Alrededor de estos dos párrafos se habían forjado numerosas teorías y suposiciones, algunas relativamente inocuas, la mayoría absurdas. Una página web, por ejemplo, que se abría con una fanfarria de cantos gregorianos, aseguraba que Guillermo había descubierto el cuerpo momificado de Cristo, lo cual socavaba la doctrina cristiana de la resurrección. Otra, adornada con símbolos astrológicos de aspecto misterioso y titulada «Guardianes sagrados del Portal Cósmico», afirmaba con toda seriedad que De Relincourt había descubierto una especie de portal galáctico que le permitió acceder a dimensiones espaciotemporales superiores, de forma que se sumó a un club exclusivo de viajeros en el tiempo que incluía a Moisés, Tutankhamón, Confucio y el rey Arturo. Había muchas más en la misma línea, que relacionaban a De Relincourt con todo, desde los francmasones hasta el Santo Grial, desde los templarios hasta el Triángulo de las Bermudas. Por lo que Laila pudo deducir, nadie había aportado una explicación razonable al significado de los dos párrafos, y tampoco había salido a la luz ninguna prueba independiente que corroborara la autenticidad de la historia que estaban contando o confirmara la existencia real de alguien llamado Guillermo de Relincourt.
Todo parecía cogido con pinzas. No obstante, pese a esta carencia de pruebas de peso, pese a las dudas persistentes de que la estaban arrastrando a una empresa quimérica, cuanto más leía, más se enganchaba. Incluso con sus escasos conocimientos de la Edad Media, comprendió que si la fotocopia que le habían enviado era de la carta verdadera (lo cual era mucho decir), el original debía de ser un documento histórico de importancia y valor incalculables, y demostraba que De Relincourt no sólo era un personaje real, sino que había encontrado un tesoro inimaginable debajo de la iglesia.
Sin embargo, lo que de verdad había despertado su anhelo periodístico, y continuaba haciéndolo, no era la perspectiva de arrojar luz sobre un misterio que contaba novecientos años de antigüedad, por intrigante que fuera, sino la relación entre ese misterio y los acontecimientos actuales. «Estoy en posesión de información que podría resultar de incalculable valor para este hombre en su lucha contra el opresor sionista. La información de la que hablo está íntimamente relacionada con el documento adjunto.» ¿Cómo podía ayudar la historia de Guillermo de Relincourt a un hombre como al-Mulatham? ¿Por qué una leyenda medieval podía ser importante para la Palestina contemporánea? ¿Cuál era el vínculo entre pasado y presente? Estas eran las preguntas que ocupaban su mente en aquellos momentos, que daban vueltas y vueltas alrededor de su cabeza como chispas de una girándula. Era algo importante. Lo intuía. Algo grande. Pero necesitaba más información. Más datos. Más piezas del rompecabezas.
—Él aquí ahora.
Laila alzó la vista. El joven sacerdote ortodoxo griego estaba a su lado, todavía con la escoba.
—Padre Sergio —dijo—. Viene.
Señaló hacia el Katholicon, donde un hombre pasmosamente gordo, con hábito negro y pelo gris sujeto en una cola de caballo, estaba apoyando una escalerilla en el ángulo formado entre una pared y una columna. Laila dio las gracias al sacerdote, se puso en pie, cruzó el coro en dirección al hombre, pasó bajo una araña de latón del tamaño de una rueda de carro y llegó a su lado justo cuando pisaba el primer peldaño de la escalerilla.
—¿Padre Sergio?
El hombre la miró.
—Me llamo Laila al-Madani. Soy periodista. Un amigo mío me dijo que usted podría ayudarme en una historia que estoy investigando.
El sacerdote la miró un momento con ojos brillantes y después bajó al suelo. Tenía un rostro jovial, parecido a una calabaza, surcado por profundas arrugas y medio cubierto por una poblada barba gris. La joven observó que bajo el hábito llevaba calcetines, sandalias y pantalones púrpura abolsados.
—Por lo visto, usted sabe todo lo que hay que saber sobre la historia de esta iglesia —añadió.
El sacerdote sonrió.
—Su amigo exagera. Nadie sabe todo lo que hay que saber sobre la iglesia del Santo Sepulcro. Llevo aquí treinta años y ni siquiera he arañado la superficie. A veces es un lugar extremadamente... desafiante.
Su voz era profunda y resonante, y hablaba en un inglés fluido. Despedía un olor dulzón, tal vez a causa de una loción para después del afeitado o por el perfume a incienso de su hábito.
—¿Qué desea saber? —preguntó.
—Estoy intentando reunir información sobre alguien llamado Guillermo de Relincourt.
La sonrisa del hombre se ensanchó, y se acarició la barba con aire pensativo.
—Guillermo de Relincourt, ¿eh? ¿Por qué le interesa?
Laila se encogió de hombros.
—Es para un artículo que pienso escribir. Misterios de Jerusalén. Color local.
—No es el tipo de artículos que suele escribir.
Reparó en la expresión perpleja de Laila y se puso a reír.
—Oh, sé quién es, señorita al-Madani. No estamos tan aislados del mundo. He leído muchos de sus artículos a lo largo de los años. Muy... directos. No perdona una a los israelíes. Pero no recuerdo que le interese la historia medieval.
—He decidido cambiar de tema por una vez —afirmó Laila, que no deseaba proporcionar demasiada información—. Volveré a meterme con Israel en cuanto haya terminado.
Las risas del sacerdote se redoblaron y en sus ojos apareció un brillo de complicidad, como si supiera que ella no deseaba contarle toda la verdad pero eso no le preocupara.
—En ese caso —dijo, al tiempo que apoyaba la mano sobre su protuberante barriga—, hemos de ayudarla a terminar su artículo lo antes posible. No podemos permitir que los israelíes se confíen, ¿verdad? No obstante, le pediré algo a cambio.
—¿De qué se trata?
—Sujéteme la escalera un momento, mientras intento deshacerme de esos malditos pájaros.
Indicó con la cabeza un par de palomas blancas que no paraban de estrellarse contra las ventanas más altas de la iglesia.
—He de abrir una —explicó—. Para que salgan. De lo contrario, se cagarán sobre los turistas.
Como para confirmar sus palabras, una gruesa gota cayó desde lo alto sobre la araña de latón. El padre Sergio chasqueó la lengua en señal de desaprobación y subió al primer peldaño de la escalera.
—Sujétela bien —dijo—. A veces resbala.
Laila inmovilizó la escalera con el pie mientras el sacerdote empezaba a subir, con una agilidad sorprendente para un hombre de su corpulencia y peso. Cuatro peldaños más arriba, agarró un palo largo de madera apoyado contra la pared y utilizó la otra mano para afianzarse mientras seguía subiendo. Su hábito ondulante permitió a Laila una clara visión de sus piernas y su trasero, embutidos en pantalones. Un grupo de turistas entró y formó un círculo alrededor del
omphalos
, el cuenco de mármol tallado situado en medio de la sala que, según la tradición griega, señalaba el centro del mundo.
—Atrae a toda clase de gente —dijo en voz alta el padre Sergio cuando llegó al final de la escalera—. Guillermo de Relincourt. El año pasado vino un científico italiano que quería examinar toda la iglesia con un... ¿Cómo se llama ese aparato que sirve para medir la radiación?
—¿Un contador Geiger?
—Exacto. Estaba convencido de que Guillermo había descubierto los restos de una nave espacial alienígena y que todavía estaba sepultada bajo el suelo. Un demente.
Empezó a levantar el palo y se aferró a un saliente con la mano izquierda, mientras se estiraba hacia la ventana más cercana, que se hallaba a tres metros sobre él.
—Y hay un grupo norteamericano que cree que descubrió un portal que da a otro mundo.
—Los guardianes del Portal Sagrado —dijo Laila con una sonrisa.
—Ha oído hablar de ellos.
—He visto su página web.
—Locos. Locos de remate. Hasta tenemos un anciano judío que viene cada día porque cree que Relincourt encontró los Diez Mandamientos o algo por el estilo. Es el único judío que he visto aquí. Se pone a rezar delante del edículo como si fuera el Muro de las Lamentaciones, pobre loco. Cada día.
Estaba estirado casi por completo, alzado precariamente sobre el penúltimo peldaño, y trataba de abrir la ventana con el palo. Éste resbaló tres veces antes de que por fin lograra situarlo bajo el pestillo y abrir la ventana, pero se inclinó hacia atrás de una forma tan peligrosa que Laila tuvo la desagradable sensación de que iba a caerle encima. El hombre logró mantener el equilibrio, sin dejar de asirse al saliente, y esperó a que las palomas descubrieran la ventana y salieran. En cuanto huyeron, volvió a levantar el palo y utilizó un gancho sujeto al extremo para cerrar la ventana. Bajó al suelo, con la respiración entrecortada y la frente perlada de sudor.
—Necesitamos una escalera más larga —bufó, mientras dejaba el palo en el suelo y se sacudía el hábito—. Siempre lo digo, pero los católicos dicen que no la necesitamos, los sirios que no nos la podemos permitir, los armenios y los coptos no se ponen de acuerdo sobre si debería ser de madera o metálica, y nadie hace nada. Créame, comparados con algunos de aquí, los fanáticos de De Relincourt son ejemplos de sensatez y buen juicio. ¿Té?
Laila declinó el ofrecimiento y, tras dejar el palo y la escalera, los dos volvieron a la rotonda. Dos mujeres, una mayor, la otra joven, ambas vestidas de negro, estaban arrodilladas en el abarrotado edículo, rezando con una vela en la mano. El joven sacerdote griego había desaparecido.
—Bien —dijo el padre Sergio, al tiempo que le indicaba el banco donde Laila se había sentado antes y se acomodaba a su lado—. Ha cumplido su parte del trato. Ahora querrá que le hable de Guillermo de Relincourt. No estoy seguro de si podré contarle gran cosa, pero pregunte lo que quiera. Haré lo posible por ayudarla.
Laila sacó la libreta y el bolígrafo, cruzó las piernas, apoyó la libreta sobre la rodilla y preparó el bolígrafo.
—Lo primero que quería preguntar es acerca de las fuentes —empezó—. He estado mirando en internet y he visto que sólo dos escritores medievales citan a De Relincourt: Guillermo de Tiro y...
Repasó sus notas para localizar el nombre del viajero judío.
—Benjamín de Tudela —dijo el padre Sergio.
—Exacto. ¿Conoce los pasajes?
—De memoria no, pero los he leído. Hace mucho tiempo, se lo advierto.
Laila se inclinó y sacó una hoja arrugada del bolso.
—Los imprimí anoche.
Le tendió la hoja. El sacerdote la alejó un poco para que le diera la luz y la leyó. Cuando terminó, se la devolvió.
—Por lo que he podido deducir —prosiguió Laila—, Balduino, o Badouin, como le llama Benjamín, fue rey de Jerusalén entre 1100 y 1118.
El padre Sergio asintió.
—Lo cual significa que tanto Benjamín como Guillermo de Tiro escribieron sesenta o setenta años después de los acontecimientos que describieron.
El hombre reflexionó un momento y volvió a asentir.
—Correcto.
—¿Hay algo más? —preguntó Laila—. ¿Alguna otra crónica que hable de De Relincourt, que proporcione más información? ¿Algo que corrobore la historia?
El sacerdote enlazó las manos sobre el estómago, donde se posaron como dos grandes cangrejos que disfrutaran del sol sobre una roca.
—No que yo sepa. Ninguno de los primeros cronistas cruzados le menciona, Ekkehard de Aura, Alberto de Aquisgrán y... vaya, ¿cómo se llamaba el otro? Fulcher de Chartres, eso es. Silencio absoluto. Por lo visto, sólo contamos con Guillermo de Tiro y Benjamín de Tudela.
—Y sólo Benjamín dice algo acerca de un tesoro oculto —observó Laila—. Guillermo de Tiro únicamente menciona que De Relincourt y el rey Balduino tuvieron una especie de disputa.
—Supongo que oyeron versiones diferentes de la historia —aventuró el sacerdote—. Es algo habitual en los cronistas medievales. Sobre todo cuando escriben años después de un acontecimiento concreto y lo describen de segunda o tercera mano. Tienen fuentes diferentes, eligen detalles diferentes, según lo que les interese.
—¿Cuál es la versión más fidedigna en este caso?
El hombre enarcó las cejas.
—Es difícil asegurarlo, aunque yo diría que Benjamín de Tudela. Sí, sólo estaba de paso por Tierra Santa, al contrario que Guillermo de Tiro, que vivía allí. Sin embargo, los detalles que añade indican que oyó una versión más completa de la historia. En el caso de Guillermo da la impresión de que sólo está repitiendo un rumor antiguo.
Laila escribió una nota en la libreta.
—¿Y usted cree que la historia es cierta?
El padre Sergio se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? No existen pruebas materiales que la certifiquen, pero tampoco hay motivos para descartarla. Benjamín era un cronista muy escrupuloso. No aceptaba leyendas o cuentos de viejas. Siempre comprobaba sus fuentes. Yo le creo.
Se produjo una repentina salva de flashes cuando un grupo de turistas japoneses invadió la rotonda y empezó a tomar fotos de la cúpula y el edículo. Laila dobló una pierna bajo la otra y apoyó la libreta sobre la rodilla.
—Lo cual conduce a la pregunta obvia —dijo—. Si la historia de Benjamín es cierta, ¿qué descubrió Guillermo? ¿Cuál era ese...? —Echó un vistazo a la hoja impresa—. Ese «tesoro de gran valor, como jamás se había conocido».
El padre Sergio sonrió y empezó a toquetear la goma elástica de su cola de caballo.
—Como usted dice, la pregunta obvia. La única que no puedo contestar, me temo. Aunque imagino que descubrirá que no era una nave espacial.
Rio para sí, mientras sus dedos tiraban de la goma elástica y atusaban el pelo. Delante de ellos, las dos mujeres salieron del edículo, una vez terminados sus rezos, y los turistas japoneses empezaron a entrar, aunque en el estrecho interior sólo cabían cuatro personas. Los cánticos que Laila había oído al entrar en el edificio habían cesado y sólo quedaba el eco de las voces, como si las piedras de la iglesia estuvieran susurrando entre sí.
—No —repitió el padre Sergio, cuando hubo colocado bien la goma elástica, y apoyó las manos sobre el estómago—. No tengo más idea de lo que Guillermo de Relincourt descubrió que los miles de personas que han especulado sobre el tema durante los últimos novecientos años. Tal vez una reliquia antigua, tal vez los huesos de un santo de los primeros tiempos, tal vez un tesoro de la basílica bizantina original... Lo que sea. No lo sabemos.
Laila se estaba dando golpecitos en el muslo con el bolígrafo.