El guardián de los arcanos (10 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

Señorita al-Madani:

Hace mucho tiempo que soy un admirador de su trabajo y me gustaría hacerle una propuesta. Hará unos años entrevistó al líder conocido como al-Mulatham. Estoy en posesión de información que podría resultar de incalculable valor para este hombre en su lucha contra el opresor sionista, y me gustaría mucho ponerme en contacto con él. Creo que usted podría ayudarme. A cambio, estoy en condiciones de ofrecerle la que, en mi opinión, podría ser la exclusiva más grande de su ilustre carrera.

Dado lo delicado de la situación, comprenderá mi deseo de proceder con cautela en este asunto. No revelaré nada más en esta fase. Le ruego que considere esta propuesta y, si es posible, la transmita a nuestro mutuo amigo. Seguiremos en contacto en un futuro cercano.

P.D.: Una pequeña pista, sólo para despertar su apetito. La información de la que hablo está íntimamente relacionada con el documento adjunto. Si es usted la mitad de periodista que yo creo, no debería tardar demasiado en descubrir el significado de mi oferta.

No había firma.

Leyó y releyó la nota, y después volvió a mirar la hoja fotocopiada. Daba la impresión de ser una carta antigua; a juzgar por el estilo de la escritura, muy antigua. Utilizaba el alfabeto latino, pero aparte de eso no pudo deducir nada más, pues, más que palabras y frases, parecía consistir en una secuencia ininterrumpida de letras, las cuales, por más que miró, no significaban nada en ningún idioma reconocible.

Al pie, algo apartadas y en letra más grande, las iniciales GR no significaban más para ella que la confusa secuencia de arriba.

La examinó un rato más, con los ojos entornados, desconcertada, y después volvió a la carta. La entrevista a la que se refería había sido publicada años antes. En aquel tiempo había atraído una considerable atención, por cuanto fue la única ocasión en que su protagonista, el terrorista palestino al-Mulatham, apartó el espeso velo de secretismo que le envolvía y consintió en hacer declaraciones públicas. Los servicios de seguridad israelíes habían demostrado un interés inusitado. Le confiscaron la libreta y el portátil y la sometieron a un intenso interrogatorio. Poco había podido revelar. Tal como explicaba en el artículo, la entrevista había tenido lugar en un lugar secreto, y ella estuvo con los ojos vendados todo el rato. Ahora, sospechaba que la curiosa carta y la fotocopia constituían una treta no muy inteligente del Shin Bet para averiguar si sabía más sobre el paradero del líder terrorista de lo que había confesado. No sería la primera vez que intentaban tenderle una trampa o desacreditarla. Unos años antes, un hombre la había abordado, fingiendo ser un activista palestino, para preguntarle si podía utilizar su condición de periodista para ayudarle a pasar armas de contrabando a Gaza por el puesto de control de Erez, un ejemplo de
agent provocateur
tan flagrante que ella estalló en carcajadas y contestó en hebreo que sería un placer, siempre que Ami Ayalon la invitara a cenar después.

Sí, pensó, la carta era una treta de algún servicio de seguridad. Eso, o una broma pesada. En cualquier caso, no valía la pena perder más tiempo, de manera que, tras echar una última ojeada al documento fotocopiado, lo tiró junto con la carta acompañante a la papelera y se fue.

10

Luxor

—¡Eres un soñador, Jalifa! ¡Siempre lo has sido y siempre lo serás! ¡Un jodido soñador!

El inspector jefe Abdul Ibn Hasani dio un puñetazo sobre la mesa, se puso en pie y caminó hacia la ventana de su despacho, desde la que contempló airado la primera columna del templo de Luxor, donde una multitud de turistas se habían congregado alrededor del obelisco de Ramsés II para escuchar al guía.

Era un hombre ancho de espaldas, con problemas de sobrepeso, cejas pobladas y nariz aplastada de boxeador, famoso por su mal genio y su vanidad. El primero se manifestaba, como ocurría ahora, en la voz alzada, la cara congestionada y una pequeña vena que latía bajo su ojo derecho; la vanidad, en todo tipo de pequeños detalles, como el exquisito peluquín que descansaba sobre su cabeza calva cual un grumo de hierbas del Nilo enredadas. Al dar el puñetazo sobre la mesa se le había movido un poco, de modo que fingió rascarse la frente para devolverlo a su sitio, y se inclinó ligeramente a la izquierda para mirar su reflejo en el espejo que colgaba de la pared.

—¡Ridículo! —gruñó—. Por el amor de Dios, hombre, sucedió hace veinte años.

—Quince.

—Quince, veinte, ¿qué más da? Demasiado tiempo para preocuparse por ello, esa es la cuestión. Pasas demasiado tiempo con la cabeza metida en el pasado. De vez en cuando, deberías salir a respirar un poco de aire puro.

Se volvió hacia Jalifa con el entrecejo fruncido, una expresión que, coronada con el peluquín, no le salió del todo bien, como alguien que intentara aparentar seriedad con un roedor sobre la cabeza a modo de sombrero. En cualquier otra situación, Jalifa se habría esforzado por reprimir las carcajadas. Hoy, apenas reparó en el peluquín, de manera que se concentró en lo que intentaba decir.

—Pero señor...

—¡El presente! —gritó Hasani, al tiempo que avanzaba y se colocaba, con los brazos cruzados, bajo la fotografía enmarcada del presidente Hosni Mubarak, postura que siempre adoptaba cuando estaba a punto de soltar un sermón—. Es ahí donde está nuestro trabajo, Jalifa. El presente. Cada día se cometen delitos, cada hora de cada día, y en eso deberíamos concentrarnos, no en algo que ocurrió hace una década o más. ¡Algo que se resolvió en su momento, debería añadir!

Frunció el ceño un momento, como si no estuviera muy convencido de que la última frase tuviera sentido. A continuación hinchó el pecho y agitó un dedo en dirección a Jalifa, que estaba sentado en una silla baja delante del escritorio.

—Siempre ha sido tu problema. Si no te lo he dicho cien veces, no lo he dicho nunca. Una incapacidad absoluta para concentrarte en el presente. Demasiado tiempo fisgoneando en museos, ese es el problema. Tutankhamón por aquí, Antenabén por allí...

—Ajenatón —corrigió Jalifa.

—¡Otra vez! ¡A quién le importa cómo coño se llamara! El pasado está muerto, terminado, es irrelevante. Lo que importa es hoy.

La fascinación de Jalifa por los tiempos antiguos siempre había sido motivo de enfrentamiento entre los dos hombres. Eso, y el hecho de que fuera uno de los pocos policías de la comisaría que se negaban a dejarse intimidar por Hasani. Jalifa nunca había descubierto por qué el jefe albergaba tanto desinterés por la historia, casi aversión, aunque sospechaba que se debía a que no sabía nada sobre ella, lo que se convertía en una desventaja siempre que la conversación derivaba hacia ese terreno. En cualquier caso, era lo que Hasani siempre sacaba a colación cuando quería intimidar a Jalifa, como si el trabajo de detective y el interés por la historia de su país fueran poco menos que incompatibles.

—¡Les encantaría! —estaba gritando Hasani, cada vez más frenético—. A los chulos, ladrones y estafadores. Serían de lo más felices si dedicáramos todo el tiempo a marear la perdiz en todos los casos cerrados diez años antes, mientras ellos continúan alegremente chuleando, robando y... —Hizo una pausa, como si buscara la palabra correcta—. ¡Estafando! —exclamó por fin—. ¡Oh, sí, les encantaría! ¡Seríamos el hazmerreír de todos!

La vena de debajo del ojo latía con más fuerza que nunca, un gusano verde y gordezuelo que se retorcía bajo su piel. Jalifa sacó sus cigarrillos, se inclinó para encender uno y clavó la vista en el suelo.

—Es posible que se produjera un grave error judicial —dijo en voz baja, y dio una calada, ansioso por recibir el chute de nicotina, la claridad de ideas y la concentración que le proporcionaba—. No es seguro, pero sí posible. Tanto si sucedió hace quince años como treinta, creo que nuestro deber es investigarlo.

—Pero ¿qué pruebas tienes? —gritó Hasani—. ¿Qué pruebas, hombre? Sé que nunca has permitido que los hechos desbarataran una buena teoría conspirativa, pero necesitaré algo más que un «tal vez».

—Como ya he dicho, no hay nada seguro...

—¡Nada en absoluto, querrás decir!

—Existen similitudes.

—¡Existen similitudes entre mi mujer y un puto búfalo, pero eso no quiere decir que ella se siente en un charco de su propia mierda a comer hojas de palmera cada día!

—Demasiadas similitudes para que se trate de una simple coincidencia —continuó Jalifa sin inmutarse—. Piet Jansen estuvo implicado en el asesinato de Hannah Schlegel. Lo sé. ¡Lo sé!

Notó que su voz se elevaba. Se apretó la rodilla con una mano y dio una larga calada al cigarrillo para serenarse.

—Escuche —añadió, intentando mantener la calma—, Hannah Schlegel fue asesinada en Karnak. Jansen vivía al lado de Karnak.

—Y mil personas más —bufó Hasani—. Y cinco mil personas visitan el lugar a diario. ¿Qué estás diciendo? ¿Están todos implicados?

Jalifa hizo caso omiso de la pregunta y continuó.

—Los
anj
y el adorno de rosas del puño del bastón de Jansen coincidían con las marcas de los golpes encontradas en la cara y la cabeza de Schlegel. Esas marcas nunca recibieron una explicación precisa.

Hasani desechó sus argumentaciones con un gesto.

—Hay miles de objetos con ese tipo de adorno. Decenas de miles. Es demasiado tenue, Jalifa. Demasiado tenue.

El detective no hizo caso de lo que decía su jefe e insistió.

—Schlegel era una judía israelí. Jansen odiaba a los judíos.

—¡Por el amor de Dios, Jalifa! Después de lo que están haciendo a los palestinos, todos los egipcios odian a los malditos judíos. ¿Qué vamos a hacer? ¿Interrogar a toda la población?

Jalifa se resistió a ceder.

—El guardia de Karnak dijo que vio a alguien salir corriendo del lugar de los hechos con algo extraño en la mano. «Como un pájaro raro», así lo describió. Cuando estuve en casa de Jansen, encontré un sombrero que coincidía con la descripción, colgado en la parte posterior de la puerta del sótano. Un sombrero con un penacho.

Hasani prorrumpió en carcajadas.

—Esto se está poniendo más ridículo por momentos. Ese guardia, si no recuerdo mal, estaba medio ciego, joder. Apenas podía ver la mano delante de su cara, no digamos a cincuenta metros de distancia. ¡Te aferras a un clavo ardiendo, Jalifa! O a plumas, debería decir. ¡Estás perdiendo los papeles, hombre!

Jalifa dio una última calada al cigarrillo y lo aplastó en el cenicero que descansaba en el borde del escritorio.

—Hay algo más.

—Dímelo, por favor —gritó Hasani, al tiempo que aplaudía—. Hacía años que no me reía así.

Jalifa se reclinó en el asiento.

—Antes de morir, Schlegel consiguió pronunciar dos palabras: Tot, que es el nombre del dios egipcio de la escritura y la sabiduría...

—¡Sí, sí, lo sé! —replicó, encolerizado, Hasani.

—... y
tzfardeah
, que en hebreo significa «rana».

Hasani entornó los ojos.

—¿Y?

—Jansen tenía una malformación genética: los pies palmeados. Como una rana.

Hablaba a toda prisa, intentando que las palabras salieran antes que la esperada carcajada de mofa. Para su sorpresa, Hasani no dijo nada, se limitó a volver hacia la ventana y mirar afuera, dándole la espalda, con las manos cerradas en un puño a los costados como si sujetara un par de maletas invisibles.

—Sé que, tomadas de una en una, esas cosas no significan mucho —prosiguió el detective, decidido a aprovechar la ventaja—, pero cuando se combinan hay que pararse a pensar. Son demasiadas coincidencias. Y aunque todo sea circunstancial, aún queda el asunto de las antigüedades descubiertas en el sótano del hombre. Jansen no era de fiar. Lo sé. Lo presiento. Hay que investigarle.

Hasani apretaba los puños con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Siguió una larga pausa, y después se volvió hacia Jalifa.

—No vamos a perder más tiempo con esto —dijo despacio, con determinación; la furia controlada de su voz era más amenazadora que cualquier grito—. ¿Lo entiendes? El hombre está muerto, e hiciera lo que hiciera, ha terminado. No podemos hacer nada al respecto.

Jalifa le miró con incredulidad.

—¿Y Mohammed Yamal? Tal vez condenaron a un hombre inocente.

—Yamal también está muerto. No podemos hacer nada.

—Su familia sigue viva. Le debemos...

—Yamal fue declarado culpable por un tribunal, joder. Admitió sin ambages que había robado a la vieja.

—Pero no que la había matado. Siempre lo negó.

—Se suicidó, por el amor de Dios. ¿Qué mejor confesión que esa quieres? —Hasani avanzó un paso—. ¡Ese hombre era culpable, Jalifa! ¡Culpable como Judas! Él lo sabía y nosotros lo sabíamos. Todos lo sabíamos. ¡Todos!

Tenía los ojos desorbitados por la furia. Sin embargo, había algo más. Cierta desesperación, incluso miedo. Jalifa nunca le había visto así. Encendió otro cigarrillo.

—Yo no.

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

—Yo no creía que Yamal fuera culpable. Tenía dudas entonces, las he tenido siempre, y ahora son más fuertes que nunca. Puede que robara a la mujer, pero Mohammed Yamal no asesinó a Hannah Schlegel. Lo supe en aquel momento pero, para mi vergüenza, no tuve redaños para decirlo. Creo que, en el fondo, todos lo sabíamos, usted, yo, el jefe Mahfuz...

Hasani avanzó y dio un puñetazo en el borde del escritorio, que hizo que los papeles salieran volando.

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