Jerusalén
Era primera hora de la tarde cuando Arieh Ben Roi entró al volante de su baqueteado BMW blanco en la Ciudad Vieja por la puerta de Jaffa. Frenó ante la barrera de hierro electrónica situada ante la comisaría de policía David, un imponente edificio de dos pisos, construido en la piedra de Jerusalén, de un blanco amarillento, con las banderas de Israel y la policía ondeando delante y una alta antena de radio en la azotea, como un árbol despojado de todo su follaje. El guardia de turno le reconoció, activó la barrera y le indicó que siguiera por el túnel arqueado que atravesaba el centro del edificio y penetraba en el recinto amurallado de la parte posterior, donde aparcó al lado de una camioneta Kawasaki Mule blanca de la policía. Detrás de él, dos artificieros estaban ajustando el brazo retráctil de un robot. A su derecha estaban adiestrando un caballo dentro de un recinto vallado, rodeado de arbustos de adelfas en flor. Se sentía fatal, como casi todos los días, y se dijo que debía dejar de beber. Como casi todos los días. Sabía que no lo haría. Era lo único que le calmaba el dolor, que le ayudaba a olvidar. Sin la bebida, la vida sería... insoportable.
Se quedó sentado un momento, con ganas de estar otra vez en su piso, escondido del mundo, a solas con sus pensamientos, y por fin bajó del coche y volvió con parsimonia hacia el túnel. Entró por una puerta baja y subió por un tramo de escalera de piedra hasta el primer piso. Su oficina estaba en mitad de un pasillo encalado, una habitación pequeña y estrecha con muebles de madera contrachapada, un ordenador sobre un carrito y, encima del escritorio, una foto enmarcada de un Ben Roi más joven y en mejor forma, en el momento de recibir la Orden de Conducta Valiente de la policía. Se la habían concedido tres años antes por salvar a una niña palestina de una casa en llamas cerca del Mauristan. Arriesgó su vida derribando a patadas la puerta principal, abriéndose paso entre las llamas hasta el primer piso y sacándola sana y salva por la azotea. En aquel momento, se sintió orgulloso de sí mismo. Ahora pensaba que había cometido una estupidez. Tendría que haber dejado que se quemara. Lástima que no lo hubiera hecho en su momento.
El despacho estaba vacío cuando llegó, y después de cerrar la puerta a su espalda se sentó a su mesa, sacó la petaca y bebió un largo y lento trago. El líquido resbaló por su garganta, y un agradable calor le invadió el pecho y el estómago. Bebió otro trago, y su mente empezó a aclararse, su estado de ánimo mejoró. Un tercer trago, y se sintió preparado para afrontar el día. La puerta se abrió.
—¿Nunca llamas antes de entrar, Feldman? —espetó, mientras ocultaba la petaca bajo el escritorio y trataba de enroscar el tapón.
Feldman reparó en lo que estaba haciendo y meneó la cabeza.
—Por los clavos de Cristo, ni siquiera es la hora de comer.
Ben Roi no le hizo caso y deslizó la petaca en el bolsillo de sus tejanos.
—¿Qué quieres?
—Vamos a iniciar los interrogatorios preliminares de los tipos que detuvimos anoche. Pensé que te gustaría encargarte del que pillaste.
Feldman sonrió cuando dijo «del que pillaste», al recordar la fracasada persecución de Ben Roi en el valle del Cedrón. Menudo mamón.
—¿Dónde está?
—Interrogatorios tres. ¿Crees que podrás apañártelas solo?
Ben Roi hizo caso omiso del sarcasmo, se puso en pie, cogió una carpeta del escritorio y cruzó el despacho. Cuando pasó junto a Feldman, sintió una mano sobre el brazo.
—Aclárate de una vez, tío. No puedes seguir así.
Tras una pausa, Feldman retiró la mano.
—Escucha, Arieh, sé lo que has...
—No sabes ni una mierda, Feldman. ¿Lo has entendido? Ni una puta mierda.
Ben Roi fulminó con la mirada a su colega, salió del despacho y se alejó por el pasillo, luchando contra la tentación de beber otro largo trago de vodka. Compasión y rechazo; por lo visto, era lo único que lograba inspirar últimamente. Compasión por lo ocurrido, y rechazo por su forma de afrontarlo. Lo último podía aguantarlo. La compasión no. Eso no. Eso le degradaba. Ojalá se hubiera quedado con ella en la plaza aquella noche.
Bajó al túnel por la escalera. Se accedía a las salas de interrogatorio por una puerta de la pared opuesta pero, en lugar de ir directamente, giró a la izquierda y luego a la derecha, hasta entrar en un anexo moderno y acristalado situado en la parte posterior de la comisaría. Atravesó un vestíbulo fresco, de luz suave, y accedió a una amplia sala de control, con una doble hilera de monitores de color al fondo. Cada pantalla exhibía una imagen diferente de la Ciudad Vieja (el Muro Occidental, la puerta de Damasco, Haram al-Sharif, el Cardo), transmitida por una de las trescientas cámaras de seguridad apostadas en cada esquina. Las imágenes cambiaban con frecuencia cuando el sistema pasaba de una cámara a otra, y de vez en cuando alguna pantalla se volvía naranja y aparecía el aviso «Cámara fuera de servicio».
Dos mesas de control semicirculares, una dentro de otra como un par de comas invertidas, se habían dispuesto frente a las pantallas, vigiladas por oficiales uniformados. Ben Roi se acercó a éstos y dio un golpecito en el hombro de la chica robusta de pelo rubio.
—Necesito unas secuencias de anoche —dijo—. Interior de la puerta de los Leones. A eso de las doce menos cuarto.
La muchacha asintió, llamó a un compañero para decirle que abandonaba el puesto unos minutos y condujo a Ben Roi a una habitación lateral, donde él se sentó ante un ordenador. La chica se inclinó sobre su hombro, seleccionó varios iconos con el ratón hasta localizar las secuencias solicitadas.
Ben Roi contempló el desarrollo de la operación antidroga. De vez en cuando pedía a la chica que rebobinara, aumentara de tamaño algo o pasara a una cámara diferente para seguir al joven palestino al que había dado caza desde el momento en que llegaba a la puerta con sus tres colegas, pasando por la aparición del Mercedes cargado de droga, hasta el punto en que la policía hacía acto de aparición e, inadvertido en la confusión, el hombre saltaba al interior de Haram al-Sharif desde lo alto de una puerta y luego seguía por las murallas de la Ciudad Vieja hasta el cementerio musulmán, y de allí hasta la carretera de Ophel.
—Muy bien, ya es suficiente —dijo por fin—. ¿Puedo obtener una copia?
La rubia desapareció y regresó dos minutos después con un CD. Ben Roi lo guardó dentro de la carpeta que llevaba y salió del centro de control en dirección al edificio principal. La sala de interrogatorios 3 estaba en el sótano, una habitación encalada con suelo de piedra y una sola hilera de luces en el techo. El palestino estaba sentado detrás de una mesa desvencijada de madera contrachapada, con las muñecas esposadas, el ojo izquierdo hinchado y amoratado. Ben Roi acercó una silla y se sentó frente a él.
—Quiero un abogado —murmuró el hombre, con la vista clavada en la mesa.
—Vas a necesitar uno —gruñó el detective, al tiempo que abría la carpeta, dejaba el CD a un lado y sacaba una hoja mecanografiada, el informe de la detención que había redactado por la noche—. Hani al-Hayar Hani-Yamal —dijo, leyendo los datos personales—. Qué nombre más estúpido.
Dejó la hoja.
—Mírame.
El joven alzó la vista mordiéndose el labio. Los ojos le brillaban de miedo. Parecía muy pequeño al lado de Ben Roi, un niño delante de un profesor.
—Vas a decirme la verdad, ¿eh, Hani? A todas las preguntas que te haga. La verdad.
Hubo un gesto imperceptible de asentimiento. El joven tenía los muslos apretados con fuerza, como si esperara un ataque sorpresa por debajo de la mesa. Ben Roi le miró, gozando con su miedo, gratificado por él. Después, sin apartar la vista, deslizó el CD con la mano izquierda sobre la mesa.
—Esto es para ti.
El hombre lo miró perplejo, aterrorizado.
—Todo está ahí —dijo Ben Roi—. Todo lo que pasó anoche. Todo grabado, todo admisible en un tribunal. De modo que nada de mentiras. No quiero chorradas; nada de que pasabas por allí casualmente, que nunca has estado metido en asuntos de drogas. Porque si me tocas los huevos, te haré picadillo. Te liquidaré.
Agarró la muñeca del hombre, la apretó, hundió los dedos en la carne. Después soltó su presa y se reclinó en el asiento.
—Empieza a hablar, patético pedazo de mierda.
Luxor
Cuando Jalifa volvió de Edfu, Mahfuz ya había hablado con el jefe Hasani y le había informado de la situación.
Se lo tomó sorprendentemente bien. Mejor de lo que Jalifa había esperado, desde luego. Oyó algunas maldiciones masculladas cuando entró en su despacho, y vio la habitual mirada furibunda de Hasani, pero los chillidos y puñetazos sobre la mesa que había esperado, y para los cuales se había preparado durante todo el viaje de regreso, no se materializaron. Al contrario, el jefe se mostró de lo más comedido durante toda la conversación y aceptó la reapertura del caso sin emitir más que algún murmullo de disentimiento, como si ya no le quedaran energías o voluntad para seguir oponiéndose. Jalifa hasta creyó captar un leve brillo de alivio en sus ojos, como un hombre que ha conseguido por fin quitarse de encima un peso con el que nunca quiso cargar.
—Dejemos clara una cosa —dijo Hasani, mientras miraba por la ventana de su oficina, el peluquín aferrado a su cabeza como un grumo de algodón de azúcar moreno—. Trabajarás solo. Estoy justo de hombres. No puedo prescindir de nadie más. ¿Comprendido?
—Sí, señor.
—Asignaré otro caso a Sariya. Hasta que hayas solucionado éste, trabajará en otra oficina.
—Sí, señor.
—No quiero que te vayas de la lengua en la comisaría. No se lo digas a nadie. Si te preguntan, limítate a decir que han surgido nuevas pruebas y las estás investigando. No entres en detalles.
—Sí, señor.
Se oyó el ruido de cascos de caballos cuando una calesa pasó por la calle. El conductor silbaba a los turistas, los animaba a dar un paseo. Hasani miró un momento, luego volvió a su escritorio.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó.
Jalifa se encogió de hombros y dio una calada al Cleopatra que sujetaba entre los dientes.
—Intentar averiguar algo más sobre el pasado de Jansen, supongo. A ver si encuentro algo que le relacione con la señora Schlegel. Algún móvil del asesinato. Todo lo que tenemos en este momento es circunstancial.
Hasani asintió. Abrió el cajón de su escritorio, sacó el llavero de Jansen y lo entregó al detective.
—Vas a necesitarlo.
Jalifa cogió las llaves y las guardó en el bolsillo.
—Tendré que ponerme en contacto con los israelíes en algún momento —dijo—. Por si tienen algo sobre la mujer.
Hasani hizo una mueca, pero no dijo nada. Sostuvo la mirada de Jalifa durante un largo rato y después, despacio, se puso en pie, caminó hasta un archivador y se agachó para abrir el cajón de abajo, del cual extrajo una delgada carpeta roja. Volvió al escritorio y se la entregó a Jalifa. Delante estaba escrito «2345/1: Schlegel, Hannah. 10 de marzo de 1990».
—Supongo que las pistas se habrán enfriado, pero nunca se sabe.
Jalifa contempló el expediente.
—Mahfuz dijo que usted lo había quemado.
Hasani gruñó.
—No eres el único capullo de por aquí que tiene conciencia.
Sostuvo una vez más la mirada de Jalifa y después le despidió con un gesto.
—¡Quiero que me tengas al día con regularidad! —gritó a su espalda—. Lo cual quiere decir exactamente eso.
Jerusalén
Cuando terminó la comida para recaudar fondos, y después de acompañar a Har-Zion a su oficina en el edificio del Knesset, en Derekh Ruppin, Avi Steiner tomó un autobús a Romema para mirar el buzón. Sus ojos escrutaron con suspicacia a los pasajeros, no por temor a suicidas (¡Dios, qué irónico sería morir en un autobús a manos de un sicario de al-Mulatham!), sino por si acaso le seguían. Era una posibilidad minúscula (se trataba de un secreto tan celosamente guardado que la mayoría de los implicados ni siquiera sabían que lo estaban), pero cualquier precaución era poca. Por eso Har-Zion confiaba en él y le había apodado Ha-Nesher, el Águila, porque era muy precavido, porque lo veía todo. Ha-Nesher, y también Ha-Neeman, el Leal. Habría hecho cualquier cosa por Har-Zion. Cualquier cosa. Era como un padre para él.
Bajó del autobús al final de la calle Jaffa, miró de nuevo alrededor con suspicacia, subió por la colina hasta llegar al corazón de Romema, una aburrida zona residencial con bloques de apartamentos de piedra amarilla, entre los que crecían bosquecillos de pinos y cipreses, cambió de dirección con brusquedad, volvió sobre sus pasos, confirmó y volvió a confirmar que no le seguían, hasta que por fin entró en una tienda con un letrero sobre la puerta que anunciaba «Comestibles, artículos de escritorio, buzones privados».
No miraba el buzón con regularidad, pues la regularidad implicaba una rutina, y la rutina despertaba sospechas. A veces iba tan sólo un par de días después de su última visita, a veces esperaba una semana, quince días, incluso un mes. Las precauciones siempre eran pocas.
Los buzones estaban clavados a una pared del fondo, fuera de la vista de la propietaria, una sefardí de edad avanzada que, en los tres años que hacía que frecuentaba la tienda, parecía que nunca se había movido de su butaca, detrás del mostrador de madera contrachapada. Echó un último vistazo alrededor, sacó una llave y abrió el buzón número 13, del cual extrajo un solo sobre que deslizó en el bolsillo de la chaqueta, antes de volver a cerrar con llave el buzón y salir. Había estado en la tienda menos de un minuto.
De nuevo en la calle, zigzagueó otros quince minutos y después abrió el sobre. Contenía una hoja de papel en la que había escrito, con letras mayúsculas para no identificar la caligrafía, un nombre y una dirección. Los memorizó, rompió la hoja en trozos diminutos, los mezcló en la mano y los fue depositando en cuatro cubos de basura diferentes, antes de volver a la calle Jaffa y tomar un autobús de regreso a la ciudad, satisfecho de saber que estaba trabajando por el bien de su pueblo y su patria.
Jerusalén
A las cinco de la tarde, Tom Roberts todavía estaba inclinado sobre la mesa del estudio de Laila, rodeado de trozos de papel. Al parecer, no se encontraba más cerca de descifrar el críptico documento que seis horas antes, cuando había empezado a estudiarlo.