El guardián de los arcanos (27 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

La había detenido. Así se conocieron. Increíblemente vulgar, como salido de una novela romántica barata, pero así había ocurrido. Ella formaba parte de un grupo que protestaba contra la construcción de asentamientos israelíes en las afueras de la ciudad. Él era un miembro del cordón policial enviado para repeler a los manifestantes. Hubo una refriega, ella le dio una patada en la espinilla, él la esposó y arrojó a la parte posterior de una furgoneta de la policía. Todo ocurrió con tanta rapidez que no tuvo tiempo de fijarse en lo guapa que era. Sólo más tarde, en la celda de la comisaría, mientras tomaba sus datos y ella recitaba las iniquidades de la ocupación israelí en Cisjordania, Ben Roi descubrió que su mirada se demoraba en la masa rebelde de pelo castaño, los esbeltos brazos bronceados, los ojos grises centelleantes, furiosos y apasionados, y al mismo tiempo tan dulces; unos ojos que traslucían inteligencia y alegría, y que le revelaron que la joven era una buena persona, una persona cariñosa, y que su voz airada y su actitud beligerante no eran más que una fachada.

Podría haber presentado cargos contra ella (tendría que haberlo hecho), pero al final la soltó con una amonestación. El hecho de que ella no demostrara la menor gratitud por este favor (al contrario, dio la impresión de que la enfurecía, como si su benevolencia disminuyera el impacto de la protesta) le atrajo hacia la muchacha todavía más que su físico.

Nunca se había encontrado cómodo entre mujeres, se ponía nervioso, con su cuerpo de oso, su cara de facciones marcadas y enorme nariz, y tardó tres días en reunir el valor necesario para llamarla. Cuando por fin lo hizo, ella creyó que un amigo le estaba gastando una broma. Luego, al darse cuenta de que era quien decía, le mandó a la mierda y colgó. Ben Roi volvió a llamar al día siguiente, y al otro, y al otro, mientras su interés (y humillación) crecía en proporción directa al número de rechazos recibidos, hasta que al final, exasperada, ella accedió a tomar una copa en un bar, «sólo para ver si así me dejas en paz de una puta vez».

Incluso en ese caso, es dudoso que algo hubiera ocurrido entre ambos de no ser por los espaguetis. Hasta ese momento se habían esforzado por encontrar algún punto en común mediante una conversación forzada e incómoda, puntuada por silencios violentos y voces airadas cuando ella le arengaba acerca del trato que el gobierno deparaba a los palestinos, y él replicaba que los palestinos se merecían todo lo que les caía encima. Estaban a punto de salir del bar, convencidos de que no tenían nada en común, de que la velada estaba condenada al fracaso, cuando un camarero se topó con él y vertió una bandeja de pasta cubierta de salsa sobre su camisa blanca. Ella estalló en carcajadas, él se revolvió a gritos, pero luego se puso a reír también, al caer en la cuenta de lo ridículo de la situación, y en ese momento de diversión compartida algo se encendió al fin entre ellos, como una cerilla que alumbrara en la oscuridad y ahuyentara las sombras. El camarero le prestó una camiseta, la cual contribuyó a mejorar su estado de ánimo todavía más, porque era demasiado estrecha para él y llevaba impresa la muy inapropiada leyenda
ORGULLO GAY
. Aceptaron una copa por cuenta de la casa, volvieron a su mesa e iniciaron una nueva conversación, esta vez soslayando la política y hablando de ellos, de su vida, intereses y familia, explorando.

Ella trabajaba de redactora en una pequeña cooperativa editorial especializada en poesía y libros infantiles, y dedicaba tres noches de la semana a trabajar como voluntaria para B'Tselem, la organización pro derechos humanos israelí. Hija de uno de los héroes de guerra más condecorados del país, ahora miembro laborista del Knesset, se había criado en un kibbutz en la frontera norte de Galilea y tenía dos hermanas mayores, que estaban casadas y tenían hijos.

—Perfectas madres judías —dijo—. Yo soy la oveja negra.

—Yo también —admitió Ben Roi—. Todos los hombres de mi familia son granjeros. Mi padre se quedó horrorizado cuando le dije que quería ser policía. Aunque no tan horrorizado como lo estaría ahora si me viera.

Se miró la camiseta. Ella rio.

—¿Qué te llevó a convertirte en un instrumento del régimen fascista? —preguntó la joven.

—Al Pacino, lo creas o no.

—¿Al Pacino?

—Bien, una de sus películas.

Ella levantó una mano.

—Déjame adivinar. —Una pausa—.
Serpico.

Ben Roi abrió los ojos de par en par.

—¿Cómo lo sabes?

—Es una de mis películas favoritas.

—¡Eres la única persona que conozco que la ha visto! Me encanta esa película. Recuerdo cuando la vi por primera vez, en la tele. Tenía catorce años. Pensé: «Yo quiero ser así». Como Al Pacino. Hacer el bien. Cambiar las cosas. Me encontré con él una vez. Después de salir de la escuela de policía. Nos hicimos una foto juntos. Es bajito.

Tomó un sorbo de vino y sus ojos se encontraron un instante, lo suficiente para que ambos supieran que algo estaba pasando. Con el tiempo, él recordaría aquel primer intercambio de miradas, aquel reconocimiento fugaz e inseguro de un sentimiento compartido, como uno de los momentos más perfectos de su vida.

Se quedaron en el bar casi tres horas, sin parar de hablar, profundizando en el mutuo conocimiento, apartando con delicadeza las capas, antes de, a propuesta de ella, trasladarse a un pequeño restaurante que conocía en el barrio armenio de la Ciudad Vieja, donde comieron
soujuk
y
khaghoghi derev
, y bebieron una botella de un vino tinto aromático y algo amargo. Después, medio borrachos, pasearon por las calles desiertas, intercambiando de vez en cuando una mirada, pero sin hablar mucho, se adentraron en el barrio judío, atravesaron el Mauristan y llegaron por fin a la puerta Nueva, donde, en un local abierto hasta muy tarde, tomaron un último café y él le regaló un lirio blanco que había tomado de un jarrón que descansaba sobre la barra del bar.

—Gracias —dijo ella, y apretó la flor contra su pecho—. Es bonita.

Salieron y se despidieron, mientras una enorme luna pendía sobre ellos como una naranja en un charco profundo de agua negra. Ben Roi tenía muchas ganas de inclinarse y besarla, pero se contuvo porque no quería estropear el momento, convencido de que ella retrocedería asqueada. La joven no tuvo tantos escrúpulos. Apartó la mano que le ofrecía, le agarró por los hombros, se puso de puntillas y le dio un beso apasionado en los labios.

—Lo siento —dijo, al tiempo que se apartaba, con los ojos brillantes—. No he podido resistir la tentación. Debe de ser la loción para después del afeitado que llevas.

—No he pensado que fuera por mi apostura.

Ella volvió a besarle, esta vez con más dulzura y lentitud, y se apretó contra él.

—A mí me pareces guapísimo.

—Tal vez deberías ir al oculista.

Ella sonrió, levantó una mano, tocó su enorme barbilla, su nariz, su mejilla. Se quedaron así un largo rato, mirándose, y después de un abrazo final se separaron y se citaron para dentro de dos noches. Cuando Ben Roi se alejaba, ella le llamó.

—Abre los ojos, Arieh. Mira lo que está pasando en este país. Necesito que lo hagas. Porque nos está envenenando a todos. Y a menos que hagamos algo para cambiarlo, no habrá futuro. Ni para Israel, ni para nosotros, ni para nadie. Abre los ojos. Por favor.

Durante las semanas y los meses siguientes, mientras su relación crecía y se hacía más profunda, mientras el amor que sentía por ella invadía su alma, hizo lo que ella le había pedido y vio cosas que nunca había querido ver, hizo preguntas que nunca había deseado formular. Este despertar le había causado un gran dolor, una gran confusión e incertidumbre. Sin embargo, había seguido su consejo, porque la quería, confiaba en ella y sabía en el fondo que le estaba ayudando a madurar, a convertirse en una persona mejor.

Y después de todo eso, pese a todo eso, la habían matado. Los mismos que ella se había esforzado tanto por defender, por cuya causa había abogado con tanta pasión. Le volaron las piernas, le destrozaron el rostro, su rostro hermoso, tierno, risueño. De manera que ahora, solo en el cementerio, con la vista clavada en su tumba, se le antojó que el futuro con el que ambos habían soñado, un futuro de paz y comprensión, de esperanza y luz, no era más que un espejismo. Como el viajero sediento del desierto que padece la agonía de ver el anhelado oasis evaporarse ante sus ojos, un simple engaño de la luz, deseó haber mantenido los ojos cerrados y no haber vislumbrado jamás el espejismo.

Terminó de musitar su canción, mientras sus dedos acariciaban la menorah colgada del cuello, un pedacito de ella que siempre llevaba consigo, y después, tras inclinarse y besar la tumba una vez más, empezó a bajar por el cementerio.

Cerca del pie de la colina se topó con una figura solitaria con
yamulka
y
tallit
, plantada ante un par de tumbas algo apartadas de las demás, en su propia parcela. El hombre le daba la espalda, y sólo al pasar a su lado Ben Roi cayó en la cuenta de que era Baruch Har-Zion. Éste se volvió apenas y sus ojos se encontraron un momento; ambos asintieron levemente al reconocer al otro y después Ben Roi continuó hacia la puerta, donde encontró a Avi Steiner, el guardaespaldas de Har-Zion, apoyado contra un muro. Sus miradas se encontraron un brevísimo instante; un fugaz gesto de asentimiento y después Ben Roi salió a la carretera y empezó a caminar hacia la Ciudad Vieja, mientras se preguntaba dónde podría tomar una copa antes de dirigirse a la comisaría y empezar su turno.

34

Jerusalén

Laila cruzó el patio situado ante la iglesia del Santo Sepulcro y se detuvo un momento para contemplar la entrada de doble arco, flanqueada de columnas de mármol esbeltas y sinuosas como árboles jóvenes, para luego adentrarse en el cavernoso y oscuro interior. Un trío de mujeres ancianas estaban arrodilladas ante la Piedra de la Unción. Se persignaron e inclinaron para besar la superficie rosada de la piedra. A su derecha, un tramo de escalera ascendía hacia una capilla dorada que gozaba de una iluminación cálida, el lugar donde la tradición afirmaba que habían crucificado a Cristo. Desde las entrañas del edificio llegaba el sonido de cánticos, que se mezclaban y fundían con un himno entonado en otra parte de la iglesia, de modo que todo el interior parecía vibrar debido a la disonancia. Un grupo de monjes armenios pasó a toda prisa, encabezado por un sacerdote de capa larga y capucha puntiaguda.

Laila se detuvo un momento en la entrada, mientras sus ojos se adaptaban a la escasa luz y su nariz aspiraba el penetrante olor almizclado del incienso. Después caminó hacia la izquierda y entró en la inmensa rotonda abovedada que dominaba el extremo este de la iglesia. Un joven sacerdote ortodoxo griego estaba barriendo el suelo. Se acercó a él y le preguntó dónde podía encontrar al padre Sergio, el contacto que Tom Roberts le había proporcionado la noche anterior.

—Él comida —dijo el sacerdote en un deficiente inglés, e imitó el gesto universal de comer—. Volver diez horas.

—¿Esta noche?

El sacerdote frunció el ceño, confuso, y sonrió de repente.

—No diez horas. Diez...

—¿Minutos?

—Sí, sí. Minuto. Diez minuto.

Laila le dio las gracias, dejó que siguiera barriendo y se encaminó hacia una de las gigantescas columnas de granito que sostenían la cúpula de la rotonda. Tomó asiento en el banco de al lado. Frente a ella se alzaba el edículo, el chillón templete sembrado de iconos, tallado en brecha rosa y amarilla, que indicaba el lugar donde se dio sepultura a Cristo. Detrás, el Katholicon, el coro ortodoxo griego, que dominaba la parte central del edificio; se extendía hacia el este, confinado entre oscuros panales de corredores, galerías, puertas y altares, con la mampostería ennegrecida y pulida por siglos de humo de velas y el roce de los devotos.

Miró alrededor un rato examinando el enorme edificio y la variopinta arquitectura, las multitudes de turistas y peregrinos, y después abrió el bolso, del que extrajo las notas que había tomado la noche anterior.

Su búsqueda en internet había dado como resultado varios miles de páginas con el nombre de Guillermo de Relincourt, la mayoría de las cuales no tenían nada que ver con el hombre que le interesaba. El examen del centenar aproximado que contenía información sobre el individuo en cuestión había revelado que, si bien era el centro de gran cantidad de especulaciones imaginativas, los datos verídicos sobre De Relincourt escaseaban. Lo poco que se sabía (lo único que se sabía, en realidad) procedía al parecer de dos breves pasajes de crónicas medievales, ambos traducidos y reproducidos en cierto número de páginas web.

El más breve, de la
Historia Rerum in Partibus Transmarinis Gestarum
(Historia de los hechos acaecidos en Ultramar), escrita alrededor de 1170, explicaba:

Después de conquistar la ciudad, los cruzados consideraron la iglesia (del Santo Sepulcro) demasiado pequeña, y le añadieron un edificio alto y sólido. Al principio, Guillermo de Relincourt se encargó de la obra, hasta que se enzarzó en disputas con el rey Balduino y padeció un destino horrendo. También fue construido un campanario.

El segundo pasaje, más largo y detallado que el primero, aparecía en una obra titulada
Massaoth Schel Rabbi Benjamin
(El itinerario del rabino Benjamín), de un judío de la ciudad española de Tudela que había visitado Tierra Santa en 1169, una etapa de un viaje de diez años por el Mediterráneo y Oriente Próximo:

También se cuenta la historia del francés Gillom de Relincar, que construyó la iglesia conocida por los cristianos como del Santo Sepulcro. En el curso de la magna obra, se dice, cuando estaban cavando zanjas para colocar piedras, como suele hacerse en tales casos, este tal Gillom descubrió un lugar secreto en el que estaba oculto un tesoro de grandísimo poder y belleza, un tesoro como jamás se había conocido. Como era un hombre sabio y no aprobaba el trato dispensado a los judíos, no habló a nadie de este objeto, sino que lo calló, pues debido a su naturaleza habría provocado mucha codicia y envidia entre los cristianos. Sin embargo, nuevas del descubrimiento llegaron al rey Balduino, quien ordenó que se le fuera entregado. Y cuando este tal Gillom se negó, le arrancaron los ojos y arrojaron a un pozo profundo, donde murió al cabo de cuatro días, pues era un hombre fuerte de cuerpo y espíritu. Pocos saben de esta historia, que me la contó Simón el Judío, que la oyó de labios de su abuelo.

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