—¡Para él, todos somos asesinos! —gritó Laila—. Todos los palestinos, todos los árabes. Al-Mulatham mató a su novia y todos somos culpables. Por eso se vendió a Har-Zion.
—¡Chorradas, puta!
—¡Nos están siguiendo!
—¡No le creas, Jalifa! Es una asquerosa...
Sonó un tercer disparo, el cual los hizo callar, y la bala desapareció en un montón de lonas impermeabilizadas. La detonación del fusil resonó en la caverna. Laila se recostó contra una caja, Ben Roi se quedó con las manos caídas a los costados, los dos con la vista alzada hacia la plataforma de piedra, inmóviles, como acusados que esperaran el veredicto en la sala de un tribunal. Jalifa se mordió el labio, pestañeó para desembarazarse de una gota de sudor que le había caído sobre un párpado, intentó ordenar sus pensamientos. No dudaba de que Laila estaba en lo cierto respecto a Ben Roi. No obstante, algo en los ojos del israelí, su forma de argumentar... Le recordaba a Mohammed Yamal durante el interrogarorio del caso Schlegel, muchos años antes: la misma furia desesperada, las mismas afirmaciones de inocencia. Resultó que Yamal había dicho la verdad. Pero Ben Roi... Las palabras de su padre resonaron en el fondo de su mente: «Cuídate de ellos, Yusuf. Cuídate siempre de los judíos». Parpadeó para liberarse de otra gota de sudor, paseó la vista entre Laila y Ben Roi, y luego amartilló el fusil.
—Suelta el arma, Ben Roi.
—¡No!
—¡Suéltala y ponte de rodillas!
—¡No sabes lo que estás haciendo! No sabes lo que estás haciendo, estúpido árabe...
Sonó un cuarto disparo, y la bala rozó el suelo a menos de dos centímetros del pie derecho de Ben Roi. El israelí bajó la vista, la alzó, miró a un lado; sus ojos parecieron lanzar chispas de acero fundido, con la boca tan retorcida en una mueca de rabia que dio la impresión de que se le iba a desprender la mandíbula. Después emitió un aullido de desesperación e impotencia, tiró a un lado la Schmeisser y cayó de rodillas. Laila se apresuró a coger el arma, retrocedió y le indicó por señas que se tendiera boca abajo.
—¿Cuánto tardarán esos Guerreros de David en...? —empezó Jalifa.
Enmudeció cuando el frío cañón de una pistola se apoyó en su nuca.
—Creo que esto contesta a tu pregunta. Deja el fusil en el suelo y levanta las manos.
Durante una fracción de segundo Jalifa pensó en dar un grito para avisar a Laila. Era una idea suicida, y la desechó incluso antes de formularla por completo. Dejó el Mauser en el suelo y enlazó los dedos sobre su cabeza. Retiraron el cañón de la pistola y una mano ruda le retorció un brazo a la espalda para obligarle a ponerse en pie y darse la vuelta.
Había seis hombres, incluido el que le sujetaba el brazo: implacables, serios, inexpresivos, todos con anoraks de esquí y, aunque pareciera incongruente, casquetes negros en la cabeza. Cinco iban armados con Uzi. El sexto, el mayor del grupo, y al parecer el que había hablado (un individuo regordete y corpulento, con las manos enguantadas y pálido rostro barbudo), empuñaba una pistola Heckler & Koch. Con la clarividencia que presta el miedo, Jalifa le reconoció al instante por la foto de la portada de
Time
que había visto en la sala de estar de Piet Jansen: Baruch Har-Zion.
Eres un hijo de puta, Ben Roi, pensó. Un mentiroso judío hijo de puta.
Se intercambiaron palabras en un idioma que no entendió, hebreo seguramente, y cuando uno de los individuos avanzó hacia la parte delantera del saliente, el hombre que sujetaba el brazo de Jalifa le obligó a volverse de nuevo hacia el mar de cajas. A estas alturas, Laila había barruntado que algo estaba sucediendo arriba y se había aplastado contra una de las cajas, pálida, apuntando todavía con la Schmeisser a Ben Roi, que yacía de bruces en el suelo. Por un momento, Jalifa temió que los israelíes empezaran a disparar, pero se limitaron a mirar a la joven, inexpresivos, las Uzi preparadas en el costado, mientras uno de ellos, un hombre alto de pelo cortado al cero que parecía ser el lugarteniente de Har-Zion, avanzaba hasta el borde de la galería de piedra, se asomaba y miraba el montacargas parado abajo.
Se produjo otro intercambio de murmullos y después el hombre pelado al rape se colgó la Uzi al hombro, se puso de rodillas, pasó por encima del borde y empezó a bajar utilizando como escalerilla una de las vías verticales del montacargas. Al cabo de medio minuto, se oyó un zumbido de maquinaria cuando el montacargas empezó a subir, de forma que el hombre se alzó poco a poco ante ellos como si levitara. Cuando llegó a la altura del saliente paró el motor y, a una señal de Har-Zion, todos subieron a la plataforma. Jalifa aún tenía sujeto el brazo a la espalda, y el cañón de la Uzi estaba apretado contra su oído. Otra señal, y empezaron a descender entre ruidos metálicos y sacudidas, hasta que el montacargas paró al llegar abajo.
Tendido en el suelo, Ben Roi intentaba doblar el cuello para ver qué estaba pasando. Laila había salido al centro del pasillo, con la Schmeisser levantada como para impedirles el paso. Cuando llegaron ante ella, Jalifa intentó atraer su atención, advertirle de que debía conservar la calma, de que no cometiera ninguna estupidez, pero la periodista estaba pendiente de Har-Zion; ambos se estaban mirando, los ojos de él grises y duros como el granito, los de ella verde esmeralda y feroces, con un rictus desafiante en la boca. A continuación, Laila asintió y entregó el arma a uno de los hombres de Har-Zion, se pasó el dorso de la mano por la nariz ensangrentada y se apartó a un lado.
—Ya era hora de que llegarais.
Fue tan inesperado que Jalifa tardó en comprender lo que Laila había dicho. Cuando lo hizo, se quedó boquiabierto. Ben Roi, en el suelo, con la cabeza inclinada en un ángulo anormal para poder mirar por encima del hombro, tampoco parecía entender lo que estaba presenciando. Toda una gama de expresiones apareció en su rostro, hasta que por fin se petrificó en una mueca de incredulidad y horror.
—Oh, Dios —susurró, con la frente pegada al frío suelo de piedra—. Oh, Dios mío, no, por favor.
Por un momento, todo el mundo permaneció inmóvil, como el plano congelado de una película. A continuación, Ben Roi se puso de rodillas y luego de pie, aturdido, como un boxeador que se levantara de la lona tras recibir una paliza. Laila retrocedió para acercarse a los israelíes y sus ojos se posaron un momento en Jalifa. Un tenue rubor cubrió sus mejillas, tal vez por vergüenza o a causa de alguna otra emoción que el egipcio no pudo identificar. Ben Roi parecía haberse olvidado de ella, pues tenía la vista clavada en Har-Zion.
—Los palestinos no son tan buenos —murmuró con voz estrangulada por la furia—. La forma de operar de la hermandad es demasiado compleja para que se trate de una célula palestina renegada. El incentivo ha de ser externo.
Jalifa intentaba poner en orden sus pensamientos, averiguar qué estaba sucediendo.
—No lo entiendo —susurró, mientras paseaba la vista entre Ben Roi, Laila y Har-Zion. La cara de este último había perdido todo color; su piel era de un blanco sucio translúcido, como alabastro manchado.
—Es lo que te he dicho, Jalifa —repuso Ben Roi—. Ella trabaja para al-Mulatham. Recluta a sus terroristas, escribe artículos falsos sobre él, todo lo que te he dicho. Sólo me equivoqué en una cosa. —Apretó los puños, sin dejar de mirar a Har-Zion—. Resulta que al-Mulatham está asesinando a su propio pueblo.
Una vez más, el egipcio intentó procesar la información, ordenar sus pensamientos.
—¿Quieres decir...?
Todo el cuerpo de Ben Roi empezó a temblar.
—Él es al-Mulatham —rugió—. Él es quien controla todo, los terroristas árabes, el jefe israelí. Mata a su propio pueblo. ¡A su puto pueblo!
Jalifa estaba estupefacto. Tenía la sensación de que toda la caverna se estrechaba alrededor de él, como un globo al que hubieran extraído el aire. Se hizo el silencio por un momento, y después, con un aullido animal de odio y furia, Ben Roi se lanzó hacia delante. Era un hombre fuerte, pero también obeso, agotado y enfrentado a profesionales. Antes de que alcanzara su objetivo, dos hombres de Har-Zion intervinieron y, con fría precisión coreográfica, le pararon en seco. Uno le golpeó en el estómago con su Uzi, mientras el otro, colocado detrás de él, le hacía una llave y le enderezaba. Jalifa se puso en tensión, con los puños apretados, pero no podía hacer nada con una pistola apoyada en la sien. Laila tenía la vista clavada en el suelo, mientras el rubor de sus mejillas se esparcía y aumentaba de intensidad.
—¿Por qué? —gritó con voz estrangulada Ben Roi, pugnando por soltarse—. ¿Por qué, en nombre de Dios?
Har-Zion movió los hombros para aliviar la tirantez de su piel quemada, que cada vez le picaba más debajo de la chaqueta.
—Para salvar a nuestro pueblo —contestó con voz fría y serena, en contraste con la de Ben Roi.
—¡Aniquilándolo!
—Demostrándole de una vez por todas que nunca podrá haber paz con los árabes. Que su propósito es, y siempre ha sido, destruirnos, y que para sobrevivir no nos queda otra elección que hacerles lo mismo.
Ben Roi se revolvió, luchó, escupió.
—¡Tú la mataste! —gritó—. ¡Tú la mataste, asqueroso animal!
Har-Zion volvió a mover los hombros, con rostro impenetrable.
—De haber existido otra forma, la habría aceptado. Pero no hay otra forma. Nuestro pueblo ha de comprender cómo son los árabes.
—¿Acaso Hamas no está haciendo un buen trabajo? —chilló Ben Roi—. ¿El Yihad Islámico tampoco?
—Por desgracia no.
—¿Por desgracia?
—Sí, por desgracia —respondió Har-Zion en tono más severo, y por primera vez sus ojos revelaron una sombra de irritación—. Porque, por muchos de los nuestros que maten, seguimos intentando convencernos de que sólo si negociamos, si cedemos un poco, la situación mejorará y nos dejarán criar a nuestros hijos en un clima de paz y seguridad.
—Estás loco de atar.
—No —espetó Har-Zion, y esta vez la exasperación que reveló su mirada fue inconfundible—. ¡Son los que hablan de concesiones y retirada los que están locos! Fueron las concesiones lo que encendió los hornos de Auschwitz, la retirada lo que cavó los pozos de la muerte de Babi Yar. Y ahora nos empeñamos en cometer de nuevo la misma equivocación, la que siempre hemos cometido, año tras año, siglo tras siglo, el error fundamental del pueblo judío: ¡creer por un solo momento que podemos confiar en los
goyim
, que pueden ser amigos nuestros, desear otra cosa que no sea conducirnos a las cámaras de gas y barrernos de la faz de la tierra!
Empezaba a levantar la voz, las palabras surgían de su boca como balas del cañón de un fusil.
—No necesitamos procesos de paz —continuó—. Tratados, acuerdos, hojas de ruta, conferencias. Nada de eso. Si deseamos sobrevivir, sólo necesitamos una cosa, y es la furia. La misma furia que ha sido dirigida contra nosotros durante toda la larga noche de nuestra historia. Sólo esto nos protegerá, nos proporcionará la fuerza necesaria para sobrevivir. Y esto es lo que al-Mulatham ha aportado. Por eso lo hemos creado. Por eso existe.
Se interrumpió, con la frente, amplia y pálida, perlada de sudor, mientras el picor de la piel, cada vez más insoportable, como ocurría cuando no se aplicaba la pomada a la hora que tocaba, le provocaba escalofríos. Ben Roi le miró, sin molestarse ya en forcejear para soltarse, con los ojos apagados y vidriosos, abriendo y cerrando la boca como si no encontrara palabras adecuadas para comunicar la magnitud de su odio.
—Moser
—susurró al fin—.
Rodef.
Los labios de Har-Zion se tensaron. Sostuvo la mirada del detective, luego alzó una mano enguantada para hacer una señal al hombre del pelo cortado al rape. Éste avanzó y, sin que diera la impresión de echar el brazo hacia atrás, descargó su puño en la base de la pelvis de Ben Roi, unos pocos centímetros por encima de la ingle.
—Allahu akhar
—murmuró Jalifa, con una mueca de dolor y los puños en los costados, en un gesto de impotencia.
Ben Roi emitió un grito estrangulado y se derrumbó. Le alzaron de nuevo y recibió otro golpe, esta vez en lo alto del pecho, justo debajo de la garganta. Cayó a cuatro patas y vomitó sobre el suelo de piedra.
—Aquí sólo hay un traidor, y eres tú —dijo Har-Zion, de pie junto a él. Su voz había recuperado el tono sereno y contenido—. Tú y, por lo que sé de ella, tu novia también. Lamento algunas muertes, pero la de ella no.
Ben Roi murmuró algo y trató de extender un brazo, pero todavía estaba aturdido por los golpes y su movimiento carecía de energía. Har-Zion hizo otra seña y el hombre rapado al cero levantó un pie y descargó el talón contra la sien de Ben Roi, que salió despedido contra una caja, con la parte superior de la oreja partida.
—¡Basta! —gritó Jalifa, incapaz de contenerse, olvidando la presión de la Uzi en su nuca debido al asco que sentía por lo que estaba presenciando—. ¡Basta, en el nombre de Dios!
Har-Zion se volvió despacio hacia él, con movimientos rígidos, le dirigió una mirada dura y desagradable, y luego dijo algo en hebreo. La Uzi bajó y de pronto Jalifa notó que le agarraban por el cuello. Ben Roi había conseguido sentarse, y manaba sangre de su oreja destrozada.
—Déjale marchar, Har-Zion —dijo con voz ronca—. Él no tiene nada que ver con esto.
Har-Zion lanzó una risita desdeñosa.
—¿Habéis oído eso? Nos condena por defender a nuestro pueblo, mientras él suplica por su amigo árabe. No sé lo que será, pero os aseguro que este pedazo de mierda no es judío.
Hizo un gesto con la cabeza al hombre del cráneo rasurado, que volvió a levantar la bota y la hundió en la ingle de Ben Roi. Mientras el detective se retorcía de dolor, el lugarteniente dio media vuelta, se acercó a Jalifa y le asestó un puñetazo en el plexo solar, con la precisión controlada y meticulosa de un cirujano que diseccionara un cadáver. Jalifa había recibido golpes antes, en numerosas ocasiones (tenía la impresión de que había pasado la mitad de su juventud enredado en peleas a puñetazos en las callejuelas de Giza, donde se había criado), pero ninguno como ese. Fue como si el puño se hundiera hasta la mitad de su cavidad estomacal, interesara sus órganos vitales y expulsara todo el aire de sus pulmones. Un batiburrillo de pensamientos e imágenes remolinearon en su mente (Zainab, la mancha de nieve en la gasolinera de la autopista, el extraño hombre de ojos azules de la sinagoga de El Cairo), antes de que, inesperada, repentinamente, la niebla de dolor se evaporara y se descubriera mirando a los ojos de Laila al-Madani.