Zainab le acarició el pelo y la nuca. Jalifa notó el calor de su muslo contra el suyo. Siguió un largo silencio.
—¿Te acuerdas de mi abuela? —preguntó Zainab de repente, mientras le masajeaba los músculos del cuello y los hombros—. La abuela Yamila.
Jalifa sonrió. Existía un abismo social entre la familia de Zainab, prósperos comerciantes de la parte lujosa de El Cairo, y la suya, campesinos de las calles más pobres de Giza. La abuela Yamila había sido la única que se había tomado la molestia de conseguir que se sintiera bienvenido. Siempre le sentaba a su lado cuando iban a casa de la familia y le hacía toda clase de preguntas sobre su interés por la historia de Egipto, un tema sobre el que había leído mucho. Cuando murió, unos años antes, Jalifa había sentido tanta tristeza como cuando perdió a su madre.
—Claro que la recuerdo.
—Una vez, hace muchos años, cuando yo era pequeña me dijo algo. Ni siquiera recuerdo el contexto, pero sus palabras me impresionaron: «Avanza siempre hacia lo que temas, Zainab. Y analiza siempre lo que no comprendas. Porque así creces y te haces una persona mejor». Nunca te he dicho lo que tenías que hacer en tu trabajo, Yusuf, pero creo que eso es lo que debes hacer en este caso.
—Pero ¿cómo? —Jalifa suspiró—. No puedo llevar a cabo una investigación a espaldas del jefe Hasani.
Ella le cogió la mano, se la llevó a los labios y la besó.
—Yo no sé cómo, Yusuf. Sólo sé que te han enviado este caso para ponerte a prueba y no has de echarte atrás.
—Pero podría causar muchos problemas.
—Los superaremos juntos. Como siempre.
Jalifa la miró. Era tan hermosa, tan fuerte...
—Ningún hombre podría desear mejor esposa —dijo.
—Ninguna mujer podría desear mejor marido. Te quiero, Yusuf.
Se miraron un momento, después se besaron, al principio con dulzura, luego más apasionadamente. Zainab pegó los pechos contra él y le rodeó con una pierna.
—¿Recuerdas lo que hicimos aquel día en Yébel el-Silsila? —le susurró al oído—. ¿Después de que te cayeras en el barro y tuvieras que quitarte los pantalones para lavarlos?
Jalifa no contestó. Se limitó a levantarse, la alzó en volandas y volvió al dormitorio, mientras Umm Kalsum seguía cantando.
Jerusalén
Son dos, o al menos soy consciente de la presencia de dos. Vienen por detrás y me cogen de los brazos, uno me sujeta la cabeza para que no les vea la cara. No me hacen daño, se muestran tranquilos y hablan con educación. No obstante, cuando me meten en el coche y tiran una manta sobre mi cabeza queda claro que no tolerarán que oponga resistencia.
Vamos en coche unas dos horas, quizá más. Al cabo de pocos minutos pierdo la noción del tiempo y la orientación. Al principio, subimos por una pendiente empinada, luego bajamos, lo que indica que nos dirigimos al sudeste de Jerusalén, hacia Jericó y la llanura del mar Muerto, si bien es posible, incluso probable, que estén dando vueltas para desorientarme y asegurarse de que no nos siguen. En determinado momento, paramos y una tercera persona sube al asiento del acompañante. Huelo a humo de cigarrillo. Farid, creo, aunque no estoy segura.
Por extraño que parezca, no estoy asustada. En la región, he vivido situaciones en las que el instinto me decía que iba a salir malparada, pero ésta no es una de ellas. Sea cual sea el propósito de mi secuestro, no es la violencia. Siempre que haga lo que me dicen.
Durante los últimos veinte minutos seguimos una pista llena de baches, después entramos en una especie de pueblo o colonia (¿un campo de refugiados?), porque oigo voces, música de vez en cuando, y el coche gira de un lado a otro como si estuviera recorriendo una serie de callejuelas estrechas. Paramos por fin y, todavía con la manta en la cabeza, me introducen a toda prisa en un edificio. Subimos por un tramo de escalera y entramos en una habitación, donde me obligan a sentarme en una silla de madera. Por debajo de la manta vislumbro un suelo de baldosas azules y blancas, y luego siento que me deslizan sobre la cabeza unas gafas de submarinismo con las lentes tapadas con cinta adhesiva negra, de manera que estoy ciega a todos los efectos. Siento a alguien detrás de mí, una mujer, a juzgar por el sonido de su respiración, y oigo voces en otra parte de la casa, tenues y apagadas. Creo captar un par de palabras en árabe egipcio, que es algo diferente del dialecto palestino, aunque me siento tan desorientada que no estoy segura.
No le oigo entrar o sentarse. Lo único que me avisa de su llegada es una repentina vaharada de loción para después del afeitado Manio (tenía un amigo que la utilizaba). Aunque no puedo verle, intuyo que es un hombre alto, delgado, muy autosuficiente. La mujer que hay detrás de mí avanza y coloca una libreta y un bolígrafo en mis manos. Sigue un largo silencio, durante el cual oigo la respiración suave del hombre, siento su mirada clavada en mí.
—Puedes empezar la entrevista —dice por fin, con voz lenta y calma, educada, una voz que no delata su edad ni su origen—. Tienes treinta minutos.
—¿Y a quién voy a entrevistar?
—Prefiero ocultar mi verdadero nombre. De todos modos, no significaría nada para ti. Mi
nom de guerre
es más apropiado.
—¿Cuál es?
Se oye una exhalación de aliento tenue y jocosa, como si el hombre sonriera.
—Puedes llamarme al-Mulatham. Te quedan ahora veintinueve minutos y medio.
Laila bostezó, dejó a un lado la revista, se puso en pie y entró en su diminuta cocina. Eran las dos y media de la madrugada y, aparte de los apagados ronquidos de Fathi, el vigilante, que ascendían desde las tripas del edificio, el mundo estaba en silencio. Hirvió agua para prepararse un café fuerte y volvió a la sala de estar.
Había llegado a casa media hora antes, borracha, tras haber liquidado dos botellas de vino y varias copas de coñac con Nuha, y se había dado una ducha fría para despejarse. Tras beber varios vasos de agua, había entrado en el estudio y recuperado la carta misteriosa de la papelera, la que había recibido a primera hora del día, con su tinta roja y la fotocopia adjunta.
Señorita al-Madani:
Hace mucho tiempo que soy un admirador de su trabajo y me gustaría presentarle una propuesta. Hará unos años entrevistó al líder conocido como al-Mulatham...
Había mirado de nuevo la fotocopia, tras lo cual buscó en el archivador, entre sus recortes, la entrevista a la que se refería la misiva. Había aparecido en el
Observer Magazine
bajo el titular: «El oculto sale a la luz. Entrevista exclusiva al hombre más temido de Oriente Próximo». Después de localizarla, fue con ella a la sala de estar y empezó a leer.
Se le ha descrito como el nuevo Saladino, el Diablo encarnado, el hombre a cuyo lado Hamas y Yihad Islámico parecen los mejores amigos de Israel. Desde que Al-Ijwan al-Filistinioun (la Hermandad Palestina) lanzó su primer ataque suicida hace tres años, a consecuencia del cual murieron cinco personas en un hotel de Netania, ha sido responsable de más de cuatrocientas muertes, la mayoría de ellas civiles. Mientras otros grupos extremistas palestinos han demostrado cierta voluntad de pactar el cese de las hostilidades y entablar negociaciones, al-Mulatham (el nombre significa «el velado» o «el oculto») ha continuado su campaña sin descanso.
Es una campaña que está polarizando la política de una región ya polarizada y que destruye cualquier esperanza de emprender un proceso de paz serio, además de empujar inexorablemente a israelíes y palestinos hacia una guerra total.
Las encuestas demuestran que, tras cada ataque, la opinión pública israelí, ya radicalizada por las actividades de otros grupos extremistas palestinos, se escora más a la derecha, y brinda su apoyo a políticos de extrema derecha en alza como Baruch Har-Zion. Al mismo tiempo, frente a la creciente dureza y arbitrariedad de las acciones de venganza israelíes, aumenta el apoyo a organizaciones militantes como la Hermandad Palestina. En palabras del político moderado palestino Saeb Marsudi, un hombre cuya implicación, durante toda su vida, en el activismo palestino (aparte de los seis años de cárcel por ayudar a introducir armas de contrabando en Gaza) confiere un peso particular a sus críticas a al-Mulatham: «Es un círculo vicioso. Los extremistas se alimentan y alientan mutuamente. Cuando al-Mulatham mata a cinco israelíes, los israelíes matan a diez palestinos, de modo que al-Mulatham mata a quince israelíes, y así sucesivamente. Nos zambullimos de cabeza en un mar de sangre».
Lo que diferencia a la Hermandad no es sólo la regularidad y ferocidad de sus ataques, sino el hecho de que, pese a los denodados esfuerzos de los servicios de seguridad de Israel y una docena más de países (incluida la propia Autoridad Palestina), no se sabe prácticamente nada de la organización ni del hombre que la dirige. Dónde tiene su base, quién pertenece a ella, cómo recluta a sus «mártires» y cómo financia sus acciones sigue siendo un misterio. No ha surgido ningún confidente creíble, ningún miembro del grupo ha sido detenido. Su grado de organización e impenetrabilidad carecen de precedentes en la historia del activismo palestino, lo que ha conducido a muchos expertos a barajar la posibilidad de que una agencia de seguridad de algún Estado extranjero esté detrás de los ataques. Se han citado Irán, Libia y Siria como posibles patrocinadores en la sombra, al igual que al-Qaeda, la red de Osama bin Laden.
«Los palestinos no son tan buenos —ha comentado un experto en seguridad israelí—. Siempre hay confidentes, siempre se puede encontrar una forma de penetrar. La manera de operar de la Hermandad es demasiado compleja para que se trate de una célula palestina renegada. El incentivo ha de ser externo.»
Pese a tales conjeturas, nadie se ha acercado siquiera a descubrir la verdad sobre al-Mulatham. Y ahora estoy sentada delante de él. El nuevo Saladino. El Diablo encarnado. El hombre más peligroso de Oriente Próximo. Pregunta si me apetece un té y un bizcocho.
Se oyó en el exterior el ruido metálico de la tapa de un cubo de basura. Laila se frotó los ojos, se levantó y caminó hacia la ventana para echar un vistazo a la calle. Dos hombres estaban cargando pan recién horneado en la parte posterior de una camioneta. Más allá, un pequeño grupo de gente había empezado ya a hacer cola ante las oficinas del Ministerio del Interior israelí, con la vana esperanza de conseguir la renovación de su permiso de residencia en la ciudad. Al otro lado de la calle, un baqueteado BMW blanco estaba aparcado delante del Jardín de la Tumba, con matrícula amarilla israelí y, apenas visible en el interior, una figura borrosa sentada inmóvil ante el volante. Había visto el mismo coche, o al menos uno idéntico, aparcado en el mismo sitio varias veces; aunque la explicación racional de su presencia era que se trataba de un vehículo del Shin Bet, encargado de vigilar a los palestinos que guardaban cola, no podía quitarse de encima la sospecha de que el conductor estaba vigilando las ventanas de su piso. Lo miró, más intrigada que incómoda, y meneando la cabeza volvió al sofá y volvió a coger el artículo.
Leyó por encima el resto, una larga serie de declaraciones en las que al-Mulatham justificaba su campaña de violencia y juraba continuarla «hasta que el suelo de Palestina se tiña de rojo con la sangre de los niños judíos», y se detuvo en los últimos párrafos, que siempre le provocaban un escalofrío.
Entonces, de repente, tan bruscamente como ha empezado, la entrevista llega a su fin. Un momento antes estábamos hablando, y al siguiente me ponen en pie y me guían escaleras abajo, con las gafas de submarinismo todavía puestas. Cuando llego a la planta baja, oigo su voz arriba.
—Muchos se preguntarán por qué ha tenido lugar esta entrevista, señorita al-Madani. Para silenciar cualquier duda, haga el favor de informar a los servicios de seguridad de Israel de que a las nueve y cinco minutos de esta noche uno de nuestros agentes se inmolará en nombre de la Palestina libre. Le deseo buen viaje.
Dos horas más tarde me dejan en una cuneta al sur de Belén. Informo a las autoridades israelíes de lo sucedido. Aquella misma noche, a la hora anunciada, una bomba estalla en la plaza Hagar, en Jerusalén Occidental; mueren ocho personas y noventa y tres resultan heridas. Dice más que cualquier entrevista acerca del nihilismo del hombre conocido como al-Mulatham el hecho de que esas personas muertas y heridas estuvieran asistiendo a un mitin pacifista de Gush Shalom.
«Ha perjudicado casi tanto a nuestro pueblo como la creación del Estado de Israel —ha afirmado Saeb Marsudi—. Más, tal vez, porque antes nos consideraban víctimas, y ahora, gracias a él, nos consideran asesinos.»
Sospecho que al-Mulatham consideraría estas palabras un cumplido.
Dejó el artículo a un lado y cogió de nuevo la curiosa carta, que releyó una vez más con el ceño fruncido. Tenía algo, no cabía duda, algo... fascinante. Estaba demasiado cansada para hacer algo más al respecto, de modo que dejó el artículo y la carta sobre la mesa de su estudio, se fue a la cama y cayó dormida en cuanto su cabeza tocó la almohada, con las iniciales GR resonando en el borde de su conciencia como truenos lejanos en una noche oscura de invierno.
Península del Sinaí,
cerca de la frontera con Israel
Era un misterio. Era lo único que el anciano podía decir al respecto. Como tantas cosas en el desierto. Luces donde no debería haberlas, figuras tenebrosas que iban y venían en la oscuridad, una habitación perfectamente amueblada en plena desolación. En setenta años, nunca había visto nada semejante. Un gran misterio.
Había empezado un año antes, cuando buscaba a una cabra de su rebaño entre los
wadis
que serpenteaban a lo largo de la frontera con Israel. Había anochecido, y estaba a punto de abandonar la búsqueda cuando, al llegar a lo alto de un risco, reparó en una luz tenue que brillaba dentro de un puesto fronterizo abandonado del ejército. Hacía décadas que no había soldados en esa parte del desierto, ni gente, salvo algún beduino como él, y sólo de paso, porque era un lugar yermo y solitario, inhóspito incluso para los acostumbrados a los rigores del desierto. No obstante, ahora había una luz donde antes no la había, y también se veía gente dentro del edificio de piedra.
Bajó con sigilo, olvidada la cabra, y se acercó al edificio de puntillas para mirar por la ventana. Dentro, iluminados por el resplandor untuoso de una lámpara de queroseno, había dos hombres, uno con un puro en la comisura de la boca, una larga cicatriz en la mejilla derecha y un gorro blanco en la cabeza, como los que usaban los
yehudiin;
el otro, más joven, apuesto y de espeso pelo negro, con una kefía sobre los hombros. Estaban encorvados sobre una mesa plegable y miraban un mapa. Hablaban en un idioma que no entendió, y sus dedos seguían líneas sobre el papel arrugado. A su derecha había cómodas butacas junto a la pared. Sobre otra mesa había un termo y un plato de bocadillos a medio consumir.