Había efectuado el examen inicial del cadáver en Malqata, tras lo cual lo envió al otro lado del río, al depósito de cadáveres del hospital general de Luxor. Sin embargo, en lugar de practicar la autopsia la misma noche, como Jalifa habría deseado, el forense la aplazó para poder participar en un campeonato de dominó interdepartamental.
Así pues, eran casi las doce del día siguiente cuando por fin llamó a la comisaría de policía para informar a Jalifa de que ya tenía los resultados de la autopsia.
—Ya era hora —replicó el detective, al tiempo que aplastaba airado el decimoquinto cigarrillo del día en un cenicero ya rebosante—. Confiaba en tenerlos anoche.
—Todo lo bueno se hace esperar —comentó Anwar sofocando una risita—. Un caso interesante, por cierto... da que pensar. En cualquier caso, mi secretaria está terminando de mecanografiar el informe. Te lo puedo enviar o puedes venir a recogerlo. Tú eliges.
—Iré —dijo Jalifa, pues sabía que si lo dejaba en manos de Anwar el informe tardaría días en llegar—. Sólo dime si fue accidente o asesinato.
—Oh, un asesinato, sin la menor duda —respondió el forense—. Muy peculiar, aunque puede que no imagines hasta qué punto.
—¿Qué coño significa eso?
—Digamos que es una historia complicada, que traerá cola. Ven y lo averiguarás todo. Creo que esta vez me he superado, Jalifa, te lo aseguro.
El detective exhaló un suspiro de exasperación, anunció al forense que tardaría unos veinte minutos en llegar al hospital y colgó. Mohammed Sariya entró en la oficina.
—Maldito forense —gruñó Jalifa—. Es una desgracia.
—¿Ha terminado la autopsia?
—Ahora mismo. No iría más despacio si fuera una tortuga. Voy a recoger el informe. ¿Alguna novedad?
Mientras Jalifa aguardaba en la oficina el informe de Anwar, Sariya había pasado la mañana siguiendo las pistas que su jefe había encontrado en casa del muerto la noche anterior.
—Poca cosa —contestó, mientras se acercaba a la mesa y tomaba asiento—. El Banco Egipcio nos va a enviar por fax copias de sus extractos de cuentas de los cuatro últimos trimestres, y me he puesto en contacto con la compañía telefónica para obtener un desglose de sus llamadas en el mismo período. También he conseguido localizar a la mujer de la limpieza.
—¿Has sacado algo de ella?
—La mejor forma de preparar
molochia
, más de lo que querría saber incluso. Sobre Jansen, casi nada. Iba a su casa un par de veces por semana, limpiaba, hacía la compra. Él cocinaba. Por lo visto, la mujer nunca bajó al sótano. Lo tenía prohibido.
—¿Y el testamento? —preguntó Jalifa—. ¿Has hablado con el abogado de Jansen?
Sariya asintió.
—No cabe duda de que lo hizo, porque el abogado fue testigo, pero no guarda copia. Dijo que Jansen se quedó una y entregó otra a un amigo de El Cairo.
Jalifa suspiró, se puso en pie y descolgó la chaqueta del respaldo de la silla.
—Muy bien. Empieza a investigar el pasado de Jansen. Cuánto tiempo vivió en Egipto, de dónde vino, qué hacía cuando vivía en Alejandría. Cualquier cosa que puedas desenterrar. Hay algo extraño en este tipo, o al menos turbio. Lo presiento.
Se puso la chaqueta y cruzó la habitación. Cuando llegó a la puerta, se volvió.
—A propósito, no habrás averiguado de dónde procede el nombre de Arminius, ¿verdad?
—Pues sí —contestó Sariya, muy complacido—. Lo busqué en internet.
—¿Y?
—Al parecer era un alemán de la antigüedad. Una especie de héroe nacional.
Jalifa chasqueó los dedos.
—Sabía que el nombre me sonaba de algo. Buen trabajo, Mohammed. Muy buen trabajo.
Salió por la puerta y se alejó por el pasillo, con las manos hundidas en los bolsillos, mientras se preguntaba por qué demonios un holandés había puesto a su perro el nombre de un héroe nacional alemán.
Genio y figura, Anwar no estaba en su oficina cuando Jalifa llegó un cuarto de hora después. Mientras una enfermera de uniforme verde iba a buscarle, el detective se paró ante la ventana y miró los jardines del hospital, donde unos obreros cavaban una zanja en una extensión de hierba; el rítmico golpeteo de sus
turias
resonaba en el silencio. Sus pulmones ansiaban un cigarrillo, pero resistió la tentación. Anwar era un enconado enemigo del tabaco, y era preferible aguantar el ansia a recibir uno de los habituales sermones del forense: «Si-quieres-envenenarte-adelante-pero-no-lo-hagas-cerca-de-mí». Se mordisqueó las uñas, abrió la ventana y, con los codos apoyados en el antepecho, miró a un niño que perseguía una mariposa en el aparcamiento del hospital.
Había algo extraño en aquel caso. Intentó convencerse de que sólo eran imaginaciones suyas, de que veía demasiadas cosas en la situación, pero no sirvió de nada. Cada elemento, cada fragmento del episodio (el bastón del muerto, su odio a los judíos, la casa junto al templo de Karnak, el extraño sombrero de plumas) acrecentaba su sensación de inquietud, y lo que había empezado como un leve latido de incertidumbre se había transformado en una sensación de pánico en la boca del estómago.
Era verdad que siempre experimentaba una descarga de adrenalina al empezar un caso, una furiosa aceleración de la mente cuando se esforzaba por controlar todos los elementos del problema y disponerlos en pautas reconocibles. Éste, sin embargo, era diferente, pues lo que le preocupaba no era tanto esa investigación, sino una anterior, llevada a cabo años antes, poco después de incorporarse al cuerpo. Un asesinato, el primero en el que había trabajado, un episodio horrible, brutal. Schlegel. Así se llamaba la mujer. Hannah Schlegel. Israelí. Judía. Un caso espantoso. Y ahora, de pronto, como surgidos de la nada... ecos. Nada concreto. Nada a lo que pudiera aferrarse con seguridad. Sólo coincidencias, destellos momentáneos en la negrura del pasado. Bastón, antisemita, Karnak, plumas... Las palabras le aguijoneaban el cráneo, seguían resonando en sus oídos como un mantra.
—Es una locura —murmuró para sí, mientras se mordisqueaba la uña del pulgar—. Sucedió hace quince años, por el amor de Dios. ¡Ha terminado!
Pero incluso mientras lo decía, presintió que no había terminado. Al contrario, experimentó la incómoda sensación de que algo acababa de empezar.
—Maldito seas, Jansen —gruñó—. Maldito seas por morir así.
—Yo opino lo mismo —dijo una voz detrás de él—. Aunque, claro, si no hubiera muerto, no habría tenido la satisfacción de resolverte el caso.
Jalifa se volvió, irritado por el hecho de que hubieran interrumpido sus pensamientos. Anwar estaba en la puerta, con un vaso humeante en la mano.
—No te he oído.
—No me extraña —dijo el forense—. Estabas a kilómetros de distancia.
Bebió un trago y, levantando el vaso, contempló el líquido amarillento.
—Yansun
—añadió con una sonrisa—. El mejor de Luxor. Me lo prepara una comadrona. Unas hierbas maravillosas. Muy relajantes. Deberías probarlas.
Guiñó un ojo a Jalifa, para luego ir a sentarse a su mesa. Dejó el vaso en una esquina y examinó la montaña de papeles que tenía ante él.
—¿Dónde demonios lo he metido? Si acabo de... Ah, aquí está.
Se reclinó en el asiento y agitó un delgado documento mecanografiado.
—Informe de la autopsia del señor Piet Jansen —dijo, leyendo el título del documento—. ¡Otro triunfo de Anwar!
Miró a Jalifa, sonriente. El detective se llevó la mano al bolsillo para sacar los cigarrillos, un movimiento involuntario que detuvo a mitad de camino, y luego la apoyó sobre el antepecho de la ventana.
—Adelante —dijo—. Ilumíname.
—Con sumo placer —repuso Anwar—. Para empezar, puedo decirte que nuestro hombre fue asesinado.
Jalifa se inclinó un poco.
—También puedo decirte que estoy muy seguro de conocer la identidad de los culpables. Sospecho que actuaron en legítima defensa, pero eso no reduce la gravedad del crimen ni el hecho de que Jansen padeciera una muerte muy desagradable y dolorosa.
Hizo una pausa para producir un efecto dramático. Lo ha estado ensayando, pensó Jalifa.
—Sin embargo, antes de que revele el nombre del asesino, creo que sería instructivo recordar las circunstancias precisas en que fue encontrado el cuerpo de Jansen.
Jalifa abrió la boca para decir que recordaba perfectamente las circunstancias, pero volvió a cerrarla. Sabía por experiencia que Anwar iría a su ritmo por más que él se quejara.
—Como quieras —murmuró agitando la mano en un gesto de hastío y resignación.
—Gracias. No creo que te lleves una decepción.
El forense bebió otro trago y dejó el vaso sobre la mesa.
—Bien —añadió—. El lugar de los hechos. Como recordarás, encontraron a nuestro hombre caído de bruces en el polvo, con una varilla de hierro bastante fea clavada en el ojo izquierdo. Además de un fuerte traumatismo en los huesos cigomático, esfenoides y lagrimal, así como en todo el lado izquierdo del cerebro, que parecía un cuenco de berenjenas aplastadas, presentaba una herida de buen tamaño en el lado derecho del cráneo, justo encima de la oreja, causada por otro objeto que no era la varilla de hierro. Además, tenía leves rasguños en la palma de la mano izquierda...
El forense alzó la mano para ilustrar su explicación.
—... y en la rodilla izquierda, así como una zona descolorida e hinchada alrededor de la base del pulgar derecho, justo debajo de la primera articulación. No debiste de darte cuenta, porque esta mano en concreto estaba colocada debajo del cuerpo. También había rastros de barro seco debajo de las uñas de la misma mano.
Acabó el
yansun y
dejó el vaso a un lado.
—A tres metros del cadáver —prosiguió—, la superficie del desierto aparecía removida, como si hubiera sido el escenario de algún tipo de lucha; también había una piedra con rastros de sangre en un borde. Doscientos metros más allá se descubrieron la bolsa y el bastón del muerto, junto a un trozo de pared de adobe pintada, que el hombre se disponía a desmontar. Para ello, da la impresión de que aflojó los ladrillos con un martillo y un cincel, y después los extrajo con la mano, de ahí los rastros de barro bajo las uñas.
Apoyó los codos sobre la mesa y enlazó las manos.
—Ya tenemos la escena. La pregunta es cómo se relacionan entre sí las diferentes partes de la película.
Una vez más, la mano de Jalifa, como independiente del cuerpo, fue en busca de los cigarrillos. Una vez más, la desvió en el último momento, para hundirla en el bolsillo de los pantalones.
—Dímelo tú.
—Desde luego que lo haré —aseguró Anwar—. Vamos a examinar por separado cada pieza del rompecabezas, ¿de acuerdo? Primero, la varilla metálica. Las heridas que infligió fueron fatales, por supuesto. Sin embargo, no fue la causa de la muerte. O mejor dicho, Jansen habría muerto de todas maneras, con independencia de que hubiera caído o no sobre ella.
Jalifa entornó los ojos. Pese a todo, estaba interesado.
—Adelante.
—La herida en el costado de la cabeza es una pista falsa. Fue causada por la piedra manchada de sangre, sin duda, pero no fue mortal, ni siquiera para un hombre tan frágil y viejo como Jansen. El cráneo no resultó afectado, no hubo contusión de importancia. Sólo era una fea herida en la carne.
—Si no murió del golpe en la cabeza y tampoco a causa de que la varilla le atravesara el cerebro, ¿cómo coño murió?
Anwar se dio una palmada en el pecho.
—Infarto de miocardio.
—¿Qué?
—Ataque al corazón. El hombre sufrió una trombosis coronaria masiva con posterior parada cardíaca. Es muy probable que ya estuviera muerto antes de caer sobre la varilla.
—¿Qué estás diciendo? ¿Qué alguien le dio un golpe en la cabeza con una piedra y su corazón falló?
El forense sonrió, disfrutando con el juego.
—Nadie le golpeó en la cabeza con una piedra. La herida fue accidental.
—¡Pero has dicho que lo asesinaron!
—Y así fue.
—¿Cómo?
—Le envenenaron.
Jalifa dio un puñetazo en la pared, frustrado.
—Maldita sea, Anwar, ¿de qué coño estás hablando?
—Justo lo que he dicho. El asesino de Piet Jansen le envenenó, y el veneno, directa o indirectamente, precipitó un ataque al corazón que mató al pobre hombre. No puedo expresarme con más claridad. ¿Qué es lo que no entiendes?
Jalifa apretó los dientes, decidido a no permitir que el tono paternalista del forense le irritara.
—¿Y quién es el misterioso envenenador? —preguntó, con un esfuerzo por mantener la voz serena—. Dijiste que sabías quién era.
—Sí, ya lo creo. —Anwar rio entre dientes—. Desde luego que sí.
Tras otra pausa melodramática, se inclinó y extendió la mano con la palma hacia arriba. A continuación la cerró en un puño, sacó el dedo índice y, con un movimiento brusco, lo curvó.
—El villano —anunció con tono pomposo— es el señor Akarab.
Repitió el extraño movimiento, doblando el dedo hacia la palma.
—Akarab —repitió Jalifa, desconcertado—. Te refieres...
—Exacto. —El forense sonrió—. Un
akarab
picó a nuestro amigo Jansen. Un escorpión.
Curvó el dedo una vez más, para imitar el movimiento de la cola del escorpión, y después se derrumbó en la silla entre carcajadas.
—Ya te dije que la historia traería cola —rugió—. Espera a que se lo cuente a los chicos. ¡El relato del Envenenador de Malqata! ¿O debería decir la Cola del Envenenador de Malqata? ¡Ja, ja, ja!
—Muy divertido —gruñó Jalifa, que sonreía pese a todo—. Supongo que la hinchazón de debajo del pulgar era...
—El punto donde le picó —farfulló Anwar, mientras intentaba recuperar el aliento—. Exacto. A juzgar por el color y la extensión, fue una picadura muy fuerte. Un escorpión adulto. Increíblemente dolorosa.
Se puso en pie y, sin dejar de reír, se dirigió a un lavabo que había en una esquina de la habitación, abrió el grifo del agua fría y se sirvió un vaso.
—Yo diría que las cosas sucedieron más o menos así: Jansen va a Malqata a birlar algunos ladrillos de barro decorados. Suelta uno con martillo y cincel, mete la mano en la cavidad para sacarlo y ¡zas! El señor Escorpión le pica. Debido al dolor, olvida la bolsa y el bastón, se dirige dando tumbos hacia su coche, imagino que con la intención de ir a pedir ayuda. Tras recorrer unos doscientos metros, la conmoción le provoca un ataque al corazón monumental y el hombre se desploma; al caer se rasguña la mano y la rodilla, y se golpea la cabeza con la piedra, si bien es concebible que sufriera la trombosis después de la caída. En cualquier caso, remueve la tierra a su alrededor, consigue levantarse, avanza unos cuantos metros más y vuelve a caer, y esta vez se atraviesa el ojo con la varilla. Adiós, señor Jansen.