El guardián de los arcanos (21 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

—Si vive lo suficiente —gruñó Nuha—. Hamas quiere cortarle el cuello.

—Ahí lo tienes, Onz —dijo Rogerson, que había conseguido pelar la manzana formando una única espiral—. Sobre esa base, debería ser vuestra mejor apuesta.

Schenker bebió café y encendió otro Noblesse.

—Todos son igual de malvados —gruñó—. No se puede confiar en esos cabrones.

—¡Escuchad la voz de la razón y la esperanza! —exclamó Deborah Zelon entre risas.

La conversación derivó hacia otros temas, las opiniones volaban como pelotas de ping-pong, el sonido de voces subía y bajaba, su ritmo se rompía de vez en cuando debido a un súbito estallido de carcajadas o gritos, que solían proceder de Onz Schenker, cuya actitud en la conversación parecía abarcar tan sólo dos posturas: irritado y muy irritado. Más gente entró en el patio y se sumó al encuentro, hasta que hubo más de veinte personas reunidas, y lo que había sido un debate único se fragmentó poco a poco en una serie de conversaciones entre grupos más pequeños. Tom Roberts se acercó y tomó asiento al lado de Laila.

—Hola, Laila —dijo, y su lengua se demoró un poco en la primera ele de su nombre, una secuela del tartamudeo que había padecido en la infancia—. ¿Cómo te va?

—Bien —dijo ella—. Siento no haberte devuelto la llamada. He estado un poco...

Él desechó sus explicaciones con un gesto, como si no importara. Era mayor que ella, cuarentón, alto y delgado, aficionado a la lectura, con gafas redondas, un hombre tímido y modesto. No dejaba de ser atractivo, pero tampoco lo era particularmente. Insulso. Por algún motivo, a Laila le recordaba una jirafa.

—Estás muy callada hoy —continuó, y esta vez se demoró en la eme de «muy»—. Por lo general, le das un buen rapapolvo a Schenker.

Ella sonrió.

—Hoy le he concedido el día libre.

—¿Absorta en otras cosas?

—Podría decirse así.

Había tenido una semana muy ocupada. El día después de quedar con Nuha había escrito dos artículos y medio, una buena marca incluso para ella; uno de ellos era un perfil de Baruch Har-Zion en dos mil palabras para la
New York Review
(había salido aquel mismo día). Después había ido a Gaza para un artículo sobre la violencia doméstica (un problema cada vez más frecuente, y pocas veces reconocido, en la sociedad palestina), y apenas había tenido tiempo de escribirlo cuando
The Guardian
la envió a Limassol para cubrir una conferencia sobre programas de ayuda al pueblo palestino. Había llegado a última hora de aquella misma tarde y dedicado la mitad de la noche a transcribir cintas, hasta que a las cuatro de la madrugada se acostó, aunque no durmió muy bien.

No era el cansancio lo que la preocupaba ahora, sino la maldita carta. No podía apartarla de su mente. Toda la semana había estado acechando entre sus pensamientos, aguijoneándola, intrigándola. «Estoy en posesión de información que podría resultar de incalculable valor para este hombre en su lucha contra el opresor sionista... A cambio, estoy en condiciones de ofrecerle la que, en mi opinión, podría ser la exclusiva más grande de su carrera... La información de la que hablo está íntimamente relacionada con el documento adjunto.» Cuanto más pensaba en ella, más se convencía de que su análisis inicial había sido erróneo, de que la carta no era ni una broma pesada ni un intento de tenderle una trampa, sino que iba en serio. Carecía de pruebas concretas, era tan sólo una intuición, la misma intuición que la animaba a seguir una pista.

En el poco tiempo que le quedaba entre escribir artículos y viajar, había intentado averiguar algo sobre el muchacho que había entregado la carta, sin resultado alguno. La curiosa construcción de la frase «me gustaría presentarle una propuesta» hacía pensar que el inglés no era la lengua materna del autor de la misiva, pero por lo demás no tenía la menor pista sobre su identidad (al menos, estaba segura de que era un hombre). Fuera quien fuese, había dicho que seguirían en contacto, pero hasta el momento no había vuelto a saber de él.

Lo cual dejaba como única pista el curioso documento fotocopiado. Se lo había pasado a un contacto de la Universidad Hebrea, el cual había indicado que podía ser una especie de código, aunque no tenía ni idea de cómo descifrarlo. Una búsqueda de «GR» en internet había dado un enorme número de resultados, como esperaba, más de un millón, por el amor de Dios, y después de examinar los treinta primeros lo dejó correr, harta de perder el tiempo. Había llegado a un callejón sin salida.

—¿Puedo ayudarte en algo?

Tom Roberts la estaba mirando, expectante.

—Has dicho que estás absorta en otras cosas —añadió, al observar la expresión de desconcierto de Laila—. He pensado que quizá podría ayudarte.

—Lo dudo —dijo ella, y terminó su café—. A menos que seas un experto en descifrar códigos.

—No lo hago nada mal. Una especie de afición. ¿Cuál es el contexto?

Laila enarcó las cejas con expresión inquisitiva.

—¿Es una carta, un documento oficial? —preguntó él.

—Una carta, creo —contestó la joven—. Antigua. Tal vez medieval. No tiene ni pies ni cabeza. Es una larga secuencia de letras con una especie de firma al final. GR.

El hombre se humedeció los labios mientras pensaba, luego meneó la cabeza para indicar que las iniciales no le decían nada.

—Es mi día libre —dijo después de una breve pausa—. Podría echarle un vistazo, si quieres.

Laila vaciló, pues sabía que Tom se sentía atraído por ella y no quería complicar las cosas. Antes de que pudiera rechazar la oferta, él añadió:

—No hay segundas intenciones. Palabra de
scout.
Creo que, después de seis meses, ya he comprendido el mensaje.

Ella le miró un momento, sonrió y apoyó la mano sobre la de él.

—Lo siento, Tom. Debes de pensar que soy una zorra.

—Es parte del atractivo, si quieres que te diga la verdad —repuso él con una sonrisa melancólica.

Laila le apretó la mano.

—Sería estupendo que le echaras un vistazo, pero con una condición. Has de dejar que te invite a comer.

—Ojalá tuvieras que descifrar un código cada día —comentó Tom con una sonrisa—. ¿Cuándo te va bien?

—Aprovechemos el momento —dijo Laila, al tiempo que echaba la silla hacia atrás y se levantaba—. Creo que, por esta semana, ya tengo bastante de Schenker.

Roberts cogió la chaqueta y se despidieron. Nuha lanzó a Laila una mirada intrigada, que ella devolvió con un movimiento casi imperceptible de la cabeza, como diciendo «no es lo que piensas». Cuando cruzaban el patio en dirección al vestíbulo, la voz de Onz Schenker sonó a su espalda.

—¡Yehuda Milan es la última persona capaz de salvar este país! ¡Héroe de guerra o no, ese hombre no me inspira confianza!

—¿Por qué, Onz? —gritó Rogerson—. ¿Porque podría firmar un acuerdo realista con los palestinos? ¡Es gente como tú la que no inspira la menor confianza!

—¡Eres un antisemita, Rogerson!

—¡Mi mujer es judía, cojones! ¿Cómo puedo ser yo antisemita?

—¡Que te den por el culo, Rogerson!

—¡No, que te den por el culo a ti, Schenker! ¡Que te la metan hasta el fondo de tu gordo y apestoso culo fascista!

Se oyó el ruido de sillas arrastradas por el suelo, un plato que se rompía y una algarabía de chillidos que ordenaban a los dos hombres sentarse y dejar de hacer estupideces. Para entonces, Laila y Tom Roberts ya habían atravesado el vestíbulo del hotel y salían por la entrada principal, cubierta de buganvillas. Las voces de sus colegas se apagaron a su espalda.

24

Tel Aviv, hotel Sheraton

—Cuando la gente me pregunta por qué me opongo a los llamados procesos de paz, por qué creo en un Israel fuerte gobernado por judíos, sin la menor presencia árabe, me gusta contarles la historia de mi abuela.

Har-Zion se apartó del micrófono y bebió un traguito de agua, mientras observaba a los invitados a la comida sentados frente a él. Eran un buen número, en su mayor parte gente dedicada a los negocios, muchos norteamericanos. Cien invitados, doscientos dólares por cabeza. Eso significaba mucho dinero para Chayalei David. Y eso antes de las promesas de donaciones privadas, que doblarían esa suma. Cincuenta mil dólares, más o menos. Mucho dinero.

Pese a eso, no lo estaba pasando bien. Siempre le ocurría en esta clase de actos. Los trajes, la conversación educada, la falsa alegría... eso no era para él. Lo suyo era un campo de batalla, o una muchedumbre de árabes ruidosos protestando por otra ocupación de los Guerreros de David. Lo suyo era la acción.

Miró sin querer el asiento de su derecha, que su esposa Miriam siempre ocupaba antes de que el cáncer se la llevara (Dios, ¿era posible que ya hubieran pasado tres años?). En lugar de su cuerpo menudo y bien vestido vio a un anciano rabino tocado con un enorme
shtreimel
adornado con una franja de piel. Le miró un momento como desconcertado por su presencia, después meneó la cabeza, se inclinó hacia el micrófono y continuó hablando.

—Mi abuela por parte de madre murió cuando yo sólo tenía diez años, de modo que no llegué a conocerla bien. Sin embargo, en esos pocos años que compartí con ella, me di cuenta de que era una mujer notable. Cocinaba como no pueden imaginarse,
borscb
, pescado relleno,
kneidls.
¡La perfecta abuela judía!

Se oyeron unas cuantas carcajadas en la sala.

—Pero hacía algo más que cocinar. Se sabía la
TORÁ
mejor que cualquier rabino que yo haya conocido... sin ánimo de ofender...

Se volvió hacia el rabino, que sonrió magnánimo. Más carcajadas.

—Y cantaba mejor que cualquier
hazzan.
Incluso hoy, cuando cierro los ojos, la oigo cantar el
kerovab
, tan dulce, como un ruiseñor. Si estuviera ahora aquí, les encantaría. ¡Más que yo, desde luego!

Un tercer eco de carcajadas, acompañado por gritos apagados de «¡No es verdad!» Har-Zion levantó el vaso y tomó otro sorbo de agua.

—También era una mujer fuerte. Valiente. Tuvo que sobrevivir dos años en Gross-Rosen.

Esta vez, no hubo gritos ni carcajadas. Todos los ojos se clavaron en él.

—Yo quería mucho a mi abuela —continuó mientras dejaba el vaso sobre la mesa—. Me enseñó muchas cosas, me contó cuentos maravillosos, inventó juegos estupendos. Sólo había una cosa de ella que me entristecía: nunca me abrazó contra su pecho como hacen las abuelas. Sobre todo las abuelas judías.

El público guardaba silencio, mientras se preguntaba cómo terminaría la historia. Har-Zion sentía que la piel le hormigueaba debajo del traje, como si llevara una camisa de fuerza llena de pimienta. Introdujo los dedos dentro del cuello de la camisa con la intención de aflojarlo un poco.

—Al principio no me daba demasiada cuenta. No obstante, cuando me fui haciendo mayor, empezó a afectarme. Quizá mi
bubeh
no me quiere, pensaba. Tal vez me he portado mal. Quería preguntarle por qué nunca me abrazaba, pero intuía que no deseaba hablar de eso, de modo que nunca dije nada. Yo estaba triste y confuso.

Detrás de él, su guardaespaldas Avi tosió. Sonó de una manera anormal en el silencio que envolvía la sala.

—Sólo después de su muerte, mi madre me dio la solución de este extraño misterio. De jovencita, mi abuela había vivido en un
shtetl
del sur de Rusia. Todos los sábados por la noche, después de beber sin parar, los cosacos se presentaban. Los judíos se encerraban en sus casas, pero los cosacos tiraban la puerta abajo y sacaban a la gente a la calle, donde los golpeaban y, a veces, los mataban. Para ellos era una diversión, un deporte. Al fin y al cabo, sólo eran sucios judíos.

Doscientos pares de ojos estaban clavados en Har-Zion. A su lado, el rabino tenía la vista fija en el regazo y meneaba la cabeza con tristeza.

—En una de estas ocasiones, los cosacos capturaron a mi abuela. Tenía quince años en aquel tiempo, una hermosa muchacha de pelo largo y ojos brillantes. Creo que no es preciso contarles lo que le hicieron. Cinco cosacos. Borrachos. En la calle, a la vista de todo el mundo. Después, cuando terminaron, quisieron llevarse un recuerdo de aquella noche. ¿Saben qué recuerdo eligieron?

Dejó que la pregunta flotara en el aire unos momentos.

—Un pecho de mi abuela. Se lo cortaron con un cuchillo y se lo llevaron, un trofeo para colgar en la pared.

Hubo murmullos de horror. Una mujer sentada a una de las mesas delanteras se llevó la servilleta a la boca. El rabino susurró «Santo Dios».

—Por eso mi abuela nunca me abrazó —añadió en voz baja Har-Zion—. Porque sabía que yo notaría algo raro y tenía vergüenza. No quería que supiera de su dolor. No quería que me pusiera triste por su causa.

Calló, a la espera de que las palabras obraran su efecto. Podría haber contado otras historias del mismo cariz. Muchas historias. Sobre sus propias experiencias: las burlas, las palizas, la vez en que, cuando estaba en el orfanato, le metieron un palo de escoba por el recto al grito de «¡dadle por el culo al judío! ¡Dadle por el culo al judío!». Parecía que todos los días de su infancia habían estado ensombrecidos por el miedo y la humillación. Pero prefería no hablar de eso. Nunca había hablado de eso. Ni siquiera con Miriam, su esposa. Era demasiado brutal, demasiado doloroso, peor aún que las quemaduras que le habían destrozado el cuerpo y lo habían dejado como una estatua de cera fundida. Por eso contaba la historia de su abuela, que le tocaba de cerca, pero no tanto como para conseguir que se desmoronara, que se abrieran las compuertas. Había mucho dolor dentro. Mucho horror. A veces tenía la sensación de ahogarse en la negrura.

Tomó un tercer sorbo de agua, tosió para aclararse la garganta y se encaminó hacia la conclusión del discurso. Juró que lo sucedido a su abuela nunca volvería a pasarle a ningún judío, que haría cualquier cosa con tal de defender a su pueblo, de mantener fuerte a Israel. Cuando hubo terminado, el público se puso en pie como un solo hombre, le vitoreó y aplaudió. Agradeció la ovación, mientras sentía un picor incontrolable en la piel; después se sentó con la ayuda de Avi. El rabino le dio unas palmaditas en el brazo.

—Eres un buen hombre, Baruch.

Har-Zion sonrió, pero no dijo nada. ¿Lo soy?, se preguntó. Bueno y malo, bien y mal... palabras que parecían carecer ahora de significado. Sólo quedaban la fe en Dios y la lucha por sobrevivir. Era lo que había hecho toda su vida. Lo que su pueblo había hecho toda su vida. Se volvió un poco, con rigidez, echó un vistazo a la menorah de siete brazos grabada en un panel detrás de la mesa, pensó en Laila al-Madani, al-Mulatham y todos los demás, antes de mirar al público y sonreír cuando un fotógrafo se acercó para tomarle una foto.

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