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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

El guardián de los arcanos (50 page)

—¿Y bien? —preguntó ella.

Estaba tan absorto observando cada detalle del físico de la joven, que no captó al instante la pregunta, y ella tuvo que repetirla.

—¿Y bien?

Él meneó la cabeza.

—He de hacerle algunas preguntas —contestó, y avanzó un paso para entrar en el piso. Ella extendió una mano ante la puerta y le cortó el paso.

—No sin un mandamiento judicial. ¿Tiene un mandamiento judicial?

Ben Roi no lo había pedido.

—Puedo ir a buscar uno —rugió—. Y cuando vuelva, no seré tan cordial.

Laila resopló.

—Ya estoy temblando. O me enseña el mandamiento judicial, o haga las preguntas que le dé la gana desde ahí. Y deprisa. Llego tarde a una cita.

La actitud de la periodista era serena, segura, despectiva, y por un breve instante Ben Roi se descubrió pensando en su primer encuentro con Galia, cuando la había detenido en la manifestación antiasentamientos y le había tratado con similar desdén. Hizo una mueca, asombrado por la analogía, y avanzó otro paso, hasta que su cuerpo ocupó todo el marco de la puerta.

—Hace poco le enviaron una carta. Una carta en la que le pedían ayuda para ponerse en contacto con al-Mulatham.

Laila no dijo nada.

—¿Sabe de qué estoy hablando?

Siguió una brevísima pausa, como si Laila estuviera sopesando la posibilidad de contestar. A continuación se echó la toalla al hombro y reconoció que sí, que había recibido dicha carta.

—¿Y?

Otra pausa, de nuevo para sopesar las posibilidades.

—Y nada. La leí, la rompí, la tiré a la papelera. Como hago con todas las tonterías que me envían.

Ben Roi examinó sus facciones en busca de pistas reveladoras de que estaba mintiendo: la tensión de la boca, la dilatación de las pupilas, un temblor sudoroso. Nada. O estaba diciendo la verdad, o era mejor, mucho mejor, que cualquiera con quien se había topado hasta el momento.

—No le creo —dijo, para ponerla a prueba.

Ella rio, sin bajar la vista.

—Me importa una mierda lo que crea. Recibí la carta, la leí y la tiré. Y antes de que lo pregunte, ya no está en la papelera, aunque estoy segura de que, si va al vertedero municipal, sólo tardará un par de semanas en localizarla.

Ben Roi apretó los puños intentando resistir el ansia de abofetearla.

—¿Qué decía la carta?

—Parece que ya lo sabe —contestó ella.

—¿Qué decía exactamente?

Ella se cruzó de brazos y suspiró, como una maestra que estuviera hablando con un alumno retrasado en los estudios.

—No sé qué decía exactamente, pues no me molesté en memorizarla. «Estoy intentando ponerme en contacto con al-Mulatham, creo que usted podría ayudarme, le pagaré lo que quiera», algo por el estilo. Chorradas, a fin de cuentas. Sólo le eché un vistazo. Si quiere la versión completa, tendrá que ponerse en contacto con sus colegas del Shin Bet. Imagino que fueron ellos quienes la enviaron.

Una vez más, aunque tenía la vista clavada en ella y el oído aguzado, Ben Roi no captó el menor indicio de que estuviera mintiendo, el menor atisbo de falsedad en sus facciones o su voz. Lo cual era inquietante, porque todos sus instintos le decían que estaba mintiendo, de manera que, o sus instintos se equivocaban, su radar estaba averiado sin remedio, o la mujer poseía un grado de autocontrol casi sobrehumano. Sólo en el fondo de su mirada se insinuaba algo diferente de lo que estaba verbalizando, una especie de tenue neblina, como lodo removido en el fondo del mar. Si traducía doblez u otro aspecto de su psique, no sabía decirlo. Tal vez era un simple efecto de la luz.

—¿La carta hablaba de un arma? —insistió—. ¿Algo que pudiera utilizarse para perjudicar al Estado de Israel?

No que ella recordara, fue la respuesta. En ese caso, tal vez le habría prestado más atención.

—¿Significa algo para usted el nombre de Dieter Hoth?

No.

—¿Piet Jansen?

La misma respuesta.

—He oído hablar de David Beckham, si eso le sirve de algo.

Y así continuaron. Ben Roi hacía preguntas, Laila las contestaba con desdén burlón, hasta que el policía se quedó sin preguntas y guardó silencio.

—¿Eso es todo? —preguntó ella, con los brazos en jarras—. Porque, a pesar de que me lo estoy pasando muy bien, tengo cosas que hacer.

Detrás de ella el teléfono empezó a sonar.

—¿Es todo? —repitió.

El hombre la fulminó con la mirada, los puños apretados, consciente de que la entrevista no había dado los frutos apetecidos. Ella había ganado. Al menos, el primer asalto.

—De momento —contestó.

—Bien, ya sabe dónde vivo. Como ya he dicho, siempre es un placer dar la bienvenida a la Policía Nacional israelí.

Hizo un gesto con la cabeza para indicar al detective que debía retroceder y empezó a empujar la puerta. Cuando estaba medio cerrada, le miró a través de la abertura, mientras el teléfono seguía sonando.

—Que conste que no tengo ni puta idea de quién es al-Mulatham, dónde está o cómo encontrarle. Estoy segura de que eso no le disuadirá de seguir acosándome, pero quería decirlo por si alguna vez me hacen caso.

El contestador automático se conectó y la voz grabada resonó en el piso: «En este momento no puedo contestar. Deje un mensaje y me pondré en contacto con usted».

—Y una observación personal —añadió—. No tengo ni idea de qué loción para después del afeitado usa usted, pero apesta. Debería cambiar de marca.

Ben Roi entornó los ojos. Se oyó un pitido agudo y otra voz flotó hasta el pasillo, profunda y grave.

«¡Laila! Magnus Topping. Te llamo para saber si has llegado bien y decirte... ejem..., bien, que fue un placer conocerte. Además, olvidé mencionarte algo cuando estuviste aquí, un dato interesante para tu artículo. Al parecer, el arqueólogo alemán, el que estuvo excavando en Castelombres, Dieter Hoth, tenía los pies palmeados. He pensado que eso te gustaría, un toque de color. En cualquier caso, llámame si quieres. Que te vaya bien.» Otro pitido, luego silencio.

Laila miró a Ben Roi, Ben Roi miró a Laila. Siguió una pausa, la calma que precede a la tempestad, y después, con un rugido, el israelí extendió una mano para entrar por la fuerza en el piso. Ella fue más rápida. Le cerró la puerta en las narices, se oyó el chasquido de cerraduras, el sonido apagado de unos pies que corrían.

—¡Puta mentirosa! —gritó el policía.

Sacó la pistola Jericho del cinturón y cargó contra la puerta. Ésta resistió. Probó de nuevo, tomando carrerilla desde más lejos. Se oyó un crujido, pero la puerta no cedió.

—¡Puta árabe mentirosa!

Probó por tercera vez, resoplando como un toro herido. Esta vez, la puerta se vino abajo. Ben Roi se tambaleó, recuperó el equilibrio y miró alrededor. El bolso y el móvil de la mujer estaban sobre el sofá. Ni rastro de ella. Se precipitó al estudio, al cuarto de baño; tampoco estaba allí. En el cuarto de baño vio la escalera de cemento que subía, la puerta abierta al final. Subió de tres en tres los peldaños y salió a la azotea, con el cielo inmenso y blanco sobre él, la ciudad extendida alrededor. Nada. Dio media vuelta, pensando que tal vez no la había visto en el piso, y entonces oyó un bocinazo en la calle, corrió hacia el borde de la azotea, se aferró a la barandilla de hierro oxidada y miró hacia la calle Nablus. La vio de inmediato; corría entre el tráfico, demasiado lejos para poder alcanzarla.

—¡Puta! —chilló, impotente—. ¡Puta mentirosa!

Si la joven le oyó, no lo demostró, porque siguió corriendo, cruzó la calle Sultan Suleiman y desapareció entre la multitud que se apretujaba frente a la entrada de la puerta de Damasco. Ben Roi maldijo, sacó el móvil del bolsillo, tecleó un número y se llevó el aparato al oído.

—¿Puesto de guardia? Ben Roi. Necesito una alerta inmediata sobre Laila al-Madani. Laila al-Madani. Sí, la periodista. Máxima prioridad. Está en la Ciudad Vieja. Repito, máxima prioridad.

63

Luxor

—A las siete y media, las ocho como mucho. En cuanto termine aquí. Yo también te quiero. Más que a nada en el mundo.

Jalifa se llevó el teléfono a los labios y envió una lluvia de besos por la línea, con los ojos entornados, como si pudiera sentir la boca de Zainab en lugar del plástico frío e impersonal del auricular. Siguió así un momento y, con un último «te quiero», colgó y se reclinó en la silla, con la vista clavada en la estatuilla de Horus que había comprado en El Cairo, los ojos enrojecidos e hinchados de agotamiento.

Casi había terminado, gracias a Dios. Ya había informado de todo a Ben Roi, con quien se había puesto en contacto nada más regresar de El Cairo. Ya sólo quedaba mecanografiar un informe para el jefe Hasani y poner en movimiento algunas ruedas burocráticas (solicitar que trasladaran los objetos del sótano de Jansen al museo de Luxor, llenar un formulario para solicitar el perdón postumo para Mohammed Yamal), tras lo cual podría lavarse las manos de todo el maldito caso y recuperar alguna apariencia de vida normal.

Unas vacaciones, eso era lo que deseaba. Tiempo a solas con su familia, sin pensar en muertes, asesinatos y odio. Tal vez podrían viajar a Asuán, visitar a su amigo Shaaban, que trabajaba en el hotel Old Cataract; o bien ir a Hurgada unos días, algo de lo que hablaban desde hacía años, pero nunca se llevaba a la práctica. Sí, eso haría: llevar a la familia a la playa. No se lo podían permitir, pero a la mierda. Conseguiría reunir el dinero. Sonrió al pensar en las caras de Ali y Batha cuando les hablara del viaje. Después, con un suspiro, encendió un Cleopatra y se inclinó hacia el escritorio.

Porque antes de empezar a pensar en vacaciones, cerrar el caso de una vez por todas y relegarlo al infierno de los archivos de la comisaría, quedaba un último detalle por resolver: la naturaleza de la misteriosa «arma» que Piet Jansen había intentado entregar al activista palestino al-Mulatham.

Era un fleco secundario del caso y, francamente, bien podía hacer la vista gorda. Al fin y al cabo, había logrado su objetivo: demostrar que Jansen había asesinado a Hannah Schlegel, el móvil y por qué al-Hakim le había protegido con tanto ahínco. La cuestión del arma sólo tenía importancia para los israelíes, no para su investigación. Pese a eso, y pese al dolor sordo en la boca del estómago, el cual le advertía de que continuar profundizando sólo causaría más problemas, confusión y penalidades, una parte de él (la parte «contumaz, testaruda y capulla», como la describía el jefe Hasani) era incapaz de tirar la toalla.

Dio una calada al cigarrillo y recogió el fajo de notas que había tomado después de su entrevista con Inga Gratz. En una caja de seguridad. Eso había dicho la anciana cuando le había preguntado al respecto. «Creo que en una ocasión habló de una caja de seguridad, pero en otra dijo que había confiado todos los detalles a un viejo amigo, así que quién sabe.»

En cuanto a cajas de seguridad, ya sabía por indagaciones efectuadas al principio de la investigación que ningún banco egipcio importante guardaba en su cámara acorazada una caja a nombre de Piet Jansen. Una rápida ronda de llamadas tras haber hablado con Ben Roi había bastado para confirmar que tampoco constaba un tal Dieter Hoth en sus registros, y eso fue antes de empezar a husmear en bancos extranjeros. De todos modos, aunque llamara a todos los bancos de Egipto, a todos los bancos del mundo, intuía que no iba a servirle de nada. Todo cuanto sabía sobre Piet Jansen, todo cuanto había descubierto durante estas dos últimas semanas, le decía que había obrado con mucha cautela, con grandes dosis de astucia e inteligencia para borrar su rastro, sobre todo en lo tocante a algo tan importante como esto. Si tenía una caja de seguridad, estaría bien escondida. Demasiado bien escondida para que él la localizara sin una búsqueda larga y complicada.

De modo que sólo quedaba el otro comentario de la mujer acerca de que había confiado todos los detalles a un viejo amigo. ¿Qué amigo?

Durante todo el trayecto de vuelta desde El Cairo no había dejado de pensar en esto, dando vueltas en su mente a las palabras de la anciana, repasando y analizando cada aspecto del caso, intentando descubrir a quién podría haberse referido Jansen, en quién habría confiado lo bastante para entregarle ese tipo de información. Estaba claro que los Gratz no lo sabían. Al-Hakim era una posibilidad, pero estaba muerto, así como los otros miembros del círculo de fugitivos al que había pertenecido Jansen. Tal vez se trataba de alguien con el que ni siquiera se había topado en sus investigaciones. Alguien de la época en que Jansen trabajaba para las SS, por ejemplo, o como arqueólogo. O quizá de más atrás aún. Alguien sepultado en las arenas del tiempo. Alguien más difícil de rastrear todavía que la caja de seguridad de Jansen. Parecía una perspectiva desprovista de toda esperanza.

Revisó sus notas una, dos, tres veces y después, con un suspiro de agotamiento, se levantó y caminó hacia la ventana del despacho.

—Déjalo estar —murmuró para sí—. Por una vez en tu puta vida, deja de ser contumaz, testarudo y capullo, y déjalo estar.

Terminó el cigarrillo y, con los codos apoyados en el antepecho de la ventana, contempló las escenas que se desarrollaban en la calle: un turista que regateaba con el propietario de un comercio; dos viejos sentados en el borde del pavimento jugando a
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en el polvo; un niño mimando a un esquelético perro lobo, que agitaba las patas y meneaba la cola, disfrutando de sus atenciones. Esta última imagen le evocó algo, una escena que había presenciado antes, aunque no lograba recordarla. Después de pensar un rato, se encogió de hombros y desistió, volvió al escritorio y empezó a ordenar sus notas.

Bajo una pila de papeles encontró una bolsa de pruebas que contenía la pistola de Jansen; debajo de otra, el llavero y la cartera del fallecido. Cogió la cartera, la miró, volvió a dejarla y siguió ordenando. Al cabo de unos momentos, no obstante, se detuvo y la cogió de nuevo, con el ceño fruncido. Le dio vueltas en la mano, echó un vistazo a la ventana y después la abrió, introdujo los dedos en uno de los bolsillos interiores y sacó la arrugada fotografía en blanco y negro del perro lobo de Jansen. En ese instante, las palabras de Carla Shaw resonaron en su mente, el comentario que había hecho cuando la interrogó en el Menna-Ra: «Arminius. Piet siempre hablaba de él. Decía con frecuencia que era el único amigo de verdad que había tenido. La única persona en la que había confiado. Hablaba de él como si fuera humano».

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