la cafetera que había sobre la mesa. Roberts la miró, sonrió nervioso y después desvió la vista.

—Todo es una broma —decía Rogerson pasándose una mano por la cabeza de cabello ralo—. Es una hoja de ruta que no conduce a ningún lugar, joder. A menos que Israel se enfrente al problema fundamental, es decir, que han jodido a los palestinos y han de hacer concesiones significativas para cambiar las cosas, el derramamiento de sangre continuará.

—Yo te diré cuál es el jodido problema fundamental —rezongó Schenker, con el ceño fruncido, tras dar una calada a un Noblesse—. El problema es que, a fin de cuentas, los árabes no están interesados en hablar de paz. Es una gilipollez ofrecer concesiones cuando lo único que desean es borrar a Israel del mapa.

—Chorradas —dijo Nuha.

—¿De veras? ¿Me estás diciendo que al-Mulatham de repente quiere negociar? ¿Que Hamas va a reconocer el derecho de Israel a existir?

—Venga, Oz, esos no representan al pueblo palestino —intervino una mujer menuda y muy maquillada, de nombre Deborah Zelon, corresponsal de la Associated Press.

—¿Quién lo representa? ¿Qureia? ¿Abbas? ¿Tipos de los que la mitad de la población se ríe y a los que la otra mitad desprecia? ¿Arafat, que solía torturar a su propia gente, que ha malversado los fondos de ayuda, al que ofrecieron la paz en bandeja en Camp David...?

—¡Otra vez no! —gritó Nuha.

—Barak le ofreció el noventa y siete por ciento de Cisjordania —exclamó Schenker al tiempo que le apuntaba con su cigarrillo—. Su propio Estado. ¡Y lo rechazó!

—Lo que le ofrecieron, como bien sabes —replicó Nuha, echando chispas por los ojos—, era un montón de cantones rodeados de asentamientos israelíes ilegales y sin fronteras internacionales. Eso, y una mierda de desierto que habéis utilizado como vertedero de productos tóxicos durante los últimos veinte años. No podía aceptar. Le habrían linchado.

Schenker resopló y apagó el cigarrillo en un cenicero.

Llegó un camarero con más café y una bandeja de cruasanes, seguido un momento después por un hombre de edad avanzada con chaqueta de tweed y gafas en forma de media luna, el cual acercó una silla y se sumó al grupo. Nuha le presentó como profesor Faisal Bekal, de la Universidad de al-Quds. El anciano levantó una mano artrítica a modo de saludo.

—Lamento decirlo —intervino Rogerson, retomando el hilo de la conversación—, pero estoy de acuerdo con Schenker en este último punto. Arafat es un estorbo. Qureia y Abbas tienen buena voluntad, pero carecen de autoridad para llegar a un acuerdo realista y convencer a su pueblo. Los palestinos necesitan un nuevo líder.

—¿Y los israelíes no? —resopló Nuha.

—Pues claro —dijo Rogerson, que cogió una manzana del cuenco que había en el centro de la mesa y empezó a pelarla con su navaja—. Sharon es un desastre increíble. Pero eso no cambia el hecho de que los que tenéis vosotros no son capaces de encontrar una solución al problema. Desde luego, no una solución permanente.

—¿Y quién lo es? —preguntó Deborah Zelon—. Dahlan y Rayub carecen de una base de poder. Erekat no tiene ninguna posibilidad. Barghuti está en la cárcel. No hay nadie más.

El profesor Bekal cogió un cruasán, lo partió en dos y dejó una mitad sobre el borde de la mesa, mientras mordisqueaba la otra.

—Está Saeb Marsudi —murmuró, con voz tenue y algo temblorosa, al tiempo que se limpiaba las migas de los labios.

—¿Usted cree? —preguntó Rogerson.

El anciano ladeó la cabeza.

—¿Por qué no? Es joven e inteligente, y la gente le quiere. Posee buenas credenciales. Hijo de activista, nieto de activista, dirigente de la Primera Intifada, pero lo bastante pragmático para saber que nunca existirá una Palestina libre sin negociación y acuerdo.

—También tiene sangre judía en las manos —resopló Schenker.

—En esta parte del mundo todos tienen sangre de alguien en las manos, señor Schenker —musitó Bekal—. La cuestión es qué hacen ahora, no lo que hicieron en el pasado. Sí, Marsudi introdujo armas de contrabando en Gaza. Y sí, esas mismas armas fueron utilizadas sin duda para matar israelíes. Tal vez a los mismos israelíes que expulsaron a su familia de la tierra que les pertenecía, encarcelaron a su padre y asesinaron a su hermano. El caso es que Marsudi cumplió su condena. Ahora es uno de los pocos palestinos con coraje para oponerse públicamente a la resistencia violenta. Creo que podría hacer cosas buenas.

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