El guardián de los arcanos (12 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

12

Luxor

Pese a los quince años transcurridos, Jalifa recordaba el caso Schlegel como si hubiera ocurrido ayer.

Había descubierto su cadáver un lugareño, Mohammed Ibrahim Yamal, en el Recinto de Jonsu, un edificio oscuro, sumido en sombras y poco visitado que se alzaba en la esquina sudoeste del complejo del templo de Karnak. De sesenta años de edad, israelí, judía y soltera, le habían infligido, según el informe de la autopsia, una serie de golpes fortísimos en la cara y la cabeza con un objeto contundente de naturaleza indeterminada. Además de partirle la mandíbula y fracturarle el cráneo en tres puntos diferentes, el arma homicida había dejado unas marcas peculiares en la piel: signos de
anj
intercalados con rosas en miniatura, probablemente algún tipo de dibujo decorativo grabado en la superficie del arma.

Pese a las tremendas heridas, Yamal había asegurado que Schlegel todavía estaba viva cuando la encontró. Además insistió en que, aunque cubierta de sangre y medio inconsciente, había pronunciado dos palabras: Tot y
tzfardeah
, que repitió varias veces antes de sumirse en un coma profundo del que nunca salió. No había otros testigos que confirmaran su declaración, y ningún testigo del asesinato, salvo un viejo guardián del templo, el cual afirmaba haber oído chillidos ahogados en el interior del templo y haber visto cómo huía del lugar del crimen alguien que cojeaba mucho y llevaba «algo en la cabeza, como un pájaro raro».

Como el hombre era viejo y estaba medio ciego, y encima tenía fama de beber en el trabajo, nadie le había tomado en serio.

El entonces jefe de policía de Luxor, el inspector jefe Ehab Ali Mahfuz, había asumido el control del caso en persona, con la colaboración de su ayudante, el inspector Abdul Ibn Hasani. Jalifa, al que acababan de destinar a Luxor desde su nativa Giza, fue designado para formar parte del equipo investigador. Tenía veinticuatro años en aquel tiempo, y era su primer caso de asesinato.

Desde el primer momento, la investigación se centró en dos posibles móviles. El evidente, por el que se decantaba Mahfuz, era el robo, pues habían desaparecido la cartera y el reloj de la mujer. La segunda opción, menos probable, si bien no podía descartarse, consistía en que había sido obra de un fundamentalista. Tan sólo un mes antes, nueve israelíes habían muerto a tiros cuando dispararon contra el autocar en que viajaban, en la autopista que comunicaba El Cairo con Ismailía.

Jalifa, el miembro del equipo más joven y menos experimentado, albergó desde el principio dudas sobre ambas posibilidades. Si el móvil había sido el robo, ¿por qué el atacante no se había llevado la estrella de David de oro que colgaba de una cadena alrededor del cuello de la mujer? Y si había sido obra de fundamentalistas, ¿por qué no habían reivindicado la acción, como ocurría siempre después de un ataque de ese estilo?

Había otros aspectos intrigantes en el caso. Schlegel había llegado a Egipto el día anterior desde Tel Aviv, viajaba sola y había volado directamente a Luxor, donde se había alojado en el Mina Palace, un hotel barato de la Corniche el-Nil. Según el conserje, había permanecido en su habitación desde el momento en que se registró hasta las tres y media de la tarde de su muerte, cuando, a petición suya, el hombre llamó a un taxi para que la condujera a Karnak. Sólo había traído una pequeña bolsa de mano, y el billete de regreso a Israel era para aquella misma noche. Fuera cual fuese el motivo de su estancia en Luxor, no eran vacaciones.

Al parecer, había hecho por lo menos una llamada desde el teléfono de su habitación, la noche de su llegada; la camarera del hotel la había oído cuando entró para llevarle toallas y jabón.

Además, habían encontrado en su bolso, junto al cadáver, un enorme cuchillo de cocina recién afilado, como si hubiera esperado atacar a alguien, o al menos defenderse del ataque de otro.

Cuanto más había pensado Jalifa en el caso, más se convencía de que no estaba relacionado con el robo o el extremismo. Estaba seguro de que la clave era la llamada telefónica. ¿Con quién había hablado la señora Schlegel? ¿Qué habían dicho? Había solicitado una lista del contador de llamadas del hotel, pero el aparato había decidido averiarse aquella noche, y antes de que tuviera tiempo de pedir a Egypt Telecom una lista de las llamadas efectuadas en todo el edificio, la investigación dio un giro inesperado: encontraron el reloj de la señora Schlegel en casa de Mohammed Yamal.

Yamal era bien conocido por la policía de Luxor. Delincuente recalcitrante, tenía una lista de condenas larga como el brazo, desde asalto y agresión (por los que había cumplido tres años en al-Wadi al-Gadid) hasta robo de coche y tráfico de cannabis (seis meses en Abu Zaabal). En la época del asesinato trabajaba de guía turístico, sin el permiso correspondiente, y afirmaba no haber reincidido desde hacía varios años, afirmación que el jefe Mahfuz había rechazado de plano. «Delincuente una vez, delincuente siempre —había afirmado—. Un leopardo no cambia sus manchas, y una mierda como Yamal no se convierte en un ángel de la noche a la mañana.»

Jalifa había estado presente en el interrogatorio de Yamal. Había sido una escena desagradable, brutal, en la que Mahfuz y Hasani se entregaron a una violencia extrema. Al principio, Yamal negó saber nada del reloj. Tras veinte minutos de bofetadas y puñetazos, se vino abajo y admitió que lo había robado, sin pensarlo. Tenía deudas, estaban a punto de expulsar a su familia de casa, su mujer estaba enferma.

Sin embargo, negó con vehemencia haber asesinado a Schlegel o robado su billetero, y continuó negándolo durante dos días más de torturas despiadadas. Cuando terminó el interrogatorio, orinaba sangre y tenía los ojos tan hinchados que apenas podía ver. No obstante, siguió proclamando su inocencia. Jalifa fue testigo de todo esto, asqueado hasta lo indecible pero demasiado asustado para hablar, por temor a frustrar su incipiente carrera policial. Lo peor era que, desde el primer momento, estuvo seguro de que Yamal decía la verdad. En la furia desesperada con que proclamaba su inocencia, en su negativa a ceder incluso bajo los puñetazos de Hasani había algo que convenció a Jalifa de que, tal como afirmaba, había encontrado a la señora Schlegel después de que la atacaran. Puede que el hombre fuera un ladrón, pero no un asesino.

Sin embargo, Mahfuz no cedió. Y Jalifa no dijo nada. Ni durante el interrogatorio, ni cuando juzgaron a Yamal, ni cuando lo condenaron a veinticinco años de trabajos forzados en las canteras de Tura, ni cuando, cuatro meses después de la sentencia, se colgó de los barrotes de su celda con una cuerda de tender la ropa.

Desde entonces intentaba justificar su silencio diciéndose que Yamal era un indeseable, un delincuente reincidente; que su condena, justa o no, era lo menos que se merecía. La verdad era, no obstante, que debido a su cobardía se había condenado a un inocente por un crimen que no había cometido y una mujer había muerto sin que su asesino fuera conducido ante la justicia. Ahora aquella cobardía volvía a torturarle hasta lo más hondo, como siempre había sospechado que ocurriría.

13

Jerusalén

Para sus partidarios, y había un buen puñado, Baruch Har-Zion era el nuevo David, el guerrero elegido del Señor que, con casi todo en contra, luchaba para conducir a su pueblo a la Tierra Prometida. Duro, audaz, surcado por cicatrices de combate, devoto, era el epítome del
schtarker
, el héroe judío por antonomasia que cuida de sí mismo, de su pueblo y de Dios, sin que le remuerda la conciencia por los medios que utiliza a tal fin.

Nacido como Boris Zegowsky en un pueblecito del sur de Ucrania, había llegado a Israel en 1970, a la edad de dieciséis años, después de que su hermano menor y él salieran a hurtadillas de la Unión Soviética, cruzaran media Europa a pie y se presentaran en la embajada de Israel en Viena con el fin de manifestar su derecho como judíos a la
aliyah.
Para Har-Zion, la travesía había sido tanto una peregrinación como una huida, un viaje a una tierra mítica que no sólo ofrecía refugio frente al corrosivo antisemitismo de su país natal, sino también una manifestación física de la alianza de Dios con su pueblo elegido.

Había dedicado el resto de su vida a defender y expandir aquella tierra, primero como soldado con las Fuerzas de Defensa de Israel, donde había servido con distinción en el regimiento de élite Sayeret Matkal, y después, tras sufrir horribles quemaduras cuando su Humvee pisó una mina en el sur del Líbano, con la Inteligencia Militar, al mando de una unidad dedicada al reclutamiento y dirección de informadores palestinos.

Una entrega absoluta y constante a la causa israelí era lo que le definía y consumía, una entrega que se manifestaba en actos de extremo heroísmo (le habían galardonado dos veces con la Medalla del Valor) y también de extrema brutalidad. En 1982 había recibido una reprimenda oficial por cubrir de petróleo el cuerpo de una joven libanesa y ordenar a sus hombres que le prendieran fuego si no confesaba el paradero de un escondite de armas de Hizbullah (la joven habló). Durante la época que pasó en la Inteligencia Militar fue sometido a consejo de guerra, después de que le acusaran de haber autorizado la amenaza de violación múltiple como medio de obligar a mujeres palestinas a convertirse en colaboracionistas. Los cargos se retiraron después de que el principal testigo de la acusación muriera en un misterioso incendio ocurrido en su casa.

Y eso sólo era la punta del iceberg. Relatos de violencia, brutalidad e intimidación le seguían a todas partes, algo que, lejos de causarle preocupación, parecía constituir una fuente de orgullo mayor que todos los galardones por su valentía. «Es bonito ser admirado —había dicho en una ocasión—, pero es mucho mejor ser temido.»

Ferozmente opuesto a los acuerdos de Oslo, a cualquier acuerdo de paz que supusiera ceder un milímetro de la tierra bíblica de Israel, abandonó la Inteligencia Militar a mediados de los noventa y se metió en política. Primero se incorporó a la organización de colonos militantes Gush Emunim, que dejó para enrolarse en la todavía más radical Chayalei David, los Guerreros de David. Al principio nadie se tomó en serio la campaña de estos últimos destinada a conquistar tierra árabe y crear nuevos asentamientos. Sin embargo, con la aparición de al-Mulatham y la Hermandad Palestina, el mensaje radical de Baruch Har-Zion (no estarían a salvo de los atentados suicidas hasta que toda la tierra de Eretz Israel hubiera sido colonizada por judíos, y todos los palestinos, expulsados al otro lado de las fronteras) ganó popularidad. Sus mítines atrajeron cada vez a más gente, sus cenas para recaudar fondos recibieron a comensales cada vez más importantes. En las elecciones de 2000 había conseguido un escaño en el Knesset, y en algunos círculos se hablaba muy en serio de él como futuro dirigente israelí.

—Si Baruch Har-Zion llegara a ser primer ministro, sería el final de este país —comentó en una ocasión el político moderado israelí Yehuda Milan.

—Si Baruch Har-Zion llegara a ser primer ministro, sería el fin de
yutzim
como Yehuda Milan —había sido la respuesta de Har-Zion.

Todo esto desfiló por la mente de Laila mientras miraba al hombre que tenía delante, con las manos enguantadas, el cabello canoso y la cara de mandíbula cuadrada, pálida y barbuda, como un cubo de granito cubierto de musgo. Los periodistas no cesaban de hacer preguntas mientras agitaban los dictáfonos.

—Señor Har-Zion, ¿acepta que está quebrantando la ley al ocupar esta casa?

—¿Cree que es posible algún tipo de acuerdo entre israelíes y palestinos?

—¿Puede comentar las afirmaciones de que sus actos cuentan con la aprobación implícita del primer ministro Sharon?

—¿Es verdad que desea demoler la Cúpula de la Roca y reconstruir en su lugar el antiguo Templo?

Har-Zion contestó a las preguntas de una en una, con los brazos en jarras, reiterando una y otra vez que no se trataba de una ocupación ni una colonización, sino de una liberación, la reconquista de una tierra que pertenecía a los judíos por derecho divino, y siguió así durante veinte minutos, hasta que no tuvo más que decir y se dispuso a volver a entrar. En ese momento, Laila avanzó y se dirigió a él.

—Durante los últimos tres años, miembros de los Chayalei David han envenenado pozos palestinos, destruido material de irrigación palestino, arrasado huertos palestinos. Tres miembros de su organización han sido encarcelados por el asesinato de civiles palestinos, incluyendo el caso de un muchacho de once años al que golpearon con una azada hasta matarle. Usted mismo ha celebrado las acciones de Baruch Goldstein y Yigal Amir. ¿No será usted una especie de al-Mulatham israelí, señor Har-Zion?

Har-Zion se quedó petrificado, se volvió lentamente hacia el grupo de periodistas apretujados, buscó la cara de Laila y la miró a los ojos con expresión airada, aunque casi jocosa, como si ambos estuvieran practicando un juego privado que sólo ellos compartían.

—Explíqueme, señorita al-Madani... —escupió su nombre, como si le supiera mal en la boca—, ¿por qué cuando un árabe mata a veinte civiles se le llama víctima, pero cuando un judío defiende a su familia y a su persona se le condena como asesino?

Laila le sostuvo la mirada, sin permitir que la intimidara.

—¿Quiere decir que defiende el asesinato a sangre fría de civiles palestinos?

—Defiendo el derecho de mi pueblo a vivir en paz y seguridad en la tierra que Dios le dio.

—¿Aunque eso implique actos sistemáticos de terrorismo?

Har-Zion frunció el ceño. Los demás periodistas le estaban mirando, en silencio, concentrados en el duelo personal.

—Sólo hay un grupo de terroristas en esta región —contestó el hombre—. Y no son judíos. Aunque no es eso lo que se deduce de sus reportajes.

—¿No considera terrorismo el asesinato de un niño?

—Lo considero una tragedia de la guerra, señorita al-Madani, pero no fuimos nosotros quienes empezamos la guerra. —Hizo una pausa y la fulminó con la mirada—. Aunque seremos nosotros quienes la terminemos.

Dio media vuelta y entró en la casa.

—Puta —masculló uno de sus seguidores—. Hay que meterle una bala en la cabeza.

Har-Zion sonrió.

—Tal vez. Pero todavía no. Hasta ella nos es útil.

14

Luxor

A Jalifa le gustaban las ruinas del templo de Karnak, sobre todo al final del día, cuando las multitudes habían menguado y el sol poniente bañaba todo el complejo con un resplandor dorado neblinoso.
Iput-Isut
, lo llamaban los antiguos, «el más querido de los lugares», y él entendía muy bien por qué, pues poseía algo mágico, una ciudad en ruinas suspendida entre la tierra y el cielo. Estar en ese lugar siempre le hacía olvidar sus problemas, le relajaba y calmaba, como si se hubiera transportado a otra dimensión espacial y temporal, dejando atrás sus tribulaciones.

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