—Bienvenido, David —dijo una voz—. Te estaba esperando.
Matías, el sumo sacerdote, salió de las sombras a la izquierda del muchacho. Llevaba una vestidura azul cielo ceñida con un mandil rojo y dorado, una delgada diadema en la cabeza y sobre el pecho el
efod
, el pectoral sagrado, con sus doce piedras preciosas, cada una de las cuales representa a una tribu de Israel. Tenía profundas arrugas en la cara y la barba blanca.
—Por fin nos conocemos, hijo de Judá —dijo sin alzar la voz, al tiempo que se acercaba al muchacho y le miraba, el movimiento acompañado por el tintineo de las docenas de campanillas cosidas alrededor del dobladillo de la vestidura—. Eleazar el orfebre me ha hablado mucho de ti. De todos los que defienden los santos lugares, dice, tú eres de los más osados. Y el de más confianza. Como el David de los viejos tiempos. Eso dice él.
Miró al muchacho, le cogió de la mano y le condujo hacia el fondo de la sala, donde se detuvieron ante la Menorah dorada, con sus brazos curvos y el tallo ornamentado, hecha en un solo bloque de oro puro siguiendo un diseño del Todopoderoso. El muchacho contempló sobrecogido sus lamparillas parpadeantes, con los ojos brillando como agua bañada por el sol.
—Es hermosa, ¿verdad? —dijo el anciano al reparar en el asombro que expresaba el rostro del chico, y apoyó una mano sobre su hombro—. No existe ningún objeto en la tierra más sagrado para nosotros, más preciado para nuestro pueblo, pues la luz de la sagrada Menorah es la luz del propio Dios. Si alguna vez la perdiéramos —Suspiro y se tocó el pectoral.
—Eleazar es un buen hombre —añadió, como si se le hubiera ocurrido de repente—. Un segundo Bezalel.
Durante un largo momento siguieron en silencio, contemplando el gran candelabro. Su resplandor los rodeaba y envolvía. Después, el sumo sacerdote asintió con la cabeza y se volvió hacia el niño.
—Hoy el Señor ha decretado que su sagrado templo caerá —dijo en voz baja—. Como ocurrió antes, tal día como hoy, el Tish B'Av, hace más de seiscientos años, cuando los babilonios acabaron con la casa de Salomón. Las piedras sagradas se convertirán en polvo, las vigas del techo quedarán reducidas a astillas y nuestro pueblo será empujado al exilio y se dispersará a los cuatro vientos.
Escudriñó los ojos del chico.
—Sólo nos queda una esperanza, David, sólo una. Un secreto, un gran secreto, que sólo conocemos unos pocos. Ahora, en esta hora final, tú también lo conocerás.
Se inclinó hacia el chico, bajó la voz y habló con rapidez, como temeroso de que alguien le oyera, aunque estaban solos. Los ojos del muchacho se abrieron de par en par mientras escuchaba, paseando la vista entre el suelo y la Menorah, con los hombros temblorosos. Cuando el sacerdote terminó, se enderezó y retrocedió un paso.
—¿Entiendes? —dijo, y una pálida sonrisa se insinuó en sus labios—. Aun en la derrota habrá victoria. Aun en la oscuridad habrá luz.
El chico no dijo nada, desgarrado entre el asombro y la incredulidad. El sacerdote le acarició el pelo.
—Ya ha salido de la ciudad, más allá de las empalizadas romanas. Ahora ha de abandonar esta tierra, pues nuestro final se acerca y ya no podemos garantizar su seguridad. Todo ha sido planificado. Sólo queda una cosa, y es nombrar a un guardián, el que llevará el objeto hasta su destino final, donde deberá aguardar hasta que lleguen tiempos mejores. Se te ha encomendado esta tarea, David hijo de Judá. ¿Aceptarás la responsabilidad?
El niño sintió que su mirada se alzaba hacia el sacerdote, como si cuerdas invisibles tiraran de ella. Los ojos del anciano eran grises, pero con una extraña luminosidad hipnótica al fondo de ellos, como nubes que flotaran en un inmenso cielo despejado. Intuyó una enorme carga en su interior, pero también cierta levedad, como si estuviera volando.
—¿Qué debo hacer? —preguntó con voz ronca.
El anciano le miró, escudriñó su rostro, estudió sus facciones como si fueran palabras de un libro. Después asintió, introdujo la mano en la vestidura y sacó un rollo de pergamino que entregó al chico.
—Esto te guiará —dijo—. Haz lo que dice y todo saldrá bien. Tomó la cara del niño entre sus manos.
—Eres nuestra última esperanza, David hijo de Judá. Sólo contigo la llama arderá. No cuentes este secreto a nadie. Defiéndelo con tu vida. Transmítelo a tus hijos, y a los hijos de tus hijos, y a sus hijos después, hasta que llegue el día de la revelación.
El niño le miró.
—Pero ¿cuándo, maestro? —susurró—. ¿Cómo sabré que ha llegado el momento?
El sacerdote sostuvo su mirada un momento más, luego se enderezó y se volvió hacia la Menorah. Contempló las lamparillas parpadeantes, y sus ojos se cerraron poco a poco, como si hubiera caído en trance. El silencio se espesó a su alrededor. Dio la impresión de que las gemas de su pectoral ardían con una luz interior.
—Tres señales te guiarán —dijo con voz repentinamente distante, como si estuviera hablando desde una gran altura—. La primera, el menor de los doce vendrá con un halcón en la mano; la segunda, un hijo de Ismael y un hijo de Isaac entrarán como amigos en la Casa de Dios; la tercera, el león y el pastor serán uno, y una lámpara colgará de su cuello. Cuando estas cosas ocurran, habrá llegado el momento.
Pareció que, delante de ellos, el velo del sanctasanctórum se agitaba un poco, y el muchacho sintió que una brisa fresca le acariciaba la cara. Tuvo la impresión de que voces extrañas resonaban en sus oídos, notó un hormigueo en la piel, percibió un olor peculiar, húmedo e intenso, como el mismísimo Tiempo, si el Tiempo oliera. Duró apenas un momento; de repente, se oyó un gran estrépito en el exterior, junto al grito de un millar de voces preñadas de terror y desesperación. El sacerdote abrió los ojos al instante.
—Es el fin —dijo—. ¡Repíteme las señales!
El niño obedeció, tartamudeando. El anciano le obligó a repetirlas dos veces más, hasta quedar satisfecho. El fragor de la batalla estaba penetrando en el santuario como una inundación: chillidos de dolor, el ruido metálico de las armas, el estruendo de los escombros al caer. Matías atravesó corriendo la sala, se asomó a la entrada y volvió a retroceder.
—¡Han atravesado la puerta de Nicanor! —gritó—. No puedes volver por ahí. ¡Ven a ayudarme!
Aferró el tallo de la Menorah y empezó a tirar hasta que se movió. El chico le ayudó, y ambos la movieron un metro a la izquierda, hasta dejar al descubierto una losa de mármol cuadrada con dos asas. El sacerdote las agarró y alzó la losa; quedó a la vista una cavidad oscura, en cuyo interior descendía hacia las tinieblas una estrecha escalera de piedra.
—El templo posee muchos pasadizos secretos —dijo, al tiempo que tomaba al niño del brazo y le guiaba hacia la abertura—. Y éste es el más secreto de todos. Baja por la escalera y sigue el túnel. No te desvíes ni a la izquierda ni a la derecha. Te conducirá lejos de la ciudad, al sur, mucho más allá de las empalizadas romanas.
—Pero ¿qué hay de...?
—¡No hay tiempo! ¡Márchate! Eres la única esperanza de nuestro pueblo. Te pongo por nombre Shomer Ha-Or. Acepta este nombre. Consérvalo. Llévalo con orgullo. Transmítelo. Dios te protegerá. Y también te juzgará.
Se inclinó y besó al niño en cada mejilla; después apoyó las manos sobre su cabeza y le empujó hacia abajo. Encajó la losa de mármol en la abertura, aferró la Menorah y la arrastró sobre el suelo, gruñendo a causa del esfuerzo. Apenas había tenido tiempo de colocarla en su sitio cuando sonaron gritos al final de la sala y se oyó el estrépito metálico de las espadas al entrechocar. Eleazar el orfebre se tambaleó hacia atrás, con un brazo caído al costado y un muñón sanguinolento donde había tenido la mano, mientras con la otra sujetaba el martillo, que hacía remolinear como enloquecido ante la muralla de legionarios que le acosaban. Por un momento, consiguió mantenerlos a raya. Después se abalanzaron sobre él con un rugido y cayó al suelo, donde le cercenaron los miembros y pisotearon su cuerpo.
—¡Yahvé! —chilló—. ¡Yahvé!
El sumo sacerdote contempló la escena con semblante inexpresivo, dio media vuelta, tomó un puñado de incienso y lo arrojó a los carbones del altar dorado. Una nube de vapor perfumado ascendió hacia el techo. Oyó que los romanos se acercaban por detrás; sus botas con suela de hierro repiquetearon sobre el suelo y el ruido metálico de sus armaduras despertó ecos en las paredes.
—El Señor se ha convertido en nuestro enemigo —susurró, repitiendo las palabras del profeta Jeremías—. Ha destruido a Israel. Ha destruido todos sus palacios, reducido a escombros sus fortalezas.
Los romanos se habían detenido detrás de él. Cerró los ojos. Se oyeron risas y el siseo de una espada que se alzaba en el aire. Por un momento, dio la impresión de que el tiempo se detenía. Después, la espada descendió, se clavó entre los omóplatos del sumo sacerdote y atravesó su cuerpo. Se tambaleó hacia delante y cayó de rodillas.
—¡Que descanse en Babilonia! —Tosió y brotó sangre por las comisuras de su boca—. En Babilonia, en la casa de Abner.
Inmediatamente cayó de bruces al pie de la gran Menorah, muerto. Los legionarios apartaron a patadas su cadáver, cargaron a hombros los tesoros del templo y los sacaron del santuario.
—Vicerunt romani! Victi iudaei! Vivat Titus!
—gritaron—. ¡Los romanos han vencido! ¡Los judíos han sido derrotados! ¡Viva Tito!
Sur de Alemania, diciembre de 1944
Yitzhak Edelstein se ciñó al cuerpo su uniforme de trabajo a rayas y se sopló en las manos, amoratadas a causa del frío. Se inclinó para atisbar por la parte posterior del camión, pero poco logró ver tras el faldón de lona, aparte del asfalto húmedo, troncos de árboles y el parachoques del camión que estaba detrás. Se volvió y apretó la cara contra un desgarrón lateral de la lona; vislumbró pendientes empinadas cubiertas de árboles, blancas de nieve, antes de que la culata de un fusil le golpeara el tobillo.
—Mira al frente. Estate quieto.
Se enderezó y clavó la vista en sus pies sin calcetines embutidos en botas destrozadas, escasa protección contra el frío del invierno. A su lado, el rabino se puso a toser de nuevo, y su cuerpo frágil tembló como si alguien lo estuviera sacudiendo. Yitzhak tomó las manos del anciano entre las suyas y las frotó con la intención de proporcionarle un poco de calor.
—Déjalo —ordenó el guardia.
—Pero es que...
—¿Estás sordo? He dicho que pares.
Apuntó a Yitzhak con el fusil. El anciano retiró las manos.
—No te preocupes por mí, mi joven amigo. —Volvió a toser—. Los rabinos somos mucho más duros de lo que imaginas.
Sonrió débilmente y se sumieron en el silencio, con la vista fija en el suelo, entrechocando cuando el camión tomaba las curvas.
Eran seis, sin contar a los guardias: cuatro judíos, un homosexual y un comunista. Los habían sacado del campo y obligado a subir al camión al amanecer; desde entonces no habían parado de viajar, en dirección sudeste, creía Yitzhak, aunque no estaba seguro. Al principio, el terreno había sido liso y húmedo, y la carretera recta. Sin embargo, durante la última hora, habían ido ascendiendo por un camino sinuoso, y los pastos y bosques se habían ido cubriendo de nieve. Los seguía otro camión, con un conductor y otro hombre en la cabina. No había prisioneros en la parte de atrás, creía Yitzhak.
Se pasó la mano por la cabeza afeitada (ni siquiera después de cuatro años se había acostumbrado al tacto), entrelazó los dedos entre las piernas y hundió los hombros. Dejó vagar sus pensamientos, para combatir el frío y el hambre con imágenes de tiempos mejores. Cenas familiares en su casa de Dresde. Estudios de Mishná en la vieja
yeshiva.
La alegría de los días santos, sobre todo
Hannukah
, la festividad de las luces, su favorita de todas las fiestas conmemorativas. Y, por supuesto, Rivka, la hermosa Rivka, su hermana pequeña.
«Yitzi, schmitzy, itzy bitzy!
—cantaba mientras le daba un capirotazo en la barba y tiraba de las borlas de su
tallit katan—. Yitzi, witzy, mitzy, ditzy!»
¡Qué simpática estaba con su pelo negro como el carbón alborotado y los ojos llameantes! ¡Qué terca y traviesa era!
«¡Cerdos! —había gritado cuando sacaron a su padre a la calle y le cortaron los tirabuzones de las patillas—. ¡Sucios cerdos!» Por lo cual le habían arrancado el pelo a puñados, empujado contra una pared y acabado con su vida a tiros. Trece años, y tan bonita. Pobre Rivka. Pobre pequeña Rivka.
El camión pisó una rodada y traqueteó con violencia, lo que le devolvió al presente. Vio por la parte de atrás que estaban atravesando una población grande. Estiró el cuello y, a través del desgarrón de la lona, vio un letrero junto a la carretera: Berchtesgaden. El nombre le sonaba vagamente, pero no pudo identificarlo.
—Mira al frente —gruñó el guardia—. No te lo volveré a repetir.
Siguieron viajando durante media hora más por una carretera cada vez más empinada y de curvas más cerradas, hasta que el camión de atrás tocó la bocina y se detuvieron.
—¡Fuera! —gritaron los guardias al tiempo que los golpeaban con los fusiles.
Cuando bajaron del vehículo, les salió vapor de la boca. Estaban en medio de un espeso bosque de pinos, junto a un edificio antiguo de ventanas sin vidrios y techo hundido. Muy abajo, entre ramas cargadas de nieve, se veían manchas de hierba verde y algunas casas diseminadas, pequeñas como juguetes, de cuyas chimeneas escapaban columnas de humo. Arriba, las abruptas laderas arboladas desaparecían en un manto de niebla y nubes, en cuyo interior una oscuridad más pronunciada insinuaba altas montañas. Reinaba el silencio y hacía mucho frío. Yitzhak pateó el suelo para impedir que los pies se le entumecieran.
El segundo camión había aparcado detrás del suyo. El hombre que ocupaba el asiento del acompañante, vestido con una chaqueta de cuero de cuello alto, y que parecía llevar la voz cantante, se asomó por la ventanilla y dijo algo a uno de los guardias, al tiempo que hacía un ademán.
—Muy bien —gritó el guardia—. Venid aquí.
Los condujeron a la parte posterior del segundo camión. Levantaron el faldón de lona y dejaron al descubierto una enorme caja de madera.
—¡Sacadla! ¡Vamos! ¡Daos prisa!
Yitzhak y el comunista, un hombre demacrado de mediana edad, con un triángulo rojo cosido en la pernera de sus pantalones (Yitzhak llevaba un triángulo amarillo rematado por uno verde, lo cual quería decir «delincuente judío»), subieron al camión y agarraron los lados de la caja. Pesaba mucho, y tuvieron que arrastrarla por el suelo metálico hasta la compuerta posterior. Los otros la sujetaron desde fuera y la depositaron despacio sobre la carretera helada.