El guardián de los arcanos (26 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

Le llamó la atención una diapositiva en particular, porque era la única en que aparecía Jansen. Se le veía algo más joven, con el pelo bien peinado y en una postura muy tiesa, de pie en lo que parecía la tumba de Seti I en el Valle de los Reyes, delante de una imagen del rey con los dioses Horus y Osiris. Había algo levemente amenazador en la imagen, la forma en que el hombre miraba sin pestañear a la cámara, con ojos duros e impenetrables, arrogante, con una expresión entre sonriente y desdeñosa.

—Eres malo —susurró para sí Jalifa—. Se ve en la cara, en los ojos. Has hecho cosas malas, cosas crueles.

Contempló la imagen durante largo rato, después regresó al archivador y examinó a toda prisa el resto de la colección. No se molestó en mirar una por una las diapositivas, sino que levantaba cada funda a la luz y, tras fijarse en seis o siete fotos, la devolvía al archivador y sacaba la siguiente.

Habría pasado por alto la entrada de la tumba si hubiera estado colocada en una funda de plástico normal, como todas las demás diapositivas, porque cuando la encontró había llegado casi al final de la colección y apenas dedicaba una mirada superficial a cada una. La foto se destacó de las demás por su marco de cartón marrón anticuado. Picado por la curiosidad, la sacó y examinó con detenimiento.

Se hallaba entre una serie de diapositivas de puertas de tumbas del Imperio Medio y Nuevo de Deir el-Bahri, en el borde oriental de la necrópolis tebana. Aunque era en blanco y negro, al contrario que sus vecinas, que tenían vivos colores, y estaba algo desenfocada por añadidura, supuso al principio que el tema debía de ser el mismo. Sólo cuando la alzó a la luz empezó a albergar dudas, no sólo porque no reconocía la puerta (durante los quince años que llevaba en Luxor había explorado casi todas las tumbas de las cercanías), sino sobre todo porque la muralla oscura y ominosa de roca perfectamente lisa en cuya base se abría la puerta era la formación geológica más extraña que había visto en la región de Luxor.

Le dio la vuelta, intrigado, con la esperanza de descubrir una etiqueta aclaratoria como en todas las demás fotos de la colección, pero no fue así, lo cual le decepcionó, pues por algún motivo que no podía explicar intuía que la imagen era importante. La contempló un momento más.

—¿Qué intentas decirme? —musitó—. ¿De quién eres la tumba?

La guardó en el bolsillo donde tenía el anuncio de la conferencia y reanudó su examen de la casa.

Por último bajó al sótano, como había hecho la vez anterior. Descendió por la oscura escalera, que crujió bajo sus pies, accionó el interruptor que había al final y contempló las mesas y los estantes cubiertos de antigüedades. Una vez más, se maravilló del tamaño y diversidad de la colección. Muchas cosas le interesaban, pero ninguna parecía arrojar la menor luz sobre el hombre que las había reunido.

Terminó al lado de la caja fuerte de hierro cúbica que había al fondo de la sala, con su esfera de números y la gruesa manija de latón. Se agachó delante y movió la esfera de un lado a otro, mientras oía los chasquidos del mecanismo interior. Era imposible forzar la puerta, y pese a que durante su larga asociación con el mundo del delito había aprendido a forzar una cerradura sencilla, ésta se hallaba más allá de sus pobres posibilidades. Necesitaba la combinación, que el propietario de la caja fuerte se habría llevado a la tumba, o bien...

Se quedó donde estaba un momento, y después, tras resoplar como diciendo: «Qué coño», subió a la sala de estar, descolgó el teléfono y marcó un número. La línea sonó seis veces, hasta que contestó una voz ronca.

—¿Aziz? Soy el inspector Jalifa. No, no, no tiene nada que ver con eso. Necesito un favor.

—Si esto es una trampa...

—Es...

—Porque ahora soy honrado. ¿Lo entiende? Completamente regenerado. Todo aquel rollo... Cosas del pasado. Entonces era una persona diferente.

Aziz Ibrahim Abd al-Shakir (conocido popularmente como el Fantasma, por su habilidad para atravesar las puertas más inexpugnables) abrió la bolsa de las herramientas, extrajo una pequeña almohadilla de espuma, la colocó delante de la puerta de la caja fuerte, se arrodilló sobre ella y movió las rodillas de un lado a otro hasta que estuvo cómodo. Era un hombre bajo y regordete, de nariz bulbosa como un nabo, con manchas de sudor permanentes bajo las axilas. Respiró hondo varias veces, como si fuera a meditar, luego extendió una mano y la pasó con suavidad sobre la parte superior y los costados de la caja, como si estuviera acariciando a un animal nervioso para calmarlo y ganarse su confianza.

—Es algo entre nosotros dos —le tranquilizó Jalifa—. Nadie lo sabrá nunca.

—Eso espero —masculló Aziz. A continuación se inclinó para aplicar el oído a la puerta de la caja. Movió la esfera de un lado a otro y escuchó.

—Tienes mi...

—¡Chist!

Siguió manipulando la esfera durante casi un minuto, con expresión concentrada. Dio la impresión de que las manchas de sudor de las axilas crecían y se extendían. Al cabo de unos minutos se irguió.

—¿Podrás abrirla? —preguntó Jalifa.

En lugar de responder, Aziz buscó algo en la bolsa.

—Caja Chubb, sistema de apertura Mauser —murmuró, mientras sacaba un estetoscopio, una linterna delgada como un bolígrafo y un minimartillo como los que utilizan los geólogos para romper rocas—. Pestillos frágiles, tres, quizá cuatro, palancas dobles. ¡Qué bonita eres!

—¿Podrás...?

—¡Pues claro que podré abrirla! —espetó Aziz—. Puedo abrirlo todo. Excepto las piernas de mi mujer.

Sonrió con amargura de su broma y empezó a dar golpecitos con el martillo alrededor de la esfera, con los ojos cerrados, muy concentrado.

Todo el mundo consideraba a Aziz Abd al-Shakir, incluido él mismo, el mejor reventador de cajas fuertes de Egipto. El hombre que había entrado dos veces en la cámara acorazada principal de las oficinas del Banco Nacional de Egipto en Luxor y reventado la caja fuerte, en teoría inexpugnable, de la American Express en Asuán era una leyenda entre sus compañeros de profesión y entre aquellos cuyo trabajo era conducirle ante la justicia. Jalifa se había topado con él por primera vez en 1992, después de que desvalijara la caja fuerte del Sheraton de Luxor, y sus caminos se habían cruzado varias veces desde entonces. Su encuentro más reciente había tenido lugar dos años antes, cuando el detective le había detenido por robar en una joyería local. En esa ocasión, Jalifa había escrito al juez para pedirle una sentencia benévola, al saber que al hijo menor de Aziz le habían diagnosticado leucemia. Aziz se enteró de la carta y, con ese curioso código moral que permite a un hombre robar al prójimo, pero al mismo tiempo pagar siempre sus deudas, se puso en contacto con Jalifa para decirle que, si alguna vez necesitaba un favor, sólo tenía que pedirlo. Por eso estaba allí ahora.

Dejó a un lado el martillo y cogió el estetoscopio. Apoyó el disco contra la puerta de la caja con una mano, mientras movía la esfera suavemente con la otra, la linterna sujeta en la boca, los ojos cerrados mientras escuchaba con suma atención los movimientos de los pestillos. Jalifa sabía muy bien que había mentido cuando dijo que se había regenerado, sabía que seguía siendo el mismo delincuente de siempre. Sin embargo, necesitaba su experiencia y no pensaba discutir al respecto.

—Buena chica —susurraba Aziz para sí, con una leve sonrisa—. No te me pongas difícil. Oh, qué guapa eres. Guapísima.

Tardó menos de veinte minutos en descubrir la combinación, un motivo de evidente satisfacción, porque, cuando el último pestillo chasqueó, esbozó una amplia sonrisa y plantó un beso en la parte superior de la caja. Sus labios dejaron una marca de humedad en el metal verdigrisáceo.

—¡El Fantasma ataca de nuevo! —dijo entre risas, mientras abría la puerta unos centímetros y recogía su equipo.

Subieron y Jalifa le acompañó a la puerta.

—No te metas en líos —dijo cuando Aziz empezó a bajar por los peldaños de la entrada.

El otro gruñó y caminó hacia la cancela. Se volvió cuando llegó.

—Eres un buen tipo, Jalifa —gritó. Hizo una pausa—. Para ser un cerdo, quiero decir.

Guiñó un ojo y desapareció entre el muro de palmeras y mimosas. Jalifa volvió al sótano, se acuclilló ante la caja fuerte y abrió la puerta. Había tres cosas dentro: un sobre de papel manila de aspecto oficial, que tras una detenida inspección resultó contener el testamento del fallecido; una pistola, de un tipo que Jalifa no había visto jamás, con un cañón delgado que salía de un cuerpo grueso en forma de L, y al fondo de la caja un objeto rectangular envuelto en un pedazo de tela negra. Era muy pesado y, cuando lo sacó de la tela, Jalifa vio un lingote de oro. Sobre su superficie brillante había estampada un águila con las alas extendidas que en sus garras sujetaba los brazos entrelazados de una cruz gamada. Lanzó un silbido.

—¿Qué demonios estaba tramando, señor Jansen? ¿En qué coño estaba metido?

32

Campo de refugiados de Kalandia

La llamada al martirio, cuando llegó, no fue como Yunis Abu Jish había imaginado.

Durante meses había rezado para que le abordaran y le pidieran que se sacrificase por Dios y por su pueblo, había recreado en su mente un proceso de selección intensivo, durante el cual pondrían a prueba en repetidas ocasiones su fe y valentía, y que superaría de manera triunfal.

En realidad, recibió una breve llamada telefónica en la que le informaron de que había sido elegido por al-Mulatham como un posible
shahid
, y le pidieron que reflexionara en profundidad sobre si se sentía digno de aquel honor. De no ser así, no debía hacer nada. Nunca más volverían a entablar contacto con él. En caso afirmativo, debía ponerse la camiseta de la Cúpula de la Roca (¿cómo demonios sabían que tenía una camiseta con la foto de Qubat al-Sajra delante?) y acudir al día siguiente, a las doce, al puesto de control de Kalandia, en la carretera de Jerusalén a Ramallah, donde debería quedarse treinta minutos exactos bajo la valla publicitaria de Master Satellite Dishes. Por lo tanto, debía empezar a prepararse con oraciones y el estudio del sagrado Corán, sin informar a nadie de la situación, ni siquiera a sus familiares más cercanos. Con posterioridad le proporcionarían información más detallada.

Eso fue todo. Ninguna explicación de cómo, por qué o quién le había elegido. Ninguna indicación de cuál sería su misión. La fría precisión de la llamada y la actitud profesional del hombre que habló con él le habían asustado, y cuando la comunicación se cortó permaneció sentado largo rato, temblando, pálido, con el auricular apretado todavía contra el oído. ¿Seré capaz de hacerlo?, se preguntó. ¿Soy lo bastante fuerte? ¿Soy digno? Al fin y al cabo, imaginar es una cosa, y obrar, otra muy distinta. El miedo y las dudas casi le habían abrumado.

Sin embargo, poco a poco sus recelos se calmaron para dar paso primero a la aceptación, después a la determinación y, por último, a una embriagadora sensación de euforia y orgullo. ¡Le habían elegido! Él, Yunis Abu Jish Sabah, héroe de su pueblo, instrumento de la venganza de Dios. Imaginó el honor que sentiría su familia, la alegría de todos los palestinos. La gloria.

Colgó el auricular con un grito de placer y salió corriendo de la casa. Su madre estaba fuera, pelando patatas, y el chico se arrodilló delante de ella y le rodeó la cintura con los brazos.

—Todo irá bien —dijo entre risas—. Todo irá bien. Dios está con nosotros.
Allahu akbar.

33

Jerusalén

Era casi mediodía cuando Ben Roi emergió por fin de su sopor alcohólico y saltó tambaleante de la cama, al tiempo que tosía y blasfemaba. Tomó una ducha fría, engulló una Goldstar para atajar la resaca, se vistió, se aplicó un poco de loción para después del afeitado y fue en autobús al cementerio judío del monte de los Olivos. En el camino, se detuvo a comprar un lirio blanco.

La visitaba una vez al día, como mínimo. A veces más, si la soledad se le hacía insoportable. De niño pensaba que ir a los cementerios era algo propio de viejos. Una forma de pasar el tiempo cuando no se tenía nada mejor que hacer, cuando se había dejado atrás toda esperanza y alegría. Sin embargo, ahí estaba ahora, cuando aún no había cumplido los treinta y cuatro años, y la visita era el momento fundamental de cada día. De toda su existencia.

Bajó del autobús en la calle Jericho y entró en el cementerio por la esquina izquierda inferior. Empezó a ascender entre las hileras de lápidas rectangulares que cubrían las terrazas de la ladera, que parecía una inmensa escalera fragmentada. A lo lejos, a su izquierda, las siete cúpulas doradas de la iglesia de Santa María Magdalena brillaban bajo el sol de la tarde; más adelante, arriba, se cernía la fea fachada arqueada del hotel Intercontinental en la cumbre de la colina, como una fila de aros dibujados en el limpio cielo azul. Detrás, al otro lado del valle del Cedrón, se erguía la Cúpula de la Roca, con los edificios de la Ciudad Vieja amontonados detrás como un revoltijo de cubos infantiles.

Su tumba estaba a mitad de la subida, en el borde sur del cementerio, una sencilla losa con su nombre y las fechas (nacida el 21 de diciembre de 1976; fallecida el 12 de marzo de 2004), y al pie, una cita del Cantar de los Cantares: «Soy una rosa de Sharon, un lirio de los valles».

La contempló unos instantes, sin aliento a causa de la subida, luego se agachó y depositó la flor sobre la cita, y al lado, una piedrecita que había cogido en el camino, siguiendo la costumbre judía. Se inclinó para besar la tumba, pasó la mano por la superficie amarilla y dejó que sus labios se demoraran un momento en los surcos profundos de su nombre. Después, con un suspiro, se enderezó.

Por extraño que pareciera, nunca había logrado llorar por ella. Por muy intenso, por muy abrumador que fuera el dolor, las lágrimas no brotaban. Lloraba por cosas sin importancia (programas de telebasura, letras de canciones malas, novelas infumables), pero para ella no había nada, salvo un vacío insondable; las lágrimas se iban acumulando en su interior hasta que, en ocasiones, tenía que esforzarse por respirar, como un hombre que se estuviera ahogando y sólo fuera capaz de mantener la boca fuera del agua.

Enlazó las manos. Una parte de él creía que debería recitar un
kiddush
, o al menos decir una oración. Desechó la idea. ¿De qué coño servía rezar a un Dios que permitía esas cosas? ¿Que se sentaba en Su trono celestial y contemplaba con indiferencia tanto horror y desdicha? No, pensó, la fe no aporta consuelo. Es algo hueco, vacío, falto de armonía, como una campana agrietada. Hundió las manos en los bolsillos y dio media vuelta. Contempló la Ciudad Vieja y tarareó una antigua canción folclórica judía que su abuelo le había enseñado, acerca de un chico pobre que se enamora de la hija de un rabino rico.

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