Jalifa encendió uno de sus cigarrillos y miró de reojo a Sariya.
—Sabremos más cuando le practiquen la autopsia —dijo—, pero puede que el señor Jansen fuera...
Se interrumpió y dio una calada al cigarrillo, sin saber cómo expresar lo que quería decir.
—Existen ciertas irregularidades en relación con su muerte —dijo por fin.
La mujer le miró con ojos algo desorbitados. El perfilador negro con que se los había pintado acentuaba su expresión de sorpresa.
—¿Qué significa eso? ¿Está diciendo que le...?
—Aún no estoy diciendo nada —contestó Jalifa con diplomacia—. Hay que examinar a fondo el cadáver. La muerte del señor Jansen presenta aspectos inusuales y hemos de hacer algunas preguntas. Pura rutina.
La mujer dio otra calada al cigarrillo; con la mano libre acarició el pendiente en forma de media luna de su oreja izquierda. Su pelo era negro como ala de cuervo, pero poco natural, como si se tiñera. Poseía cierto atractivo, aunque un tanto marchito.
—Pregunte —dijo—, aunque no sé en qué podré ayudarle. Piet era muy reservado.
Jalifa hizo un gesto con la cabeza a Sariya, que sacó libreta y bolígrafo.
—¿Desde cuándo trabaja para el señor Jansen? —preguntó.
—Hará casi tres años. —La mujer inclinó un poco la cabeza y tironeó del pendiente—. Es una larga historia pero, en pocas palabras, vine aquí de vacaciones, hice algunos amigos en el pueblo, me dijeron que Piet estaba buscando alguien que dirigiera el hotel (era demasiado viejo para ocuparse del día a día del negocio), y me dije, qué demonios. Acababa de divorciarme. Nada me retenía en Inglaterra.
—¿Piet no tenía familia próxima?
—No que yo sepa.
—¿Nunca estuvo casado?
La mujer dio otra calada al cigarrillo.
—Yo diría que a Piet no le interesaban las mujeres.
Jalifa y Sariya intercambiaron una mirada.
—¿Hombres? —preguntó el detective.
La mujer hizo un gesto vago con la mano, sin comprometerse.
—Me dijeron que le gustaba ir a Banana Island. Nunca hablaba de eso, y yo no le pregunté. Era asunto suyo.
Se oyó un crujido sobre la grava cuando apareció un joven con una bandeja en la que había tres vasos de té y una lamparita con una vela. La dejó sobre la mesa y desapareció. Jalifa cogió un vaso.
—Jansen no es un nombre egipcio —dijo, y sorbió la bebida.
—Creo que procedía de Holanda. Vino a Egipto hace cincuenta o sesenta años. No estoy segura de cuándo. Fue hace mucho tiempo.
—¿Siempre vivió en Luxor?
—Compró el hotel en los setenta, por lo que yo sé. Después de jubilarse. Creo que antes vivía en Alejandría. Nunca hablaba de su pasado.
Dio una última calada al Merit y lo apagó en el cenicero de latón con forma de escarabajo que había a su lado. Las primeras estrellas aparecieron en el cielo, grandes y azules, como luciérnagas.
—No vivía aquí, por cierto —añadió. Se estiró hacia atrás y enlazó las manos en la nuca, de modo que sus pechos tensaron la tela de su camisa—. En el hotel. Tiene una casa en la orilla este. Cerca de Karnak. Venía en coche cada mañana.
Jalifa frunció el ceño y después indicó a su ayudante que apuntara la dirección.
—¿Cuándo vio por última vez al señor Jansen? —preguntó Sariya en cuanto terminó de escribir, con la vista clavada en el punto donde la camisa de la mujer se abría un poco y revelaba un sujetador rosa.
—A las nueve de esta mañana. Vino a las siete, como de costumbre, se ocupó del papeleo en la oficina y se fue un par de horas después. Dijo que tenía que atender unos asuntos.
—¿Dijo qué clase de asuntos?
Fue Jalifa quien preguntó.
—No dio muchas explicaciones, pero creo que iba a ver los monumentos. Dedicaba casi todo su tiempo a eso. Siempre los iba a ver. Parecía saber más sobre ellos que muchos expertos.
Un gatito gris se acercó por el borde de la terraza, se detuvo un momento para observarlos, y por fin saltó al regazo de la mujer. Ella le pasó la mano por el lomo y le rascó detrás de las orejas.
—Encontramos ciertos objetos cerca de su cuerpo —dijo Jalifa—. Un bastón, una bolsa de lona.
—Sí, eran de él. Siempre los llevaba cuando iba a explorar. El bastón era por su pierna. Una herida antigua. Un accidente de coche, me parece.
Se oyó un chapoteo en la otra orilla del lago cuando una pequeña barca surcó el agua, con un hombre que remaba y otro de pie en la proa sujetando una red. Sus figuras apenas se veían en la oscuridad. Jalifa dio la última calada a su cigarrillo y lo apagó en el cenicero.
—¿Sabe si el señor Jansen tenía enemigos? —preguntó a la mujer—. Alguien que quisiera hacerle daño.
Ella se encogió de hombros.
—No que yo sepa pero, como ya le he dicho, era un hombre muy reservado. No hablaba mucho.
—¿Amigos? —preguntó Jalifa—. ¿Alguien íntimo?
La mujer volvió a encogerse de hombros.
—En Luxor no, que yo sepa. Había una pareja a la que visitaba con frecuencia en El Cairo. Estuvo allí la semana pasada. Creo que el marido se llamaba Antón. Antón, Anders o algo por el estilo. Suizo. O alemán. Tal vez holandés. —Levantó las manos en un gesto de disculpa—. Lo siento. No les he sido de mucha ayuda.
—En absoluto —repuso Jalifa—. Todo lo contrario.
—La verdad es que Piet era un solitario. No hablaba jamás de su vida. En tres años, nunca fui a su casa. Era casi... hermético. Yo me ocupaba del hotel y punto. No nos relacionábamos demasiado, aparte del negocio.
El joven que les había llevado el té volvió, se inclinó y murmuró algo en el oído de la mujer.
—De acuerdo, Taib —dijo—. Iré dentro de un momento.
Se volvió hacia Jalifa.
—Lo siento, inspector. Esta noche celebramos una fiesta privada y he de empezar a organizar la cena.
—Por supuesto —dijo Jalifa—. Creo que hemos averiguado todo lo que necesitábamos.
Los tres se levantaron y regresaron al vestíbulo del hotel, un amplio espacio encalado con un mostrador de recepción en un extremo y una angosta escalera en la esquina, que conducía a los pisos de arriba. Un anciano vestido con una chilaba sucia estaba pasando una fregona por el suelo de losas, mientras canturreaba para sí.
—Había una foto en el billetero del señor Jansen —explicó Jalifa, mientras paraba para admirar una fila de grabados de Gaddis colgados en la pared—. De un perro.
—Arminius —dijo la mujer, sonriente—. Un animal de cuando era niño. Piet siempre hablaba de él. Decía con frecuencia que era el único amigo de verdad que había tenido. La única persona en la que había confiado. Hablaba de él como si fuera humano. —Hizo una pausa—. Creo que era un hombre solitario —añadió—. Desdichado. Muchos demonios.
Contemplaron los grabados un momento más (dos hombres accionando un
shaduf
junto al Nilo; un grupo de mujeres vendiendo verduras en la puerta de Bab Zuwela, en el barrio islámico de El Cairo; un muchacho con
tarbush
, o fez, que miraba a la cámara y reía), se encaminaron hacia la puerta principal y salieron a la calle. Dos niños pasaron corriendo, haciendo girar un neumático.
—Hay una cosa —dijo la mujer cuando Jalifa y su ayudante estaban a punto de marcharse—. No creo que sea importante, pero Piet era extremadamente antisemita.
Dijo la última palabra en inglés. Jalifa entornó los ojos.
—¿Qué significa eso?
—No sé cómo se dice en árabe. Era...
ma habbish al-yahu-diin.
No le gustaban los judíos.
Los hombros del detective se tensaron apenas, de manera imperceptible, como si hubiera recibido una pequeña descarga eléctrica, no lo bastante fuerte para hacerle daño, pero sí para que sintiera cierto malestar.
—Continúe.
—No hay mucho que contar. Nunca decía nada delante de mí. Le oí un par de veces hablar con otras personas, invitados, lugareños. Cosas horribles, como que el único problema del Holocausto era que no había concluido el trabajo, que había que lanzar una bomba atómica sobre Israel. Yo odio lo que está pasando allí tanto como el que más, pero esto era enfermizo. Nauseabundo. —Se encogió de hombros y jugueteó con el pendiente—. Creo que habría debido reprenderle por eso, pero después pensé que era viejo, y los viejos suelen tener opiniones raras. En cualquier caso, no quería meterme en líos y perder el trabajo. Como ya he dicho, no creo que sea importante.
Jalifa sacó sus cigarrillos y encendió uno. Dio una profunda calada.
—Seguramente —dijo—, pero gracias por mencionarlo. Si hay algo más, nos pondremos en contacto con usted.
Se despidió con un gesto de la cabeza y se alejó por la calle, con las manos hundidas en los bolsillos y el ceño fruncido mientras reflexionaba. Sariya se puso a su lado.
—No puedo decir que no le dé la razón —comentó mientras caminaban—. Acerca de los judíos.
Jalifa le miró.
—¿Crees que el Holocausto fue algo bueno?
—Creo que ni siquiera ocurrió —contestó Sariya—. Propaganda israelí.
Al-Ajbar
publicaba un artículo sobre eso esta semana.
—¿Te lo crees?
Sariya se encogió de hombros.
—Cuanto antes sea borrado del mapa Israel, mejor —afirmó, esquivando la pregunta—. Lo que están haciendo con los palestinos... es imperdonable. Matan a mujeres y niños.
Por un momento, dio la impresión de que Jalifa iba a enzarzarse en una discusión con él. No obstante, se abstuvo. Doblaron una esquina al final de la calle y continuaron en silencio hacia el Nilo. El lamento amplificado de un muecín resonó detrás de ellos llamando a los fieles a la oración vespertina.
Israel: desierto del mar Muerto, a las afueras de Jericó
El hombre paseaba arriba y abajo junto al helicóptero, mientras fumaba un grueso puro. Su mirada iba una y otra vez del camino de tierra desierto a su reloj. Había oscurecido, la única luz procedía de la luna creciente, que bañaba el desierto con un resplandor amarillento. Reinaba un silencio absoluto, de manera que los pasos del hombre resonaban de una manera anormalmente intensa, abriendo profundos huecos en la atmósfera nocturna. Las sombras eran demasiado espesas para que su silueta estuviera definida, pero podía deducirse que era de mediana estatura y muy delgado, con nariz ganchuda, una
yamulka
blanca en la cabeza y una cicatriz lívida en forma de hoz en la mejilla derecha.
—¿Tienes idea de cuánto tardará? —dijo una voz desde la cabina del helicóptero.
—Poco —contestó el hombre—. No tardará en llegar.
Continuó paseando, dándose palmaditas sobre el muslo, y de vez en cuando se detenía y aguzaba el oído. Transcurrieron cinco minutos, diez, y después se insinuó en la noche el tenue sonido de un motor, acompañado momentos después por el ruido de unos neumáticos sobre la grava. El hombre salió al centro del camino. Vio que el coche surgía poco a poco de la masa amorfa de sombras y se acercaba a ellos con los faros apagados. Frenó a diez metros de distancia y el conductor bajó. El hombre salió a su encuentro y se encaminaron hacia la parte posterior del vehículo, donde el conductor abrió el maletero. Se oyeron un gruñido y un crujido, y una figura se irguió, agarrada al brazo del conductor para apoyarse. La oscuridad impedía distinguir sus facciones, aparte del hecho de que era más joven que el hombre del puro, tenía una mata de pelo oscuro desordenada y llevaba una kefía de cuadros alrededor del cuello.
—Llegas tarde —observó el hombre de mayor edad—. Estaba preocupado.
El recién llegado aspiraba grandes bocanadas de aire. Alzó las manos sobre la cabeza para disipar el entumecimiento.
—He de ir con cuidado. Si mi gente lo descubre...
Se pasó un dedo sobre la garganta y acompañó el movimiento con un siseo, como el de un cuchillo cortando carne. El hombre del puro asintió, rodeó los hombros del recién llegado con el brazo y le guió hacia el helicóptero.
—Lo sé —susurró—. Estamos en la cuerda floja.
—Espero que podamos llegar al otro lado.
—Hemos de llegar al otro lado. Por el bien de todos nosotros. De lo contrario...
Agitó el puro y los dos desaparecieron en el interior del helicóptero. El desierto despertó con el gemido de los motores mientras las hélices empezaban a girar y acuchillaban la oscuridad.
Luxor
Los dos policías cruzaron el Nilo en el transbordador, un trasto voluminoso y oxidado que surcaba el agua entre una neblina de gases de escape diesel y repetidos bocinazos. Sariya comía altramuces mientras Jalifa, sentado, contemplaba el templo de Luxor iluminado por focos, perdido en sus pensamientos, con la chaqueta de piel de imitación subida hasta la barbilla para protegerse del frío nocturno. En la orilla este subieron unos escalones hasta la Corniche, donde Jalifa pidió a su ayudante las llaves de la casa del muerto.
—¿Va a ir esta noche? —preguntó Sariya, sorprendido.
—Me gustaría echar un vistazo. Para ver si hay algo... raro.
Sariya entornó los ojos.
—¿Qué quiere decir?
—Sólo... raro. Vamos, dame las llaves.
Sariya se encogió de hombros, introdujo la mano en la chaqueta y sacó la bolsa de plástico que contenía las llaves de Jansen. A continuación sacó una libreta, arrancó la hoja donde había anotado las señas del difunto y se la tendió también.
—¿Quiere que le acompañe?
—No, vete a casa —respondió Jalifa, que miró la dirección antes de doblar el papel y guardárselo en el bolsillo—. No tardaré mucho. Sólo quiero comprobar unas cosas. Nos veremos mañana en la comisaría.
Dio una palmada en el hombro de su ayudante, se volvió y llamó a un taxi, que paró en el bordillo. El conductor, un hombre regordete con una
imma
alrededor de la cabeza y un cigarrillo en la boca, abrió la portezuela de atrás.
—¿Adónde, inspector? —preguntó.
Como la mayoría de los taxistas de Luxor, conocía a Jalifa en persona, pues le había detenido al menos en una ocasión por no llevar la documentación en regla.
—A Karnak —dijo Jalifa—. Sigue recto por la Corniche. Ya te diré dónde debes parar.
Se dirigieron hacia el norte, dejaron atrás el hotel Mercure, el museo de Luxor, el antiguo hospital y la Chicago House, sorteando el tráfico, mientras los edificios de la ciudad se fragmentaban de manera gradual en casas destartaladas rodeadas de matorrales. Medio kilómetro después de haber atravesado el borde norte de la ciudad, Jalifa indicó al conductor que parara frente a una amplia avenida flanqueada de laureles y eucaliptos que arrancaba a la derecha, en dirección a la primera columna iluminada por focos del templo de Karnak.