El guardián de los arcanos (19 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

Ben Roi miró a Feldman, luego al palestino. Dios, le habría encantado hacerlo. Romperle la cara al muy miserable. Demostrarle lo que opinaba de él. De todos los suyos. Avanzó otro medio paso y apretó el puño. En ese momento, una voz suave resonó en su oído, cercana e inconmensurablemente lejana al mismo tiempo, acompañada por la visión fugaz del rostro de una mujer hermosa de ojos grises. Sólo duró una fracción de segundo, luego desapareció, junto con la voz. Ben Roi miró al palestino, con la respiración entrecortada, después se tocó la menorah que llevaba al cuello, dio media vuelta y empezó a bajar por la pendiente. Feldman meneó la cabeza.

—Pobre Arieh —murmuró—. El pobre capullo de Arieh.

22

Egipto, entre Luxor y Edfu

Jalifa adelantó al camión y volvió a su carril sin dejar de tocar la bocina. A su izquierda, en la lejanía, una cordillera ondulaba y se expandía como una hilera de castillos de arena derrumbados. A su derecha, más cerca, al otro lado de una serie de campos de banana y caña de azúcar, el Nilo serpenteaba hacia el norte, con la superficie negra y lisa, como una banda de metal pulido. Encendió un cigarrillo, pisó el acelerador y encendió la radio. Shaaban Abd al-Rehim cantaba su éxito «Ana Bakrah Israel» (Odio a Israel). Jalifa escuchó un momento y después cambió de emisora. Dejó atrás un letrero indicador de que faltaban sesenta kilómetros para Edfu.

Había transcurrido más de una semana desde que habían encontrado el cadáver en Malqata, y en ese tiempo no había conseguido descubrir casi ninguna información nueva sobre el misterioso Piet Jansen. Tenía que conducir su investigación a espaldas del jefe Hasani. Llegaba temprano a la oficina, se iba tarde, hacía algunas llamadas a la hora de comer, robaba tiempo a su jornada de trabajo. Sin embargo, dudaba de que, incluso sin estas dificultades, hubiera averiguado mucho más sobre el sujeto. Todo en la vida de Jansen, desde la obsesiva seguridad de su villa hasta la absoluta falta de información sobre su pasado, parecía encaminado a mantener la privacidad de esa vida. Más que privacidad: secretismo, inaccesibilidad.

Había solicitado y recibido la ciudadanía egipcia en octubre de 1945. Al menos eso había averiguado Jalifa gracias a un antiguo contacto en el Ministerio del Interior. Después, había vivido en Alejandría, al frente de una empresa de encuademación de libros, de éxito moderado, situada en Sharia Amin Fijry, antes de trasladarse a Luxor en marzo de 1972. Primero compró la villa y, siete meses más tarde, el hotel (cambió el prosaico nombre de Buena Bienvenida por el de Menna-Ra). Sus extractos bancarios revelaban que, si no acaudalado, vivía con comodidad, mientras que, según los informes médicos, padecía hemorroides, artritis, juanetes y angina de pecho, además de cáncer de próstata en estado avanzado, diagnosticado en enero de 2003. Su cojera era la secuela de un accidente de coche ocurrido en 1982 que le había destrozado la rodilla derecha.

Había otros datos dispersos. Jansen era asiduo de la biblioteca egiptológica de la Chicago House, se le consideraba un buen jardinero, carecía de antecedentes policiales... pero eso era todo. Cuándo había llegado por primera vez a Egipto, por qué y de dónde, cuál era su relación, si existía, con Hannah Schlegel, todo estaba envuelto en una bruma de misterio. Mucha gente le conocía, por lo visto, pero cuando se la presionaba, nadie parecía saber nada sobre él. Era como si no tuviera pasado, como si no hubiera nada bajo la superficie. Incluso la información aportada por Carla Shaw de que podía ser holandés había llegado a un callejón sin salida cuando la embajada holandesa le comunicó que Piet Jansen era uno de los nombres más comunes del país y que sin una fecha de nacimiento o una población sería imposible seguir su rastro.

Sólo había encontrado una pista que podría ser interesante, y se la había facilitado la factura del teléfono del fallecido. Jansen no hacía muchas llamadas, y casi todas eran al Menna-Ra. Sólo otro número, de El Cairo, figuraba con cierta frecuencia en la factura: nueve veces en los últimos tres meses. Jalifa lo había investigado en Egypt Telecom, pensando que sería uno de los amigos que Carla Shaw había mencionado durante su interrogatorio de la semana anterior. Sin embargo, esto también demostró ser una pista falsa, pues el número no pertenecía a una dirección privada, sino a un teléfono público del barrio de el-Maadi.

En pocas palabras, apenas había avanzado. Por eso iba en el coche ahora.

Continuó su camino y atravesó pequeños pueblos destartalados. Las colinas y el río, a uno y otro lado, se acercaban unas veces a la carretera y otras se perdían en la distancia, como asustados por el tráfico. El sol se estaba alzando a su izquierda, trepaba por el cielo como una yema de huevo que ascendiera entre agua hirviendo, y su calor creciente hacía que la húmeda tierra aluvial de los cultivos rielara y desprendiera vapor como un pastel recién salido del horno.

Llegó a Edfu media hora después. Cruzó el Nilo por el puente de cuatro carriles de la ciudad y recorrió sus calles polvorientas, antes de continuar hacia el sur, esta vez por la orilla derecha del río. Seis kilómetros más adelante, paró junto a un puesto ambulante para que le orientaran. Pasados dos kilómetros se desvió a la izquierda de la autopista y entró en una pista arenosa que serpenteaba entre campos de cebollas y calabazas y de vez en cuando se internaba en espesos bosquecillos de árboles
falak
, hasta desembocar en una vivienda encalada y adornada que se alzaba junto al río. La casa de Ehab Ali Mahfuz, el ex jefe de Jalifa, el hombre que había dirigido la investigación de la señora Schlegel. Frenó y apagó el motor.

Ir hasta allí era una apuesta arriesgada para Jalifa. Si bien se había jubilado tres años antes, Mahfuz aún tenía mucha influencia. Si la visita le molestaba, bastaría una palabra para que Jalifa fuera degradado a policía de a pie y destinado a alguna comisaría olvidada en medio del desierto occidental. Eso, o ser expulsado del cuerpo.

Sin embargo, si quería reabrir el caso de manera oficial (y había llegado a un punto de sus investigaciones en que ya no podía seguir trabajando extraoficialmente), a Jalifa no le quedaba otro remedio que jugar esa baza. El jefe Hasani no iba a ayudarle. Si pasaba por encima de Hasani y se dirigía al comisario del distrito, por ejemplo, eso le empantanaría en una jungla burocrática que tardaría meses en resolverse. Mahfuz tenía poder para agilizar las cosas de inmediato. La pregunta era si estaría dispuesto a utilizar ese poder. Jalifa no le recordaba como un hombre predispuesto a admitir errores.

Tamborileó con los dedos sobre el volante, cogió un informe mecanografiado de sus descubrimientos, bajó, se acercó a la puerta principal y llamó al timbre. Al cabo de unos momentos, oyó pasos que se acercaban. La puerta se abrió.

—Sabah el-jayr
—dijo a la mujer que apareció ante él—. He venido a ver al inspector jefe.

—El comandante Mahfuz no desea ver a nadie en este momento —replicó la mujer, que recalcó la palabra «comandante», el rango con el que Mahfuz se había jubilado del cuerpo. Era de edad madura, piel oscura, y vestía ropas negras y
tarha.
El ama de llaves, supuso Jalifa.

—Sólo deseo que me conceda unos minutos. He venido desde Luxor. Es importante.

—¿Tiene cita?

Admitió que no.

—Entonces no le verá.

Se dispuso a cerrar la puerta, pero Jalifa se interpuso en el hueco.

—Haga el favor de decirle que ha venido el inspector Yusuf Jalifa —pidió con firmeza—. Dígale que es urgente.

Ella le miró airada y, después de ordenarle que se quedara donde estaba, desapareció en el interior de la casa.

Jalifa se apoyó contra el marco de la puerta y encendió un cigarrillo, al que dio una profunda calada. Pese a sus habituales encontronazos con Hasani, no era una persona dada a los enfrentamientos personales, y situaciones como esta no le resultaban fáciles. Se descubrió pensando en sus años de universitario, cuando una vez llevó la contraria a un profesor delante de toda la clase. Le dijo que se había equivocado en un punto, y experimentó una sensación de miedo cuando levantó la mano y habló.

Dio otra calada, se volvió y miró hacia los campos que acababa de atravesar. A lo lejos vio una figura semidesnuda que picaba en la tierra con una
turia.
Su cuerpo se alzaba y caía con la lenta precisión rítmica de un juguete mecánico. ¿Qué estoy haciendo?, se dijo. ¿Qué coño estoy haciendo?

La mujer regresó un par de minutos después. Jalifa casi esperaba oír que Mahfuz se negaba a verle. Sin embargo, el ama de llaves le ordenó que apagara el cigarrillo y, tras mirarle como diciendo, «yo no apruebo esto», le guió hasta el fresco interior de la casa.

—El comandante no se encuentra bien —explicó con semblante severo, mientras atravesaban una serie de habitaciones en dirección a la parte posterior de la vivienda—. Salió del hospital hace quince días. El médico dijo que no debían molestarle.

Entraron en un amplio salón iluminado por el sol, con suelo de baldosas y una trabajada araña que colgaba del techo. Al fondo, unas puertas de cristal daban acceso a un jardín lleno de flores.

—Está allí —indicó la mujer—. Traeré té. Y no fume.

Miró fijamente a Jalifa para asegurarse de que había comprendido el mensaje, dio media vuelta y desapareció. El detective, antes de salir al jardín, se quedó mirando una gran foto enmarcada de Mahfuz estrechando la mano del presidente Mubarak. Al otro lado de una extensión de césped inmaculadamente cuidado, bordeado de arriates de flores de color rosa y amarillo, una pequeña plataforma de madera se extendía sobre el río. Sobre ella, de espaldas a Jalifa, había una tumbona a la que daba sombra un parasol de rayas verdes y blancas. Murmuró a toda prisa una oración y avanzó sobre la hierba. Llegó al muelle y se agachó bajo la sombrilla.

—Me estaba preguntando cuándo vendría —dijo una voz ronca—. Hace más de una semana que le estoy esperando.

Mahfuz estaba tendido, recostado sobre unos cojines, con una mano sobre el apoyabrazos de la tumbona y la otra aferrando una mascarilla de oxígeno de plástico, comunicada mediante un tubo grueso como un intestino con un cilindro metálico que descansaba a su lado. Jalifa se quedó impresionado por el cambio que había experimentado. La última vez que le había visto, más de cinco años atrás, era un hombre enorme, musculoso, de hombros anchos y aspecto imponente, como un peso pesado (le llamaban el Buey de Edfu). Ahora apenas le reconocía: el cuerpo encogido y convertido en algo que recordaba una tira de cuero viejo, con una cara como una calavera y unos miembros descarnados. Había perdido casi todo el pelo y los dientes, y sus ojos castaños, que Jalifa recordaba brillantes y fieros, tenían ahora el color de las aguas estancadas. Bajo la chilaba blanca se marcaba el bulto de una bolsa de colostomía.

—No queda mucho de mí. —El hombre rio sin alegría al ver la expresión de Jalifa—. Vejiga, intestino, un pulmón, todo fuera. Me siento como una maleta vacía.

Empezó a toser, se llevó la mascarilla a la cara, apretó un botón y aspiró.

—Lo siento —murmuró Jalifa—. No lo sabía.

Mahfuz se encogió de hombros mientras aspiraba oxígeno, y miró una masa de
ward-i-Nil
que flotaba por el río. Su respiración tardó casi un minuto en normalizarse. Bajó la mascarilla e indicó a Jalifa con un gesto de la cabeza que se sentara a su lado.

—Me queda un mes —dijo con voz áspera—. Dos como mucho. Con la morfina, es casi soportable.

Jalifa no sabía qué decir.

—Lo siento —repitió.

Mahfuz sonrió sin humor.

—El castigo —dijo—. Quien siembra vientos recoge tempestades.

Antes de que Jalifa pudiera preguntar a qué se refería, el ama de llaves apareció con una bandeja sobre la que descansaban dos vasos de té. La dejó sobre la mesa de madera, ahuecó los cojines de su jefe, lanzó una mirada severa a Jalifa y se fue.

—Omm Muhammad
—gruñó Mahfuz—. Una perra miserable, ¿eh? No se lo tome como algo personal. Es igual con todo el mundo.

Se inclinó a un lado y tendió una mano temblorosa hacia el té. No pudo alcanzarlo, y Jalifa se lo tuvo que acercar.

—¿La señora Mahfuz? —preguntó para entablar conversación.

—Murió. El año pasado.

Jalifa inclinó la cabeza. No esperaba nada de esto. Mahfuz bebió el té y le miró por encima del borde del vaso.

—Está pensando que no debería haber venido, ¿verdad? —resolló, pues había leído los pensamientos del detective—. Que el viejo ya está sufriendo bastante. ¿Para qué darle más problemas?

Jalifa se encogió de hombros mientras miraba entre las rendijas de la plataforma las aguas cenagosas que discurrían por debajo.

—Ha dicho que me estaba esperando —murmuró tras un breve silencio.

Mahfuz se encogió de hombros.

—Hasani llamó. Me contó lo que estaba pasando. Que estaba usted husmeando en el caso Schlegel. Si seguía siendo el Jalifa que yo recordaba, sabía que a la larga vendría.

Sonrió para sí, con una expresión más apenada que alegre, y volvió a toser, de forma que el vaso tembló en su mano y gotas de té cayeron sobre su chilaba. Indicó a Jalifa con un gesto que sujetara el vaso, levantó la mascarilla y tomó una larga bocanada de oxígeno. El detective desvió la mirada hacia el río. Era una vista gloriosa: el agua negroazulada, los macizos de juncos susurrantes, una solitaria falúa que pasaba cerca de la orilla opuesta, su vela hinchada aplastando el cielo como una mejilla sobre una almohada. Mahfuz observó la dirección de su mirada y dejó la mascarilla a un lado.

—Mi único consuelo —dijo con voz ronca—. Al menos, moriré con una buena vista.

Se aplicó de nuevo la mascarilla, derrumbado sobre la tumbona, y aspiró el oxígeno como un pez varado en un banco de barro. Jalifa tomó un sorbo de té y se dispuso a sacar los cigarrillos, pero recordó lo que le había dicho el ama de llaves y enlazó las manos sobre el regazo. Al otro lado del jardín, un abejaruco revoloteaba sobre un macizo de rosas.

Por fin Mahfuz se recuperó lo suficiente para quitarse la mascarilla. Jalifa se inclinó para entregarle el informe mecanografiado.

—Pensé que debía ver esto, señor.

Mahfuz tomó el informe, hizo una mueca de dolor cuando cambió de postura y lo leyó con parsimonia, pasando las páginas con manos temblorosas. Cuando llegó al final, lo dejó a un lado y apoyó la cabeza sobre las almohadas.

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