El rabino terminó el sermón y el grupo se disolvió. Las mujeres fueron a la cocina para preparar la cena, y los hombres, a vigilar la casa o a dedicarse al estudio del Talmud. Har-Zion subió a la azotea, donde recibió un par de llamadas en el móvil, una de un donante de Estados Unidos para felicitarle por la ocupación, y la otra de un contacto del gobierno para decirle que era un tocapelotas, pero que, siempre que no hubiera violencia, el gobierno no haría nada para expulsarlos.
—En tiempos como estos, hemos de estar unidos, Baruch —dijo el hombre—. De todos modos, habrá mucha presión internacional, sobre todo de Europa y las Naciones Unidas.
—Que les den por el culo —replicó Har-Zion—. No harán nada. Nunca hacen nada. Son unos gusanos.
Después de colgar estuvo un rato mirando al este, en dirección al monte Scopus y la Universidad Hebrea. Vio que un autobús árabe ascendía trabajosamente la empinada pendiente de la carretera de Ben Adaya, lanzando humo por el tubo de escape. Luego bajó por la escalera, entró en una habitación del segundo piso, encendió la luz y cerró la puerta.
Avi y él se irían aquella noche, decidió, una vez que se hubiera calmado la agitación en el exterior y pudieran salir sin demasiados problemas. El procedimiento de estas acciones siempre era el mismo. Participaba al principio para organizarlo todo y asegurar la máxima publicidad; después, una vez completada la ocupación, dejaba las riendas en manos de otros, para que se encargaran de la colonización, la destrucción de todo rastro de sus antiguos habitantes y su sustitución por una nueva identidad judía. Le esperaban asuntos mucho más importantes: entrevistas, reuniones, su trabajo en el Knesset, al-Mulatham.
Giró la llave en la cerradura, cruzó la habitación para comprobar que los postigos de la ventana estaban cerrados y empezó a desnudarse despacio, con movimientos rígidos. Había un espejo en la pared de enfrente, rajado y sucio; una vez desnudo, avanzó dos pasos hacia él y contempló su reflejo. Desde el cuello hacia abajo la piel era un mosaico remolineante de rojos, marrones y rosados, suave como vidrio y sin vello, más plástico que piel real. Se examinó de arriba abajo, con una mirada de leve sorpresa, como si después de trece años y cien injertos todavía no pudiera dar crédito a sus ojos.
Una mina terrestre, en el sur del Líbano. Esa había sido la causa. Una cosa tosca, improvisada. La mitad de las veces no estallaban. Su Humvee había pasado por encima y la había hecho detonar, de modo que todos sus ocupantes se habían visto envueltos en una cortina de llamas. Habría muerto si Avi, que iba en el vehículo de atrás, no le hubiera rescatado del fuego.
«No tiene la menor posibilidad —habían dicho los médicos del ejército—. Es hombre muerto.» Pero no había muerto. Había sobrevivido, se había aferrado a la vida con feroz determinación, como un hombre que se agarra con la punta de los dedos al borde de un precipicio para no caer. El dolor había sido increíble, semanas, meses, un dolor tan grande que, en comparación, los demás sufrimientos constituían un placer exquisito. Éste le desgarraba célula a célula, átomo a átomo, hasta que de él sólo quedó el dolor; un ser formado de la agonía primordial más pura e intensa. No obstante, había aguantado, sostenido por la tozuda convicción de que Dios necesitaba que sobreviviera. Y también por la furia. No por lo que le había pasado, que ya era bastante horrible, sino por su hermano menor, su amado Benjamin, que iba en el Humvee con él y murió abrasado por la explosión. El querido y valiente Benjamin.
Se miró en el espejo, fascinado y asqueado al mismo tiempo por la diferencia de textura entre la cabeza y la cara, que por algún milagro habían escapado a los efectos del fuego, y el pálido caleidoscopio cristalino de todo lo demás. Después, con un gruñido, cogió un frasco de bálsamo de la mesa, vertió un poco en la palma de la mano y empezó a frotarse el mosaico de los brazos y el torso.
Tenía que repetir este ritual cinco veces al día. Era preciso que la piel se mantuviera elástica, habían dicho los médicos. Hidratada, flexible. De lo contrario, se cerraría en torno a él como una camisa de fuerza, se rasgaría con cada movimiento repentino o prolongado. Por eso tuvo que abandonar el servicio activo y aceptar un trabajo burocrático en la Inteligencia Militar. Porque no podía prescindir de este ritual. Porque saltarse siquiera una sesión haría que se descosiera, literalmente.
Se aplicó el líquido blanco en los hombros, pecho y estómago, descendió hacia el pene y los testículos, una fruta turgente que colgaba de la superficie de tejido cicatricial lustroso que era su ingle.
«¿Tiene hijos?», le habían preguntado los médicos. Cuando dijo que no, menearon la cabeza con tristeza. Ya no era posible. Sus entrañas estaban arrasadas. Vacías. Incapaces de engendrar vida. No sólo habían matado a su hermano, sino también a sus hijos. Su futuro. El futuro con el que su esposa Miriam y él habían soñado tantas veces.
Benjamin, sus hijos, su carne, y tres años antes también Miriam, a consecuencia de un cáncer. Se lo habían arrebatado todo, arrancado como la corteza a un árbol, y sólo le quedaban su fe, su furia y su país, Israel. Esa era su familia ahora.
Y también su venganza. Su grito de desafío contra los árabes, los
goyim
y los antisemitas de todas partes. Haría lo posible por asegurar su supervivencia.
Terminó de untarse el bálsamo, dejó a un lado el frasco y se miró en el espejo. Puede que estés cubierto de cicatrices, pensó, pero todavía eres fuerte. Puede que estemos cubiertos de cicatrices, pero todavía somos fuertes.
Va'avarecha me'varakhecha umekalelecha.
Bendeciré a aquellos que os bendigan, y maldeciré a aquellos que os maldigan.
Asintió, dio media vuelta y empezó a vestirse de nuevo.
Jerusalén
Había muchos «si» que habrían podido salvar la vida de su padre: si no hubieran ido a Jerusalén para celebrar que Laila cumplía quince años, si hubieran vuelto antes, si no se hubieran desviado hacia el campamento, si hubieran arrojado al soldado israelí en otra parte. Sobre todo, si su padre no hubiera sido un hombre tan bueno. Eso fue, en última instancia, lo que le mató —tanto como los golpes del bate de béisbol—, el que amara a su prójimo, el que fuera humano, el que no pudiera hacer otra cosa que ayudar. Cualquier otra persona habría dado media vuelta y vivido. Pero su padre no era una persona cualquiera, y por eso le habían matado.
Habían encontrado al soldado en la cuneta, en las afueras del campo de refugiados de Jabaliya, ya entrada la noche. Volvían de comer en el hotel Jerusalem y se habían desviado de la carretera principal entre el control de Erez y la ciudad de Gaza con el fin de recoger algo de su padre en la clínica. Los faros del coche iluminaron una forma en la oscuridad, y poco a poco descubrieron que se trataba de un joven, medio desnudo e inconsciente. Su cara había recibido tantos golpes que apenas podía reconocerse como algo humano. Su padre frenó, se apeó del vehículo y se acercó.
—¿Está vivo? —preguntó la madre.
El padre asintió.
—¿Israelí?
Otro gesto de asentimiento.
—Maldición.
La Primera Intifada estaba en pleno apogeo y el sentimiento antiisraelí era muy intenso, sobre todo en la olla a presión que era la Franja de Gaza, donde la revuelta había estallado el diciembre anterior. Era difícil determinar cómo y cuándo había acabado el soldado en la carretera. Lo que estaba claro era que ayudarle en ese momento, en ese lugar, sería muy peligroso. Se odiaba tanto a los palestinos que colaboraban con los israelíes como a los mismos israelíes. Incluso más.
—Déjale —dijo Laila—. Los judíos nos odian. ¿Por qué deberíamos hacer algo por ellos?
Su padre meneó la cabeza.
—Soy médico, Laila. No puedo permitir que alguien muera en el polvo como un perro. Sea quien sea.
Subieron al soldado al coche y le llevaron a la clínica, donde su padre hizo lo que pudo por limpiar las heridas y vendarlas. El soldado recobró el conocimiento mientras le curaban y empezó a agitarse y llorar.
—Cógele de la mano, Laila —ordenó su padre—. Intenta tranquilizarle.
La muchacha obedeció. Era la primera vez que tocaba a un israelí.
Después le envolvieron en una manta, le subieron al coche y salieron del campo con la intención de entregarlo en uno de los puestos de control israelí que bloqueaban la autopista. Apenas habían avanzado cien metros cuando dos automóviles aparecieron de la nada y se colocaron a su lado hasta obligarlos a invadir la cuneta.
—Oh, Dios —susurró la madre de Laila—. Que Dios nos ayude.
Quiénes eran los hombres, a qué facción pertenecían, cómo habían descubierto la buena obra de su padre, y con tanta rapidez, era algo que Laila no descubrió nunca. Sólo recordaba una masa repentina de gente alrededor del coche, los rostros ocultos tras kefías de cuadros, el estampido de la pistola cuando dispararon al israelí a quemarropa a través de la ventanilla abierta y el momento en que sacaron a rastras a su padre al grito de
«Radar!Ami!»
(¡Traidor! ¡Colaboracionista!). Su madre intentó seguirle, pero cerraron la portezuela del coche contra su cabeza y quedó inconsciente. Golpearon a su padre con saña, sin cesar. Una multitud de curiosos se había congregado para mirar, muchos eran pacientes de su padre, pero nadie intentó ayudarle, ni siquiera protestar. Después le esposaron las manos a la espalda y le arrastraron hasta las tierras baldías que rodeaban el campamento. Ella los había seguido, llorando, chillando y suplicando por la vida de su padre, en vano. Le metieron en un agujero, un bate de béisbol apareció como por arte de magia y, con un crujido aterrador, lo descargaron sobre la nuca de su padre, de modo que la cara se hundió en el suelo. Cayeron tres golpes más que le abrieron la cabeza como una sandía, y de pronto, tan repentinamente como se habían materializado, los hombres desaparecieron, y ella se quedó acunando el cuerpo destrozado de su padre, con las largas trenzas negras bañadas en su sangre, mientras los aullidos de perros salvajes resonaban a lo lejos.
—Oh, Dios, mi papá. Oh, Dios, mi pobre papá.
Laila nunca habló con nadie de los acontecimientos de aquella noche, ni siquiera con su madre. Al día siguiente, después del entierro, se cortó el pelo con unas tijeras, incapaz de soportar el olor de la sangre de su padre, que parecía persistir, pese a las veces que se lo había lavado. Dos días más tarde, su madre y ella hicieron las maletas y abandonaron Palestina para regresar a Inglaterra, donde se instalaron con los abuelos de Laila, que tenían una casa grande en un pueblo de las afueras de Cambridge. Se quedó allí cuatro años, hasta el día en que, para horror de su madre, anunció que iba a volver.
—Pero ¿por qué? —gritó su madre—. ¡Por el amor de Dios, Laila! Después de lo que pasó. Después de lo que hicieron. ¿Cómo puedes regresar?
Fue incapaz de explicarlo, aparte de decir que necesitaba arreglar las cosas, lavar la mancha. En cierto sentido, era lo que había estado haciendo desde entonces.
Luxor
Sólo cuando llegó a casa por la noche recordó Jalifa que tenía invitados a cenar.
—¡Llegarán de un momento a otro! —le reprendió su esposa, Zainab, cuando entró por la puerta, y pasó como una exhalación con una bandeja cargada de
torshi
y
babaghanoush
, hasta desaparecer en la sala de estar de su pequeño y atestado apartamento—. ¿Dónde has estado tanto rato?
—En Karnak —contestó Jalifa, y encendió un cigarrillo—. Trabajo.
Se oyó un estrépito de platos y Zainab reapareció; le quitó el cigarrillo de la boca, le besó en los labios y devolvió el cigarrillo a su sitio. Llevaba un caftán de algodón bordado, con los tres últimos botones desabrochados, lo cual dejaba al descubierto parte de su busto, y se había recogido el pelo, negro como ébano, en una larga trenza que le llegaba casi hasta la cintura.
—Estás muy guapa —dijo él.
—Y tú tienes un aspecto horrible. —La mujer sonrió al tiempo que le tiraba del lóbulo—. ¿Por qué no vas a afeitarte mientras termino con Batah? Procura no despertar al niño. Lo acabo de acostar.
Le besó de nuevo, esta vez en la mejilla, y desapareció en la cocina.
—¿Dónde está Ali? —preguntó Jalifa.
—Se ha quedado a dormir en casa de un amigo. Ponte una camisa limpia. ¡Llevas el cuello hecho un desastre!
Jalifa entró en el cuarto de baño, se desabotonó la camisa y contempló su reflejo en el espejo colgado sobre el lavabo. Zainab tenía razón: su aspecto era horrible. Tenía los ojos apagados e hinchados, los pómulos sobresalían como las costillas de un asno desnutrido y la piel era de un color grisáceo enfermizo, como la superficie de un canal con agua estancada. Arrojó el cigarrillo por la ventana, abrió el grifo de agua fría, se inclinó y se mojó la cara. Luego volvió a mirarse en el espejo.
—¿Qué vas a hacer, eh? —preguntó a su reflejo—. ¿Qué vas a hacer?
Contempló un rato más su imagen meneando la cabeza como si viera algo que no le gustaba. Después se afeitó a toda prisa y fue al dormitorio, donde se aplicó un poco de colonia en la cara y se cambió de camisa. Estaba abrochándose el último botón, inclinado para besar a su hijo Yusuf, que dormía en la cuna, cuando sonó el timbre.
—¡Ya hemos llegado!
La voz de su cuñado Hosni resonó desde el otro lado de la puerta de entrada. Jalifa suspiró.
—Hagas lo que hagas en la vida —susurró al bebé mientras le frotaba la suave frente con la nariz—, prométeme que no acabarás como tu tío.
—¡A ver esos dos! —tronó la voz—. ¿Qué estáis haciendo ahí dentro? ¿O no debería preguntarlo?
Se oyó una risotada cuando la esposa de Hosni, Sama, la hermana mayor de Zainab, le rio la broma, que por lo visto el hombre repetía cada vez que alguien no contestaba al cabo de un nanosegundo de llamar al timbre de una puerta.
—Que Dios nos asista —murmuró Jalifa, mientras iba a recibir a los invitados.
Eran seis en la reunión, Jalifa, Zainab, Sama, Hosni y dos amigos de Zainab de El Cairo: Nawal, una mujer menuda y vehemente que enseñaba árabe clásico en la Universidad de El Cairo, y Tawfiq, un comerciante
mashrabiya
al que todo el mundo llamaba Ojos Desorbitados porque los tenía en forma de platillo. Cenaron alrededor de una mesa pequeña en la sala de estar. Batah, la hija de Jalifa, sirvió la comida, cosa que le gustaba hacer porque así se sentía mayor. Al igual que su madre, llevaba un caftán bordado y se había recogido el pelo en una trenza que le caía sobre la espalda.