Se habían conocido en 1972, en una fiesta que celebraba la boda de un amigo mutuo. Alexandra Bale, como era conocida entonces la madre de Laila, acababa de terminar sus estudios universitarios y trabajaba como profesora voluntaria en un colegio femenino de Jerusalén Oriental, sin saber muy bien qué iba a hacer en la vida. Mohammed Faisal al-Madani vivía en la Franja de Gaza, donde estaba al frente de una clínica en el campo de refugiados de Jabaliya, en la que trabajaba catorce horas al día los siete días de la semana.
«Fueron sus ojos los que me cautivaron —recordaba la madre de Laila—. Eran muy oscuros, muy tristes. Como mirar un pozo de agua negra.»
Pese a la diferencia de sus orígenes, o tal vez debido a ello, habían congeniado al instante. El padre de Laila se quedó prendado de la belleza e ingenio de la joven, y su madre, hipnotizada por la vehemencia y energía del hombre. Empezaron a salir casi de inmediato y, para horror de los padres de Alexandra, se casaron seis meses después, disfrutaron de una noche de luna de miel en el hotel Jerusalem y se instalaron en la atestada conejera de la ciudad de Gaza. Laila nació el 6 de octubre de 1973, el día que empezó la guerra del Ramadán.
«Un día, esta niña hará grandes cosas —predijo su padre, mientras acunaba con orgullo a la hija recién nacida que él en persona acababa de traer al mundo—. Su futuro y el de nuestro pueblo estarán inextricablemente entrelazados. Un día, todos los palestinos conocerán el nombre de Laila Hanan al-Madani.»
Había querido a su padre desde el primer momento. Le había querido con una devoción casi dolorosa por su intensidad. Si bien otros recuerdos de su infancia eran fragmentarios y confusos, destellos borrosos de personas, lugares y sonidos, los sentimientos que experimentaba por su padre poseían una definición clara y brillante. También había querido a su madre, por supuesto; su ingobernable cabellera roja, sus ojos risueños, su costumbre de ponerse a cantar o bailar de repente, lo que hacía que la pequeña Laila riera a carcajadas. En el caso de su madre, sin embargo, había sido un cariño sereno, cálido, sencillo, como el sol de primavera, como una caricia suave. Con su padre, había sido algo más intenso y elemental, una llama de afecto al rojo vivo que la consumía y abrumaba, el sentimiento que definía su existencia y a cuyo lado palidecían todos los demás.
Había sido un hombre bueno, apuesto, paciente, inteligente y fuerte. Siempre estaba allí cuando le necesitaba, siempre conseguía que se sintiera tranquila y segura. Cuando por la noche los tanques israelíes avanzaban por las calles, corría a él para que la abrazara, para que acariciara las ondas sedosas de su pelo y le cantara una nana árabe con su voz profunda y algo desafinada. Cuando otros niños se burlaban de ella por su piel clara y sus ojos verdes, o la llamaban mestiza, él la sentaba en sus rodillas, le secaba las lágrimas y le explicaba que sus compañeros de clase sólo estaban celosos de ella porque era muy guapa e inteligente. «Eres la niña más guapa del mundo, Laila mía. Nunca lo olvides. Y yo soy el hombre más feliz del mundo porque tú eres mi hija.»
Al crecer, sus sentimientos por él se intensificaron. De pequeña le quería porque era su padre, una figura omnipresente que le cantaba canciones, le contaba cuentos y fabricaba juguetes maravillosos con trozos de tela y restos de madera. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y sus miras se ampliaban, había llegado a apreciarle en un contexto mayor, no sólo como padre, sino como ser humano: un hombre generoso y valiente que había dedicado la vida a ayudar a los demás. Iba a verle a la clínica (una sola sala de paredes encaladas y suelo de cemento desnudo), se sentaba en el patio mientras los pacientes pasaban de uno en uno para que les visitara
«el-doktor»
y pensaba en lo especial que era, en lo inteligente y mágico que debía de ser para curar a toda aquella gente.
«Es el hombre más bueno del mundo —había escrito en su diario personal de aquel tiempo—, porque siempre ayuda a los demás, nunca tiene miedo y sabe hacer cosas. Además, regaló medicinas a la señora Hasami porque no tiene dinero, y eso estuvo muy bien.»
Si su cariño hacia su padre había aumentado con la edad, hasta el punto de que cada día parecía descubrir en él nuevos aspectos que debía admirar y respetar, también lo había hecho su necesidad de protegerle. Había percibido muy pronto, con el radar emocional intuitivo de la infancia, que, pese a su amplia sonrisa y la forma de reír y bromear con ella, era un hombre desdichado, abrumado no sólo por las presiones de su trabajo, que le dejaban exhausto y sin fuerzas, y que le habían hecho encanecer prematuramente, sino por la desesperanza de la ocupación, la vergonzosa impotencia de ver su tierra natal arrebatada pedazo a pedazo, sin poder remediarlo.
«Tu padre es un hombre orgulloso —le dijo una vez su madre—. Le hiere en lo más hondo ver sufrir así a su pueblo. Le pone muy triste.»
Desde el momento en que tomó conciencia de este dolor, ayudar a su padre fue para ella una misión. De niña, había representado obras de teatro para él, hecho dibujos, escrito relatos en que apuestos médicos salvaban a hermosas princesas de malvados soldados israelíes armados con rifles MI6 (tal era la situación de los niños palestinos que sabía cuáles eran las armas que portaban los israelíes antes de saber localizar su país en un mapa). Más tarde, en la adolescencia, empezó a ayudarle en la clínica, preparando té, acompañando a los pacientes, haciendo recados, incluso de enfermera.
—¿Por qué te hiciste médico? —le preguntó un día, mientras comía con sus padres.
El hombre reflexionó durante un largo momento.
—Porque es la mejor manera de servir a mi pueblo —contestó por fin.
—Pero ¿nunca has querido luchar contra los israelíes, matarlos?
Él le cogió la mano.
—Si los israelíes amenazaran a mis seres queridos, sí, lucharía. Lucharía hasta el último aliento, hasta la última gota de mi sangre. Pero no creo que la violencia sea la solución, Laila, por más que odie lo que los israelíes han hecho. Deseo salvar vidas, no arrebatarlas.
Eso ocurrió la tarde que cumplió quince años. Aquella misma noche había visto cómo a la persona a la que más quería en el mundo, el ser humano más bondadoso que había conocido, la sacaban a rastras de su coche y la golpeaban con un bate de béisbol hasta morir.
La comida, por supuesto, había tenido lugar en el hotel Jerusalem.
Cuando Laila llegó, su amiga Nuha ya estaba sentada a una mesa de la terraza delantera, con el rostro sepultado en un ejemplar del
Herald Tribune.
Era una mujer metida en carnes, con mucha laca en el pelo, un poco mayor que Laila. Llevaba gafas de montura metálica y una camiseta con la divisa
DERECHO AL REGRESO PALESTINO: SIN REGRESO, NO HAY PAZ
. Laila se acercó por detrás, se inclinó y le dio un beso en la mejilla. Nuha miró alrededor, apretó el brazo de Laila y, mientras le indicaba que tomara asiento, le tendió el periódico.
—¿Has visto esta mierda?
Señaló el encabezamiento de un artículo: «EE.UU. condena un cargamento de armas palestino». En la página contigua había otro artículo: «El Congreso aprueba la venta de armas a Israel por valor de 1.000 millones de dólares».
—¡Asquerosos hipócritas! Es como una broma de mal gusto. ¿Cerveza?
Laila asintió y Nuha hizo un gesto a Sami, el camarero.
—¿Cómo va por ahí? —preguntó moviendo la cabeza en dirección a la Ciudad Vieja.
Laila se encogió de hombros.
—Tenso, como cabía esperar. Har-Zion dio una conferencia de prensa, toda la basura habitual sobre Dios, Abraham, y que todo el que critica a Israel es antisemita. Habla bien, hay que reconocerlo.
—Hitler también —resopló Nuha, y encendió un Marlboro—. ¿Los van a expulsar?
—Claro —contestó Laila—. Y Sharon va a bailar como estrella masculina del Bolshoi. Por supuesto que no van a expulsarlos.
Sonaron carcajadas en otra mesa, donde un grupo de hombres y mujeres de aspecto escandinavo (tal vez trabajadores de una ONG, o diplomáticos de poca monta) estaban comiendo. En el exterior se oyó el rugido de un motor cuando un jeep Izuzu israelí pasó a poca velocidad, como un gigantesco reptil blindado. Sami llegó con dos vasos de Taybeh y un platillo de aceitunas.
—¿Os habéis enterado de lo de la bomba? —preguntó, mientras dejaba los vasos y el plato, y encendía una vela en el centro de la mesa.
—Oh, Dios. —Nuha suspiró—. Otra no. ¿Dónde?
—Haifa. Lo acaban de decir en las noticias.
—¿Al-Mulatham?
—Eso parece. Dos muertos.
Laila meneó la cabeza.
—Entre él y Har-Zion van a desencadenar la tercera guerra mundial.
Nuha bebió un largo trago de su cerveza.
—Ya sabes lo que pienso —dijo, al tiempo que dejaba el vaso sobre la mesa y daba una calada al cigarrillo—. Creo que trabajan en comandita. Piénsalo bien: cuanta más gente mata al-Mulatham, más apoyo recibe Har-Zion. Cuanto más apoyo recibe Har-Zion, más excusas tiene al-Mulatham para matar. Se ayudan mutuamente.
—Puede que no andes desencaminada —dijo Laila entre risas—. Tal vez escriba un artículo al respecto.
—Bien, recuerda quién te lo dijo, nena. Sé cómo sois los periodistas. La mayor exclusiva de vuestra carrera, y os atribuís todo el mérito.
Laila volvió a reír. Pese a la expresión alegre de su cara, de repente dio la impresión de que sus pensamientos estaban en otra cosa. «La mayor exclusiva de tu carrera.» ¿Dónde había oído aquella frase hacía poco? Tardó un par de segundos en recordar que era en la carta recibida aquella tarde. ¿Cómo era? «Estoy en posesión de información que podría resultar de incalculable valor para al-Mulatham en su lucha contra el opresor sionista, y me gustaría mucho ponerme en contacto con él. Creo que usted podría ayudarme. A cambio, estoy en condiciones de ofrecerle la exclusiva más grande de su carrera.» Algo por el estilo. Al leerla le había restado importancia al considerarla una broma pesada o una jugarreta del Shin Bet, y aún pensaba que era la explicación más razonable. No obstante, al cabo de dos horas...
—¿Significan algo para ti las iniciales GR? —preguntó de repente.
—¿Perdón?
—GR. ¿Esas iniciales significan algo para ti?
Su amiga pensó un momento.
—¿Greg Rickman? El tío de Save the Children que te tira los tejos.
Laila negó con la cabeza.
—No me tira los tejos. Además, es alguien del pasado.
Nuha la miró confusa.
—Olvídalo —dijo Laila al cabo de un minuto. Levantó la cerveza y bebió un trago—. No tiene importancia. ¿Cómo te ha ido hoy?
Su amiga trabajaba para una organización que seguía las confiscaciones de tierras israelíes en los alrededores de Jerusalén, y no necesitó más ayudas para explayarse en el caso de un granjero anciano a quien las FDI acababan de destruir sus olivos. Laila intentó escuchar, pero su mente estaba en otra parte. La carta, al-Mulatham, su padre, la última comida que habían compartido en el hotel Jerusalem. Había sido una tarde muy dichosa, sólo sus padres y ella, risas, conversación, historias. Y unas horas más tarde estaba muerto.
«¡Oh, Dios, mi papá! —había chillado, con el pelo empapado en su sangre—. ¡Oh, Dios, mi pobre papá!»
Y todo lo demás había surgido de ahí.
Jerusalén
Un rabino los acompañaba en la casa, un joven delgado y fanático, nacido y criado en Estados Unidos, como tantos colonos militantes, con volutas de barba que se aferraban a su barbilla y gafas de cristal grueso que magnificaban sus ojos, hasta el punto de que parecían ocupar la mitad de su cara. Cuando llegó la noche, reunió a todos en la sala de estar de la casa y empezó a predicar. Eligió como su
parasha
, o parte de texto, el versículo 8, capítulo 17 del Génesis: «Y de darte a ti, y a tu descendencia después de ti, el país donde moras, la tierra de Canán, en eterna posesión, y seré tu Dios».
Har-Zion escuchaba como los demás, asentía y sonreía mientras el rabino les aseguraba que estaban cumpliendo la voluntad de Dios, una cruzada santa que las generaciones futuras contemplarían con la misma sensación de orgullo y gratitud que ellos experimentaban ante los grandes héroes judíos del pasado. Le gustaba que la Torá se comentara de esta manera, sentirse parte del rico tapiz que era la historia del pueblo judío. De niño, después de que su madre hubiera muerto y su padre se hubiera hundido en el infierno de la locura, su hermano Benjamin y él habían pasado juntos muchas horas en el orfanato del gobierno reviviendo las viejas historias, soñando con el día en que ellos también irían al país de los Patriarcas, lo defenderían de los enemigos de Israel, como Josué, David y el gran Judas Macabeo. Para ellos, los relatos eran tan reales como su entorno, una realidad diferente en la que se zambullían para escapar del frío, el hambre y el antisemitismo que vivían a diario.
«La Torá, la Mishná y el Talmud eso es lo único real —les había dicho en una ocasión su padre—. Todo lo demás es ilusorio.»
Su
abba
había sido un hombre devoto. Demasiado devoto, en cierto sentido, pues desaparecía detrás de sus libros de leyes en lugar de procurar el sustento de la familia. Su madre era la que se ocupaba de todo, la que cosía toda la noche para ganar el dinero suficiente con que darles de comer y vestirlos además de alimentar el fuego con leña. Luego su madre murió y, en lugar de aceptar sus responsabilidades, su padre se recluyó todavía más en sus estudios; leía y murmuraba para sí durante días seguidos, y de vez en cuando prorrumpía en gritos de alegría y les decía que había visto una gran menorah en el cielo y que el día de la redención se acercaba, hasta que al final le encerraron, y los enviaron a su hermano y a él a un orfanato gubernamental, donde la menor mención al judaismo acarreaba los azotes más brutales.
Sí, pensó Har-Zion, se podía ser demasiado devoto. No envidiaba a los que consagraban su vida a la
halajah
, los rabinos, los
matmidim
y los
talmid hajamim
, pero sí, en cierto sentido, su capacidad de retirarse del mundo físico y existir nada más en un paisaje de fe y espíritu. Sin embargo, eso no era para él. Pese a ser
frumm
, estricto en la observancia religiosa, era un hombre de acción. Por eso su hermano y él habían huido del orfanato a Israel. Por eso se había enrolado en el ejército y luchado contra los árabes. Por eso estaba sentado ahora allí. Porque, si sus experiencias anteriores le habían enseñado algo, era que la fe sola no bastaba. También había que actuar, alzarse y defenderse en el mundo real. Mantenerse fiel a la Torá, desde luego, pero siempre que en la otra mano se empuñara un Uzi.