—¿Qué coño de lugar es este? —preguntó Ben Roi paseando la vista alrededor.
—Se llama el Masr al-Qadima —contestó Jalifa. Sacó los cigarrillos y encendió uno—. El viejo El Cairo. La parte más antigua de la ciudad. Algunas zonas se remontan a la era romana. —Dio una calada—. Claro que entonces tenía otro nombre. —Miró a Ben Roi—. Entonces se llamaba Babilonia. Babilonia de Egipto.
El israelí enarcó las cejas como diciendo: «¿A mí qué me cuentas?». Jalifa se encajó el Cleopatra en la boca y le indicó con un gesto que le siguiera. De vez en cuando pasaban junto a una puerta o una ventana con postigos, pero no vieron a nadie ni oyeron el menor sonido, salvo sus pisadas y, en una ocasión, una canción lejana, dulce y etérea. La calle se desvió a la derecha, después a la izquierda, y luego a la derecha de nuevo, antes de desembocar en el espacio bordeado de árboles que se abría ante la sinagoga de Ben Esdras.
El israelí volvió a preguntar qué estaba pasando, Jalifa siguió sin contestar, tiró el cigarrillo y le indicó con un gesto que entrara en el edificio. Se detuvieron un momento en la entrada, admiraron el púlpito de mármol, las galerías de madera, las paredes y el techo muy trabajados, y después avanzaron hasta detenerse ante el elevado santuario de madera situado al final de la sinagoga, flanqueado por las menorahs de latón.
—Bienvenido, Yusuf. Sabía que volverías.
Como en su visita anterior, Jalifa estaba seguro de que no había nadie en la sinagoga. No obstante, ahí estaba de nuevo el hombre alto de pelo blanco, sentado en las sombras, bajo la galería. Levantó una mano a modo de saludo y miró a los dos detectives antes de acercarse a ellos. Jalifa presentó a su acompañante.
—Arieh Ben Roi —dijo—. De la policía israelí.
El anciano asintió, como si esperara esa respuesta, con los ojos clavados en la menorah que colgaba del cuello de Ben Roi. Jalifa se removió inquieto. Ahora que había llegado el momento, no estaba seguro de cómo verbalizar lo que tenía en mente. Tampoco estaba muy seguro de lo que tenía en mente. El hombre pareció comprender su dilema, porque avanzó un paso y apoyó una mano en su hombro.
—La trajeron aquí hace mucho tiempo —dijo con voz plácida—. Setenta generaciones atrás. Lo ordenó el sumo sacerdote Matías. Cuando supo que la ciudad santa iba a caer en manos de los romanos.
Jalifa parpadeó.
—La...
—¿Otra? —Una vez más, dio la impresión de que el hombre sabía lo que estaba pensando Jalifa antes que él mismo—. La forjó Eleazar el orfebre. Enviaron la original a Egipto junto con mi antepasado, para que esperara aquí la llegada de tiempos mejores. Nuestra familia la ha custodiado desde entonces.
Ben Roi abrió la boca, pero volvió a cerrarla, perplejo. Siguió un largo silencio.
—¿Nunca se lo ha contado a nadie? —preguntó Jalifa.
El anciano se encogió de hombros.
—No había llegado el momento.
—¿Y ahora sí?
—Oh, sí. El momento ha llegado. Las señales por fin se han cumplido.
Jalifa observó sorprendido que los ojos del hombre estaban anegados de lágrimas, pero de alegría, no de pena. El anciano le miró, y luego, muy despacio, se volvió hacia la menorah más cercana, tendió la mano y tocó con la yema de los dedos uno de los brazos.
—«Tres señales te guiarán —recitó con voz repentinamente lejana, como si resonara a través de una inmensa extensión de espacio y tiempo—. La primera, el menor de los doce vendrá con un halcón en la mano; la segunda, un hijo de Ismael y un hijo de Isaac entrarán como amigos en la Casa de Dios; la tercera, el león y el pastor serán uno, y una lámpara colgará de su cuello. Cuando estas cosas ocurran, habrá llegado el momento.»
Se hizo el silencio de nuevo, y las palabras del hombre parecieron perdurar en el aire frío e inmóvil del interior de la sinagoga. Después, se volvió y sus ojos azul zafiro centellearon.
—Tu llegada ha cumplido la primera señal —prosiguió, y sonrió a Jalifa—. Pues el menor de los doce hijos de Jacob era José, Yusuf en la lengua árabe. Y has traído contigo un halcón. La segunda señal... —Tendió las manos para abarcar a ambos detectives—. La habéis cumplido los dos. Pues el pueblo musulmán se remonta a Ismael, y de su hermano Isaac desciende la raza judía. Un musulmán y un judío juntos en la Casa de Dios. En cuanto a la tercera señal...
Ladeó la cabeza e indicó el colgante de Ben Roi.
—¿Y el león? —preguntó Jalifa, y su voz le sonó extrañamente profunda y ajena—. ¿Y el pastor?
El anciano no dijo nada, se limitó a mirar a Ben Roi.
—Mi nombre —murmuró el israelí—. Arieh significa león en hebreo. Roi es pastor. Escucha, ¿de qué va toda esta mierda?
La sonrisa del hombre se ensanchó y lanzó una risita.
—Permíteme que te enseñe algo, amigo mío. Permitidme que os lo enseñe a los dos. Setenta generaciones, y ahora, por fin, ha llegado la hora de la revelación.
Tomó a los dos del brazo y los condujo hasta un rincón del fondo de la sinagoga, donde sacó una llave y abrió una puerta baja practicada en los paneles de madera que forraban las paredes.
—Nuestra sinagoga fue construida a finales de siglo IX, sobre las ruinas de una antigua iglesia copta —explicó, mientras bajaba por una escalera que conducía a un espacioso sótano con el suelo de losas, donde sólo había una pila de sillas de madera plegables y, en el centro, una gran estera—. Que a su vez se alzaba sobre las ruinas de un edificio todavía más antiguo, que databa de la era romana. Cuando mis antepasados llegaron aquí, este edificio era la casa del jefe de la comunidad judía de Babilonia, un hombre muy sabio y santo. Se llamaba Abner.
Caminó hasta la estera, se agachó y agarró una esquina.
—De aquella casa sólo queda una pequeña parte, una cripta muy profunda que utilizaban para almacenar vino. Ha sobrevivido incólume, mientras en la superficie los siglos han transcurrido lentamente y los edificios han aparecido y desaparecido.
Apartó la estera y dejó al descubierto una losa de piedra con una cavidad en el centro, más grande que las que la rodeaban, más pulimentada, mucho más antigua. La levantó con la ayuda del detective y apareció una abertura, con un tramo de escalera desgastada que bajaba. Jalifa no estaba seguro, pero creyó distinguir un tenue destello de luz abajo.
—Venid —indicó el hombre—. Está esperando.
Los guió escaleras abajo y entró en un pasadizo estrecho de techo con voladizos y paredes de ladrillo polvorientas. La luz era ahora inconfundible, un intenso resplandor procedente del otro lado de una esquina situada al final del pasadizo. Avanzaron en dicha dirección, la luz más potente a cada paso que daban, más profunda y más intensa, y notaron un levísimo hálito de perfume en el aire, apenas perceptible pero al mismo tiempo extrañamente embriagador, de tal forma que empezaron a marearse. Llegaron al final del pasadizo y doblaron la esquina.
—Oh, Dios mío —dijo Ben Roi con un hilo de voz—. Oh, Dios Todopoderoso.
Delante de ellos había una cripta excavada en la roca, de paredes y techo toscos e irregulares, cuyo interior estaba bañado por la luz más cálida, acogedora y exquisita que Jalifa había visto en su vida. La fuente de la luz, al fondo, era una menorah de siete brazos, con siete llamas parpadeantes que se alzaban de sus lamparillas, idéntica a la que habían descubierto en la mina, pero al mismo tiempo diferente en todo; su oro infinitamente más rico y cautivador, su forma infinitamente más grácil y elegante, sus adornos tan sutiles y realistas que, a su lado, flores, hojas y frutas de verdad hubieran parecido groseras imitaciones.
Los detectives se miraron un momento y luego siguieron al hombre del pelo banco, hasta que se detuvo ante el candelabro. La luz los bañó como una ola de oro, inundó sus ojos, invadió hasta el último resquicio de sus cuerpos.
—¿Mantiene las lamparillas encendidas? —preguntó Ben Roi con voz débil, apenas audible.
—Las lamparillas no se han tocado desde que trajeron aquí la Menorah —contestó el anciano, cuyos ojos azules centelleaban—. Se encendieron entonces y así han permanecido. Sus mechas nunca se han consumido, su aceite nunca se ha agotado.
Los detectives menearon la cabeza, maravillados, y avanzaron unos centímetros, con la vista clavada en las llamas. Jalifa nunca había visto llamas semejantes; contenían todos los colores del arco iris y muchos más, colores que Jalifa ni siquiera sabía que existieran, tan puros, tan perfectos, tan hipnóticos que, a partir de aquel momento, todos los que viera serían insufriblemente sosos y monocromos en comparación. Parecían arrastrarle hacia dentro, remolineaban y trazaban espirales a su alrededor, le acariciaban la cara como si estuviera pasando a través de un velo transparente, antes de apartarse para revelar inmensos espacios abiertos, espacios que, de alguna manera (nunca podría explicarlo bien), contenían a todas las personas que había conocido, todos los lugares en que había estado, todas las cosas que había hecho: toda su vida desplegada ante él, con una claridad y realidad perfectas. Estaban su padre y su madre, su hermano Ali, su graduación en la academia de policía, el día en que, a los cinco años, huyó de casa y trepó a lo alto de la Gran Pirámide de Keops. Y en medio, más claro y brillante que todo lo demás, riendo y saludando con la mano como si los estuviera viendo por una ventana, Zainab y sus hijos.
—Veo a Galia.
Jalifa se volvió. Horrorizado, vio que Ben Roi había tendido la mano y la mantenía dentro de una de las llamas. Levantó el brazo con la intención de apartar al israelí, pero el hombre de cabello cano se lo impidió.
—La luz de Dios no puede hacer daño a aquellos cuyo corazón es puro —murmuró—. Déjale.
Ben Roi estaba sonriendo y dio la impresión de que la llama crecía para envolver toda la mano en un guante brillante de luz dorada.
—Puedo tocar su pelo —susurró—, su cara. Está aquí. Galia está aquí.
Empezó a reír, mientras sus dedos se movían en la llama como si estuviera acariciando la piel de alguien amado. Continuó así durante unos momentos, hasta que su rostro se demudó y emitió un sollozo ahogado. Luego otro, y otro, y otro, cada uno más fuerte que el anterior, y todo su cuerpo pareció temblar debido a la intensidad de su dolor. Retiró la mano y se inclinó hacia delante, aferrándose los costados, pero las convulsiones eran cada vez más fuertes y al final cayó de rodillas, sollozando de forma incontrolable, mientras las lágrimas surgían de su interior como agua de una presa rota, hasta dejarle vacío.
—La quería tanto... —repetía—. Oh, Dios, la quería tanto...
Jalifa quiso murmurar unas palabras de consuelo, pero se le antojaron inadecuadas, de modo que avanzó y apoyó una mano sobre el hombro de Ben Roi. Los sollozos continuaron, las lágrimas resbalaban por el hosco rostro del israelí, que no cesaba de emitir aullidos de dolor, hasta que al fin, apenas consciente de lo que hacía, Jalifa avanzó otro paso, se puso en cuclillas y abrazó al hombretón.
—La quería tanto... —dijo Ben Roi con un hilo de voz—. La echo de menos. Oh, Dios, la echo mucho de menos.
El egipcio no dijo nada, se limitó a abrazarle, y la luz de la Menorah los envolvió como una capa reluciente, los atrajo y los unió. El anciano sonrió, dio media vuelta y salió de la cripta.
Cuando subieron por fin a la sinagoga, no vieron por ninguna parte al hombre. Le llamaron, pero no hubo respuesta, y después de pasear de un lado a otro durante varios minutos salieron del edificio.
Habían llegado a mediodía. Sin embargo ahora, de manera inexplicable, estaba amaneciendo, como si la cinta transportadora del Tiempo hubiera saltado, roto el ritmo normal del ciclo del día. Vieron hacia el este los remolinos rosa y verde que manchaban el cielo sobre las cumbres dentadas de las colinas de Muqattam. Después avanzaron y se sentaron en un banco bajo el tronco de un gigantesco laurel de Indias. En ese momento, un niño vestido con una chilaba blanca se acercó con una bandeja en la que llevaba dos vasos de té; sus ojos eran azules y brillantes como zafiros.
—El abuelo dijo que les diera esto cuando salieran —explicó, y les tendió la bandeja—. Los estará esperando en la sinagoga cuando estén preparados.
Tomaron los vasos y el niño se marchó a toda prisa. Jalifa encendió un cigarrillo y contempló las últimas estrellas que centelleaban en el cielo. Siguió un largo silencio.
—¿Qué hacemos con eso? —preguntó al fin.
A su lado, Ben Roi se había inclinado y estaba soplando el té.
—Haz el bien —murmuró—. Intenta cambiar las cosas.
—¿Qué?
—Fue lo último que Galia me dijo. Antes de morir. Haz el bien. Intenta cambiar las cosas. Era nuestra frase. —Miró a Jalifa y luego bajó la vista—. No se lo había contado a nadie.
El egipcio sonrió y bebió su té. Era muy dulce y muy fuerte, el líquido transparente y de un color pardo rojizo, casi rubí. Justo como le gustaba.
—Traería problemas —observó Ben Roi tras otro breve silencio, y sorbió un poco de té—. Si la gente descubre que la hemos encontrado. Tal como están las cosas. Hay otros Har-Zion. Y también otros al-Mulatham.
Jalifa dio una calada al cigarrillo. El sol asomaba la cabeza sobre las colinas, una delgada hoz de un rojo brillante.
—Es demasiado... poderosa —continuó Ben Roi—. Demasiado... especial. Si regresara... Creo que no estamos preparados. Las cosas ya están bastante complicadas.
Dejó el vaso a un lado y cruzó los brazos. Un par de abejarucos descendieron del árbol y empezaron a picotear el suelo con sus largos picos, saltando de un lado a otro. Los detectives se miraron y asintieron con la cabeza, sabiendo que los dos pensaban lo mismo.
—¿De acuerdo? —preguntó Ben Roi.
—De acuerdo —respondió Jalifa. Terminó el cigarrillo y lo aplastó con el tacón del zapato.
—Llamaré a Milan. Le diré que está a buen recaudo. No querrá saber nada más.
—¿Es de confianza?
—¿Yehuda? —Ben Roi sonrió—. Sí, es de confianza. Por eso le llamé para hablarle de la Menorah. Es una buena persona. Como su hija.
—¿Su hija?
—Pensaba que te lo había dicho —dijo Ben Roi—. Estoy seguro de que lo hice.
—¿Decirme qué?
El israelí se pasó una mano por el pelo.
—Yehuda Milan era el padre de Galia.
Les preocupaba que su decisión disgustara al anciano. Sin embargo, cuando le encontraron y se la comunicaron, asintió con la cabeza y esbozó su enigmática sonrisa.