Ben Roi aminoró el paso.
«Tú no sientes una mierda —tuvo ganas de gritarle—. Eres una sucia proárabe. Ellos asesinaron a la única mujer que he querido, y tú andas jugando con sus hijos. Eres una
zonah
estúpida e ignorante. Puta.»
No dijo nada. Se limitó a alzar apenas una mano en señal de despedida, aceleró el paso, continuó hasta el final de la calle y desapareció tras la esquina con Ha-Melekh George.
Más tarde, mucho más tarde, después de pasar tres horas bebiendo solo en el Champs Pub de la calle Jaffa, volvió dando tumbos a su piso, puso un CD de Schlomo Artzi y se derrumbó en el sofá. La cabeza le daba vueltas.
Había una puta en el bar, joven, rubia, rusa, con los ojos muy pintados y los brazos transparentes y llenos de pinchazos propios de una heroinómana. Pensó en llevársela a casa para apaciguar su ira y su soledad, pero desechó la idea. Estaba demasiado borracho, no se le empinaría, acabaría despreciándose más todavía, si eso fuera posible. La mujer le había echado los tejos, pero él le dijo que se fuera a la mierda y siguió bebiendo solo, contemplando su reflejo en el espejo que había detrás de la barra, su cara enorme y hosca partida por la juntura vertical entre los dos paneles de cristal, como si le hubieran hendido el cráneo y las dos partes estuvieran separadas por una profunda franja negra. Una vez en casa, tumbado en el sofá, cerró los ojos, pero de pronto sintió náuseas y los abrió casi de inmediato. Su mirada vagó por la habitación, en un esfuerzo por enfocarla en algo. Miró el reproductor de CD, una grieta en el techo, una novela de intriga de Batya Gur, antes de poner la vista en una fila de fotografías enmarcadas que descansaban sobre una estantería de la pared opuesta. Respiró hondo varias veces al tiempo que seguía la hilera de instantáneas, que utilizó para recuperar el equilibrio, como si sus ojos fueran manos, y las fotos, una sólida barandilla de hierro a la que poder aferrarse: su hermana y él colgados cabeza abajo de la rama de un albaricoquero en la granja de la familia; su bisabuelo, el viejo Ezequiel Ben Roi, un ruso severo y barbudo que había emigrado a la Palestina regida por los otomanos en 1882, por lo que los Ben Roi eran una de las familias judías más antiguas de la región; él, el día de la graduación en la escuela de policía; él con Al Pacino, cuya película
Serpico
le había animado a convertirse en policía. Y por supuesto, al final de la hilera, la foto más grande, Galia y él riendo a la cámara, con la extensión ondulada y sedosa del mar de Galilea detrás, en Ginosar, la noche en que él cumplía treinta años, cuando ella le había regalado la petaca de plata y el colgante en forma de menorah que todavía llevaba al cuello.
Contempló la foto, mientras los dedos de su mano izquierda acariciaban el colgante; luego se puso en pie y entró tambaleante en el dormitorio. Al lado de la cama, pegado con celo, había un artículo periodístico fotocopiado, ampliado tres veces, con círculos de tinta roja que rodeaban determinadas palabras y frases: «Jericó y la llanura del mar Muerto»; «Manio»; «un hombre alto y delgado»; «una manera de operar demasiado compleja para que se trate de una célula palestina renegada»; «el incentivo ha de ser externo». Se inclinó hacia la pared, con una mano apoyada a cada lado del artículo, y estudió el texto, como había hecho mil veces aquel mismo año. Luego se derrumbó en la cama y contempló el frasco de loción para después del afeitado sobre la mesita de noche.
—Dolor de barriga —murmuró—. Me das dolor de barriga.
Después cerró los ojos y se durmió, emitiendo fuertes ronquidos, con la mano derecha convertida en un puño, como si estuviera agarrando el tirador del cordón de apertura de un paracaídas.
Jerusalén
Era el mismo sueño de siempre, el que tenía todas las noches sin falta. Se hallaba en una celda subterránea, muy pequeña y estrecha, oscura como boca de lobo, de suelo húmedo y resbaladizo y paredes de cemento poroso. Había algo con ella, pero no sabía qué era: una serpiente, quizá, una rata o un escorpión de gran tamaño. Algo peligroso, malvado. Estaba desnuda, su frágil cuerpo pegado a una esquina de la celda, intentando apartarse del camino de la cosa, aterrorizada de entrar en contacto con ella, de sus mordiscos o picaduras. Entretanto, se oía un estrépito lejano de maquinaria, como enormes ruedas de hierro que giraran lentamente, y las paredes empezaron a acercarse, empujándola hacia la criatura y viceversa. Se puso a chillar, llamó a su padre, insistió en que no era un traidor, sino un buen palestino. Las paredes seguían acercándose, empujando sus piernas hacia arriba, de manera que sus partes íntimas quedaron al descubierto. Notó que la criatura se movía entre sus muslos, reptaba sobre su piel, exploraba, olfateaba, ascendía. Intentó quedarse quieta, contener la respiración, pero el tacto era tan repugnante que no pudo evitar agitarse, y la cosa se introdujo entre sus piernas, mordió, cortó y picó, la abrió en canal, se introdujo en su interior.
—¡No! —chilló, y despertó de golpe, agitando los brazos y las piernas—. ¡Dios, por favor, no!
Las convulsiones se prolongaron unos segundos más, y después se derrumbó en la cama, casi ahogada, temblorosa, con un repiqueteo lejano en los oídos. Poco a poco su respiración se calmó y su cuerpo se relajó, pero el repiqueteo continuó. Cuando su mente recuperó la lucidez, comprendió de repente que el teléfono estaba sonando. Miró la esfera luminosa del reloj (la una y media), se levantó de la cama y, frotándose los ojos, entró en el estudio y descolgó el auricular.
—¿Laila?
Era Tom Roberts.
—Es la una y media —dijo ella, con voz adormilada e irritada.
—¿Qué? ¡Mierda, Laila! No tenía ni idea de que fuera tan tarde. Sólo quería decirte... Olvídalo, olvídalo. Ya llamaré mañana.
Parecía entusiasmado. Emocionado.
—¿Querías decirme qué?
—Da igual. Llamaré mañana.
—Ya estoy despierta, Tom. ¿Qué quieres?
Todavía estaba nerviosa a causa de la pesadilla, y su tono era seco, suspicaz. Tenía la desagradable sensación de que el hombre iba a salirle con algo embarazoso, a decirle que estaba enamorado de ella o algo por el estilo.
—Es que he estado dándole vueltas en la cabeza a las cosas desde que me fui esta tarde...
Oh, Dios, pensó ella.
—... y creo saber a qué corresponden las iniciales GR.
Laila tardó unos segundos en asimilar las palabras, y sólo entonces despertó por completo. Se inclinó para encender una lámpara y buscó papel y lápiz.
—Continúa.
—No sé por qué no se me ocurrió antes —dijo Tom—, al ver las referencias a Jerusalén y a escondites secretos. Se trata de una coincidencia asombrosa. Bien, el caso es que creo que podría ser alguien llamado William de Relincourt.
Ella frunció el ceño, con el lápiz detenido sobre el papel.
—Las iniciales son GR, Tom, no WR.
—Lo sé. Por eso no se me ocurrió de inmediato. La cuestión es que en latín medieval William era Guillelmus.
Laila escribió el nombre y lo subrayó.
—¿Quién es?
—Bien, eso es lo fascinante —dijo Roberts—. Por lo que recuerdo (como ya te dije esta tarde, no soy un experto en ese período), era el tipo que construyó la iglesia del Santo Sepulcro. O la reconstruyó, mejor dicho. La iglesia original era bizantina, me parece. ¿O romana? No me acuerdo. Da igual. La cuestión es que durante la época de las Cruzadas se reconstruyó la iglesia, y mientras estaban excavando los cimientos al parecer el tal Guillermo de Relincourt desenterró un tesoro asombroso.
Laila sintió que se le ponía carne de gallina.
—¿Qué tesoro?
—No lo sé. Creo que nadie lo sabe. La historia aparece en las crónicas de un cruzado, por lo que recuerdo. Guillermo de Tiro, me parece, aunque puede que me equivoque. Parece una coincidencia extraordinaria. Dos personas con las mismas iniciales, en Jerusalén casi en la misma época, encuentran un misterioso objeto oculto. Extraordinario.
Laila escribió un par de notas, después cogió la traducción que habían hecho aquella tarde y la leyó.
—¿Laila?
—Sí, sigo aquí. Estoy releyendo la carta.
Terminó de leer y dejó la hoja, mientras se pasaba la mano por el pelo.
—Esto no es mi fuerte, Tom. Si se trata de política, tengo una agenda llena de contactos, pero historia medieval... No sé nada de eso. Nunca me ha interesado.
Siguió una breve pausa.
—Si quieres, podríamos...
Laila sabía lo que iba a decir, de modo que le cortó de inmediato.
—Prefiero ocuparme sola de la investigación, Tom. Lo siento. Es mi forma de trabajar. Nada personal.
Habló en tono duro, frío. En otras circunstancias, habría pedido disculpas, al fin y al cabo Tom le había hecho un gran favor, pero esa noche no estaba de humor.
—Por supuesto, por supuesto —murmuró él, sorprendido por su brusquedad—. Lo entiendo. Yo hago lo mismo.
—Sólo necesito información, Tom. Una pista. Alguien que sepa de estas cosas. ¿Puedes ayudarme?
Le oyó respirar al otro extremo de la línea.
—Por favor —añadió.
Otra pausa.
—Hay un tipo en el Santo Sepulcro —dijo él al fin, en tono herido—. Un sacerdote ortodoxo griego. El padre Sergio, creo que se llama. Un hombre grande y gordo. Sabe todo lo que hay que saber sobre la historia de la iglesia. Ha escrito libros sobre ella. Podría ser un buen punto de partida.
Ella anotó el nombre.
—Gracias, Tom —dijo—. Te debo una.
Intuyó que él necesitaba algo más que eso. Que estaba esperando una palabra amable, un consuelo. Laila no estaba de humor. Guillermo de Relincourt. Sólo podía pensar en eso.
—Gracias —repitió—. Te llamaré.
Colgó el auricular, miró un momento el nombre anotado, enchufó el ordenador portátil a la línea telefónica, entró en Google y empezó a buscar.
Luxor
Los campos de bananas todavía estaban envueltos en la neblina matutina cuando Jalifa llegó a la villa de Jansen en Karnak. Abrió la cancela y caminó por el sendero de grava hasta el edificio bajo y de una sola planta, con su porche de madera y las ventanas provistas de postigos.
Había dedicado la tarde y la noche anteriores a revisar el expediente de Schlegel, con el fin de tomar notas y refrescar la memoria. Tal como Hasani había sospechado, no le había sido de gran ayuda, si bien le había proporcionado algunos detalles olvidados: fotografías del cadáver de Schlegel, declaraciones de testigos que la habían visto antes de morir, copias de la correspondencia intercambiada con la embajada israelí para enviar el cuerpo a Israel. Pero nada que se pudiera considerar información nueva. Había intentado ponerse en contacto con los dos testigos principales (la camarera que había oído a la señora Schlegel hablar por teléfono en la habitación de su hotel, y el guardia de Karnak que había visto a alguien huir del lugar de los hechos), pero pronto descubrió que el guardia había muerto y que la criada se había casado y había abandonado la zona sin dejar su nueva dirección. Tendría que empezar desde cero.
Llegó a la puerta principal de la villa y, después de probar varias llaves, la abrió y entró en el fresco y oscuro interior. Accionó el interruptor de la luz. Todo estaba igual que el día de su última visita: los sillones, el revistero, el gran óleo de la cumbre de una montaña escarpada, la misma atmósfera de limpieza esterilizada, de seguridad obsesiva. Había media docena de cartas tiradas en el suelo. Se agachó para recogerlas y empezó a examinarlas. Las primeras cinco eran facturas o propaganda. La sexta venía en un sobre escrito a mano y con matasellos de Luxor. Lo abrió y extrajo una hoja de papel barato fotocopiada que anunciaba una conferencia que tendría lugar al día siguiente: «Las iniquidades de los judíos». El orador era un
shayj
llamado Omar Abd al-Karim, un clérigo local famoso por sus sediciosas proclamas antioccidentales. Jalifa observó el anuncio, perplejo por el hecho de que se lo hubieran enviado a Jansen, lo guardó en el bolsillo de la chaqueta, cerró la puerta a su espalda con el pie y se puso a registrar la casa.
Una brecha. Eso era lo que estaba buscando. Una especie de ventana abierta al mundo secreto de Jansen. Algo, lo que fuera, capaz de revelarle alguna cosa más sobre el misterioso propietario de la villa. Algo que le ayudara a abrir una brecha en la fachada impenetrable que el hombre había construido a su alrededor.
Empezó en la sala de estar, seguro de que allí encontraría pistas que le condujeran a la historia de Jansen, pero sin saber si podría interpretarlas. El óleo, por ejemplo. No cabía duda de que le estaba diciendo algo acerca de su propietario, acerca de su vida interior. Pero ¿qué? ¿Que le gustaban las montañas? ¿O había un mensaje más concreto? ¿Que era el paisaje de su país natal, quizá? Pero ¿Holanda no era llana? Tenía la sensación de que ante él se desplegaba toda la información que necesitaba para llegar al corazón de su presa, pero en un código que no podía descifrar.
Estuvo media hora registrando la sala, luego pasó a los dormitorios y por fin al estudio, donde dedicó largo rato a examinar la biblioteca de Jansen. Sacó volúmenes al azar y los hojeó:
Die Südlichen Raume des Temples von Luxor
, de H. Brunner;
Obras completas de Josefo
, traducidas al inglés por William Whiston;
Cathares et templiers
, de Raymonde Reznikov;
From Solon to Socrates
, de Victor Ehrenberg;
The basilica of the Holy Sepulchre
, de G. S. P. Freeman-Grenville. Ya durante su primera visita le había sorprendido la diversidad de temas que abarcaban las lecturas de Jansen, la evidente inteligencia y erudición del hombre. Había obras sobre todas las materias, desde el Egipto predinástico hasta la Inquisición española, desde las Cruzadas hasta las costumbres funerarias de los aztecas, desde la Jerusalén bizantina hasta el arte de cultivar rosas. Era una colección rica, ecléctica y erudita, y Jalifa volvió a experimentar la sensación de que no estaba en consonancia con la vida externa de su propietario.
—¿Quién eras, Piet Jansen? —murmuró para sí—. ¿Quién eras y por qué estabas aquí?
Después de acabar con la librería, prestó atención al escritorio, y luego a dos archivadores. El primero, que contenía carpetas de plástico llenas de documentos legales, comerciales y bancarios, no le reveló mucho más que cuando le había echado un vistazo en su primera visita, once días atrás. El segundo archivador, con sus fundas de diapositivas, resultó ser más interesante, aunque sólo fuera porque eran de lugares que él conocía, amaba o siempre había anhelado visitar. Giza, Saqqara, Luxor, Abu Simbel... Todos los grandes monumentos se hallaban allí, fotografiados con habilidad y bien etiquetados, así como numerosos yacimientos más pequeños a los que pocos turistas se molestaban en acercarse: los grandes muros de adobe de el-Kab; la estela divisoria de Ajenatón en Tuna el-Gebel; la tumba de Yehutihotep en Deir el-Bersha. Algunos de los yacimientos, como Gebel Dosha, Kor o Qasr Dush, eran tan desconocidos que Jalifa nunca había oído hablar de ellos.