Miró durante unos minutos y luego, temeroso de que le vieran, se alejó, envuelto en el
schal
para protegerse del frío, y se acuclilló detrás de una roca para ver qué pasaba. En un momento dado, oyó un grito de rabia. Un poco después, el joven salió y orinó contra la pared.
El anciano se quedó allí toda la noche, vigilando, alerta, hasta que, poco antes del alba, la luz se apagó y los dos hombres salieron a la noche y rodearon el edificio. Contó hasta cincuenta y los siguió entre los peñascos dispersos a cierta distancia, hasta que rodeó un saliente rocoso a tiempo de ver un helicóptero grande que se elevaba en el aire y le envolvía en una nube de polvo asfixiante. El aparato flotó un momento y luego se alejó hacia el este.
Después de esto, había visto a las dos figuras misteriosas en numerosas ocasiones. A veces aparecían una o incluso dos veces a la semana. A veces transcurrían hasta dos meses entre visita y visita. En todo caso, siempre llegaban de noche y siempre se iban al despuntar el día, como temerosos de la luz reveladora del sol. Lo comentó a algunos de sus hermanos beduinos, pero se rieron y dijeron que el sol le había ablandado el cerebro; después de eso no volvió a hablarlo con nadie, lo cual le iba bien, porque le gustaba la idea de conocer un secreto del que nadie más estaba enterado.
«Un día participarás en grandes acontecimientos —le había dicho una vez su abuela, cuando era niño, antes de que los
yehudiin
vinieran y estallara la guerra—. Acontecimientos que cambiarán el mundo.»
Agachado detrás de la roca, mientras contemplaba la luz parpadeante y oía las voces de los hombres, había tenido la certeza de que su abuela se refería a esto. Y se sintió feliz porque, en el fondo, siempre había sabido que haría algo más en la vida que cuidar de un rebaño de cabras esqueléticas.
Jerusalén
Caminan hacia la cabeza de la marcha, cogidos del brazo, cantando con las demás personas reunidas, cada una de las cuales sostiene una vela encendida, de modo que mil puntos de luz parpadeantes salpican la noche. Ella tiene el pelo castaño y largo, recogido en un moño sobre la cabeza, y lleva un fino vestido de primavera de algodón amarillo que revela las formas de su cuerpo joven y esbelto. Él es más alto que ella; también más grande, un oso al lado de una gacela, de cara enorme y facciones pronunciadas, como algo tallado toscamente en madera, feo y guapo al mismo tiempo. No deja de mirarla, menea la cabeza como si no acabara de creer que está con alguien tan hermoso, tan frágil y delicado. Ella le adivina el pensamiento y ríe.
—Soy yo la afortunada,
Ari-yari
—dice—. Voy a ser la esposa más feliz del mundo.
Llegan a un espacio abierto y la marcha se dispersa, para luego volver a congregarse delante del escenario improvisado donde se pronuncian discursos bajo una pancarta con la palabra
PAZ
. Se cogen de las manos y escuchan, aplauden, prorrumpen en vítores, se miran constantemente, en sus ojos brillan el amor y la esperanza.
Al cabo de un rato la deja, dice que quiere comprar algo de beber. En cambio, ríe para sí y entra en una floristería abierta hasta altas horas de la noche para comprarle una flor, un lirio blanco, la favorita de ella. De regreso, sonriente al pensar en su expresión de alegría, oye la explosión. Al principio, no está muy seguro de dónde procede el sonido. Entonces ve la columna de humo y echa a correr, con el corazón encogido.
En la plaza hay cadáveres por todas partes, y fragmentos de cuerpos, y gente chillando. Avanza gritando su nombre, sus pies resbalan en la sangre, el pitido de móviles que no contestan resuena en sus oídos, y al final la encuentra bajo un ciprés destrozado, con el vestido hecho jirones, de manera que está casi desnuda. La explosión le ha arrancado las piernas, que yacen cerca.
—Oh, querida —grita con voz estrangulada, la acuna en sus brazos, la sangre caliente de ella le empapa la camisa y los tejanos—. Oh, mi hermosa y querida Galia.
Ella consigue alzar el brazo, apoyar una mano cubierta de ampollas en su nuca y atraer su cara. Le besa con la boca destrozada y sanguinolenta, como una tiza aplastada, y le susurra al oído, con voz apenas audible, palabras que sólo él puede oír, palabras que le acompañarán hasta el fin de sus días. Después, la cabeza cae hacia atrás y ella muere.
Perplejo, vacío, más solo que nunca, contempla el cuerpo destrozado, con el lirio todavía en la mano, los pétalos teñidos de rojo. Aullidos de sirenas resuenan en la noche, como si el mismo aire chillara de desesperación.
—¡Arieh!
Sirenas por todas partes.
—¡Arieh!
Luces, gritos, gente que corre.
—Ben Roi, cabronazo, ¿qué cojones estás haciendo?
Arieh Ben Roi despertó sobresaltado y se golpeó la cabeza contra la ventanilla del coche. La petaca había resbalado de su mano, y lo que quedaba del vodka había caído sobre su regazo y mojado los tejanos. Las sirenas aullaban. Su auricular se había vuelto loco.
—¡Muévete, tío! ¡Que te muevas, joder!
Se quedó desconcertado un momento, suspendido entre el pasado y el presente. Después comprendió lo que estaba pasando, abrió la guantera, sacó su pistola Jericho y bajó del taxi. Delante de él, una empinada carretera de asfalto subía hacia la puerta de los Leones, donde un Mercedes negro intentaba frenéticamente dar marcha atrás, con un chirrido de neumáticos. Detrás, una falange de coches de policía había frenado para cerrar la salida de la Ciudad Vieja. Sus luces destellantes proyectaban dibujos psicodélicos sobre los cementerios musulmanes alineados a ambos lados. Se puso a correr, al tiempo que se quitaba la kefía de la cabeza y la tiraba a un lado.
Llevaban más de un mes planeando la operación. Un soplo los había alertado de una gran entrega de droga a los traficantes de la Ciudad Vieja. No había fecha concreta, sólo una hora y un lugar: medianoche, la puerta de los Leones. Estaban al acecho desde entonces, disfrazados de vagabundos, traperos, turistas, enamorados. Ben Roi había aparcado las tres últimas noches en la ladera que subía a la puerta disfrazado de taxista árabe, a la espera, vigilando, bebiendo de la petaca. Y ahora, por fin, había llegado el momento. Y él se había dormido.
—Joder —masculló, mientras ascendía por la colina. Delante de él, el coche rugía y patinaba como un animal acorralado—. ¡Me cagüen la leche!
A su derecha había tiradores que avanzaban entre la maleza del cementerio de Yusufiya. Delante, dentro de la puerta de los Leones, cuatro hombres estaban tumbados de bruces sobre los adoquines, rodeados de policías.
—¡Revienta los neumáticos! —chilló su auricular—. ¡Dispara bajo!
Ben Roi se hincó de rodillas y levantó la pistola. La mano le temblaba a causa del vodka, y antes de que tuviera tiempo de afirmarla tres detonaciones sonaron a su alrededor, dos en el cementerio y una en la muralla que dominaba la puerta. Los neumáticos delanteros del Mercedes estallaron a la vez, y el coche se estrelló contra una pared. Se produjo un silencio, y después tres palestinos salieron con los brazos levantados.
—Udrubu aal ard! Sakro ayunuk!
—gritó una voz amplificada—. ¡Al suelo y con los ojos cerrados!
Los hombres obedecieron. Un enjambre de policías surgió de las sombras y se precipitó sobre ellos. Les esposaron las manos a la espalda y los registraron.
—Bien, chicos, ya los tenemos —resonó el auricular—. Buen trabajo.
Ben Roi siguió de rodillas, con la respiración entrecortada. Después suspiró, puso el seguro de la Jericho, se levantó y subió la cuesta hacia el Mercedes estrellado, mientras sus dedos acariciaban una menorah colgada de una cadena alrededor del cuello.
—Muy amable por tu parte reunirte con nosotros —dijo un hombre nervudo acuclillado junto a uno de los prisioneros, cuyo cuello atenazaba.
—Maldita radio —murmuró Ben Roi, mientras se daba unos golpecitos en el auricular—. No oía nada.
—Sí, claro.
El hombre le dirigió una mirada escéptica, puso al prisionero de pie y le empujó hacia la furgoneta de la policía más cercana. Ben Roi pensó en seguirle, en defenderse, pero no valía la pena. ¿De qué serviría? Sería una pérdida de tiempo. Que Feldman pensara lo que quisiera. Le importaba una mierda.
Vio que los agentes de la policía científica, con guantes de plástico y bata blanca, se congregaban alrededor del Mercedes. Dio media vuelta, se quitó el auricular y se encaminó hacia su coche, solo, inútil, incapaz de compartir el sentimiento de satisfacción general por un trabajo bien hecho. Recordó el día en que, de pequeño, le expulsaron de clase por mearse encima y experimentó la misma sensación de aislamiento, torpeza, turbación y vergüenza. Siempre se sentía avergonzado. De ser así. De haber degenerado de una manera tan patética. De haber ido a comprar el lirio. De haber sobrevivido.
Cuando llegó al coche miró hacia atrás, subió, puso en marcha el motor y bajó por la colina hasta la carretera de Ophel. A su izquierda quedaba la cavidad arbolada y en sombras del valle del Cedrón; a su derecha, por encima del terraplén amurallado de tres metros que discurría junto a la carretera, se alzaba la ladera herbosa del cementerio musulmán, que se elevaba hacia la hilera de focos de las murallas de la Ciudad Vieja. Pisó el acelerador y puso la tercera. Después de recorrer cien metros, disminuyó la velocidad y, con una mano en el volante, se agachó para buscar la petaca. Casi todo su contenido se había derramado, pero había unas gotas en el fondo, de modo que aminoró aún más la marcha, se llevó la petaca a los labios, echó la cabeza hacia atrás y la vació. Hizo una mueca cuando sintió el ardiente sabor en la garganta y la punzada de autodesprecio.
—Me das asco —masculló—. Eres patético. Patético.
Mantuvo en alto el frasco hasta que las últimas gotas le mojaron la boca, después lo arrojó al asiento posterior y pisó el acelerador de nuevo, al tiempo que giraba el volante para enderezar el coche, que empezaba a invadir el carril contrario, por lo cual recibió el furioso bocinazo de un camión.
—¡Que te den por el culo! —gritó, y él también tocó el claxon—. ¡Que os den por el culo a todos!
El camión pasó como un rayo a su izquierda. En ese mismo momento, algo pareció caer del terraplén a su derecha. Todo ocurrió en una fracción de segundo y, ofuscado por el vodka y el cansancio, su primer pensamiento, carente de toda lógica, fue que un animal de buen tamaño había saltado desde el cementerio. Aminoró la velocidad y miró por el retrovisor, avanzó unos cincuenta metros más hasta que su mente registró que había visto a un hombre saltar desde el terraplén al pavimento, donde ahora estaba agachado y se apretaba la rodilla, que parecía haberse herido. De nuevo la mente de Ben Roi intentó procesar de una manera coherente la información, y rodó otros cincuenta metros más hasta caer en la cuenta de que el hombre debía de ser un traficante de droga que había logrado huir del cerco policial. Paró en el arcén y sacó el
walkie-talkie.
—¡Aún queda uno! —gritó—. Se dirige al Cedrón. ¿Me recibes? Necesito apoyo. Repito. Necesito apoyo.
Se oyó una tos de la estática, y una voz crepitante contestó a su llamada. Metió el
walkie-talkie
en el bolsillo, cogió la pistola y bajó del coche. El palestino, consciente de que le habían descubierto, había abandonado la carretera para tomar un ancho sendero escalonado que bajaba al valle del Cedrón. Ben Roi se puso a correr y, esquivando un camión cargado de berenjenas que venía de una dirección y un par de taxis procedentes de la otra, cruzó la carretera. Un año antes, una descarga de adrenalina habría recorrido su cuerpo. Ahora tenía sobrepeso, estaba en baja forma y sólo se le ocurrió pensar por qué demonios se tomaba la molestia.
—¡Vamos! —se apremió, mientras los pulmones empezaban a arderle—. ¡Vamos, cabronazo gordo!
Llegó a lo alto del sendero y vio que su presa ya había descendido un buen trecho. Alzó la Jericho, pero el hombre estaba demasiado lejos para acertarle, de modo que continuó corriendo, con una punzada de dolor en el costado, falto de respiración. Era evidente que la rodilla entorpecía la marcha del palestino, y de haber estado en buena forma Ben Roi le habría alcanzado en cuestión de segundos. Acortaba la distancia con mucha lentitud, y aún se hallaba a cuarenta metros del hombre cuando llegó al fondo del valle, donde el sendero empezaba a nivelarse y discurría junto a una hilera de antiguas tumbas de roca excavadas en la parte baja de la ladera del monte de los Olivos.
Una fila de luces azules destellantes apareció delante, cortando el paso al fugitivo, que se encaramó a un muro de contención contiguo al sendero y saltó al otro lado. Ahora se encontraba a la derecha de Ben Roi, más abajo. El detective saltó el muro y bajó tras él por una abrupta pendiente llena de hierba. El hombre se desvió a la izquierda y ascendió por una cuesta rocosa contigua a la tumba, en forma de pirámide, de Zacarías. Ben Roi lo siguió resbalando en el suelo arenoso, agarrándose frenéticamente a piedras, zarzas y matas de hierbas, sin dejar de toser y resollar. Notaba que se le acababan las fuerzas, y a mitad de la pendiente le abandonaron por completo, como un coche que se hubiera quedado de repente sin gasolina. Vio impotente que el palestino continuaba subiendo hasta desaparecer.
—Joder —gruñó—. Joder, joder, joder.
Permaneció donde estaba un momento y, cuando hubo llenado de aire sus pulmones agotados, reanudó la marcha. Llegó a cuatro patas a la cumbre y se desplomó al pie de una acacia retorcida. Oyó un estallido de carcajadas.
—¡Madre mía, Ben Roi, mi abuela corre más deprisa que tú!
Feldman, el detective nervudo con el que había hablado antes, se erguía sobre él, acompañado de cuatro policías uniformados, dos de los cuales sujetaban al palestino con una llave. Extendió una mano, que Ben Roi apartó de una palmada.
—Lech zayen et ima shelcha.
Ve a follarte a tu madre, Feldman.
Se puso en pie con un esfuerzo y avanzó un paso para colocarse frente al fugitivo palestino; era más joven de lo que suponía, todavía un adolescente. Su ojo izquierdo empezaba a hincharse y amoratarse, y tenía un corte en el labio. Feldman hizo una seña con la cabeza a los policías que le inmovilizaban, y estos aumentaron la presión.
—Adelante —dijo guiñando un ojo a Ben Roi—. Ya sabes que tienes ganas de hacerlo. Nosotros no veremos nada.