—¿Por qué? —susurró—. ¿Por qué?
Si la mujer respondió, no la oyó, porque aquel momento de lucidez se desvaneció con la misma rapidez que había aparecido. Su mente se nubló, su cabeza cayó hacia atrás y todo se oscureció.
No estaba seguro de cuánto tiempo había permanecido inconsciente, pero debía de ser un buen rato, porque cuando recobró el conocimiento dos de los israelíes le arrastraban por el pasillo central y sus pies resbalaban sobre el suelo (¡Me van a destrozar los zapatos!, fue su primer pensamiento). Ben Roi avanzaba cojeando delante de él, con una Uzi apoyada en la nuca, el cuello y la chaqueta manchados de una capa de sangre coagulada procedente de la oreja partida. Al fondo de la caverna, Har-Zion y Laila observaban cómo el hombre del cráneo rasurado atacaba la caja de la Menorah con una palanca. Mientras se acercaban, el panel frontal de la caja se desgajó con un crujido de madera y dejó al descubierto un espeso bloque de paja de cuyo interior surgían tentadores destellos dorados.
Al darse cuenta de que el prisionero había recobrado el conocimiento, los israelíes lo enderezaron y empujaron con rudeza contra una pila de cajas. Jalifa sintió náuseas y todo pareció girar a su alrededor, hasta que poco a poco la sensación desapareció. Ben Roi estaba a su lado, y por un momento sus ojos se encontraron. Ambos asintieron levemente con la cabeza para indicar que se encontraban bien, antes de volver a dedicar su atención a la escena que se desarrollaba ante ellos.
Hubo una pausa, la atmósfera cambió de improviso, se llenó de expectación. Después Har-Zion y su lugarteniente avanzaron y empezaron a retirar la paja protectora. Sus cuerpos tapaban la abertura, de modo que Jalifa sólo vislumbraba vagos destellos del objeto que estaban liberando: un brazo curvo, la esquina de un pedestal, fugaces centelleos dorados. No vio bien el objeto hasta que quedó al descubierto por completo y los dos hombres se apartaron a un lado.
La había visto antes, por supuesto, en la fotografía hallada en la caja de seguridad de Dieter Hoth. Sin embargo, la foto era en blanco y negro, y no lograba transmitir cabalmente la magnificencia estremecedora de la obra de arte que ahora estaba contemplando. Era de la altura de un hombre, con la base compuesta por dos escalones hexagonales de cuyo centro, como si fuera un jarro decorativo, brotaba un tallo vertical, con seis brazos que surgían de sus costados, tres a la derecha y tres a la izquierda, uno encima del otro, cada uno coronado, al igual que el tallo, por una lamparilla en forma de címbalo pequeño. Esa era la forma de la Menorah, pero su belleza era muchísimo más extraordinaria. Los brazos estaban adornados del modo más exquisito, con protuberancias, bulbos y cálices en forma de la flor del almendro. Alrededor de la base había imágenes maravillosamente trabajadas en relieve de frutas, hojas, parras y flores, tan realistas que casi podía olerse su fragancia. El oro era de un tono tan intenso que casi parecía rojo. Su simetría poseía un equilibrio tan perfecto, un porte tan sinuoso y grácil, que no parecía algo metálico, sino vivo, algo que crecía, respiraba y estaba recorrido por savia. Aturdido, dolorido, y tal vez a punto de morir, Jalifa no pudo contener su asombro, y meneó la cabeza mientras admiraba el esplendor resplandeciente del objeto. La reacción de los israelíes fue más exagerada todavía. Ben Roi murmuraba sin parar
«Oyvey»
. La cara granítica de Har-Zion adquirió una expresión casi infantil de embeleso.
—Y Dios dijo: Hágase la luz —susurró—. Y la luz se hizo. Y Dios vio que la luz era buena.
Sólo una persona parecía indiferente al objeto; era Laila. Se mantenía algo apartada de los demás, atrincherada en sí misma, sin traicionar la menor emoción, salvo por el leve rubor que aún teñía sus mejillas y por el movimiento de sus manos, que se abrían y cerraban de manera involuntaria. Por un brevísimo instante posó la vista en los ojos de Jalifa, pero enseguida la desvió, incapaz de sostener su mirada.
Transcurrieron varios minutos mientras contemplaban la Lámpara, cuya belleza, lejos de disminuir, aumentaba a medida que se hacían más patentes la riqueza y sutileza de sus adornos, hasta que el hombre del pelo rapado rompió el hechizo.
—Deberíamos sacarla de aquí —dijo con voz áspera y tosca, como una piedra arrojada a un estanque de agua calma.
Har-Zion no dijo nada. Continuó mirando la Menorah, con los ojos húmedos de emoción, y después hizo una señal a tres de sus hombres. Avanzaron, con las Uzi colgadas al cuello, agarraron la Lámpara, contaron
echat, shtayim, shalosh
(uno, dos, tres) y empezaron a levantarla. Aunque eran fuertes y musculosos, el peso era demasiado para ellos, y sólo lograron cargarla al hombro cuando se les sumó un cuarto hombre, los rostros desfigurados por el esfuerzo, las rodillas dobladas.
Steiner apuntó con su arma a Jalifa y Ben Roi, y el grupo, como un solo hombre, empezó a avanzar por el pasillo, deteniéndose cada veinte metros para que los porteadores de la Lámpara recuperaran el aliento, hasta que llegaron al final de la caverna y depositaron el preciado objeto sobre la plataforma del montacargas. Las planchas de madera crujieron bajo su peso. Los israelíes subieron, acompañados de Laila, y accionaron la palanca de control. Los detectives se quedaron en el suelo de la caverna, mientras la plataforma ascendía poco a poco. Se detuvo al cabo de tres metros, y una hilera de Uzi les apuntó.
—Caballeros, aquí nos separamos —dijo Har-Zion, con la boca curvada en una sonrisa de triunfo—. Nosotros, por la providencia de Dios, para reconstruir el templo e inaugurar una nueva edad de oro para nuestro pueblo. Vosotros...
Los miró de hito en hito y movió de nuevo los hombros para intentar aflojar el guante asfixiante de piel quemada en que su cuerpo estaba encerrado. Después indicó a sus hombres que abrieran fuego.
—¡No!
La voz de Laila resonó en la caverna.
—No —repitió—. No.
Los hombres de Har-Zion miraron a su jefe, pero éste no hizo la menor seña, de manera que se quedaron inmóviles, con el dedo apoyado en el gatillo de sus Uzi. En el suelo de la caverna, Ben Roi y Jalifa intercambiaron una mirada.
—No —gritó la mujer por cuarta vez, en tono desesperado, casi histérico, sin dejar de abrir y cerrar las manos.
Había querido hablar antes, cuando golpearon a los dos hombres, pero no se había atrevido, abrumada por la vergüenza y el desprecio a sí misma. Ahora, sin embargo, no pudo contenerse. Apenas era consciente de lo que decía, simplemente intuía que toda su existencia se había concentrado en este momento y que, pese a todo, pese a los años de mentiras y traiciones, no podía permanecer callada mientras mataban a dos hombres a sangre fría delante de ella. Era absurdo, desde luego, teniendo en cuenta la cantidad de gente que había muerto a lo largo de los años por culpa de sus actos, sabiendo hasta qué punto tenía las manos manchadas de sangre. Nunca podría redimir sus actos. Tampoco lo buscaba. Sólo sabía que, mientras miraba a los dos detectives (pálidos y resignados), la voz de su padre había resonado de pronto en su cabeza como una campana, más fuerte que nunca, con las palabras que pronunció la noche de su muerte: «No puedo permitir que nadie muera en el polvo como un perro, Laila. Sea quien sea». Al oírlas había experimentado un anhelo desesperado e incontrolable de saber que incluso ahora, después de todas las mentiras, el horror y la carnicería, incluso entre la negrura que la envolvía, aún quedaba algo de su padre en su interior, un último vestigio de su hermosa luz. Aún era su hija, por oscuro que fuera el mundo que se había construido.
Avanzó hasta la parte delantera del montacargas. Sus ojos se encontraron con los de Jalifa una fracción de segundo, antes de volverse hacia los israelíes y situar su delgado cuerpo ante los fusiles.
—Has ganado —gritó a Har-Zion—. ¿No te das cuenta? Has ganado, por el amor de Dios. Perdónales la vida. Por una vez, deja de matar y perdónales la vida.
Siguió una pausa. El rugido del generador hacía temblar las paredes de la caverna, la Menorah centelleaba bajo la luz gélida de las lámparas. Har-Zion asintió por fin.
—La mujer tiene razón. Es hora de dejar de matar.
Dio la impresión de que el cuerpo de Laila se relajaba un poco. Casi al instante, se puso en tensión de nuevo, cuando se fijó en la fría sonrisa que aparecía en el rostro de Har-Zion.
—Al menos un poco. Estos... —Movió la mano en dirección a Jalifa y Ben Roi—. Sus vidas no significan nada. Sin embargo, al-Mulatham ha logrado su propósito. Como dice la señorita al-Madani, hemos ganado. Con la Menorah a nuestro lado, nadie podrá detener nuestra causa. Un último esfuerzo, y nos libraremos por completo de la Hermandad Palestina. Y todo lo que la acompaña. Todo lo que la acompaña.
Al pronunciar la última frase, miró al hombre del pelo rapado, al tiempo que movía la cabeza en dirección a Laila. El otro asintió para indicar que había comprendido y, con una calma pasmosa, avanzó y estampó la palma de su mano sobre el pecho derecho de Laila con tal fuerza que la lanzó al vacío. Por un instante dio la impresión de que colgaba en el aire, como suspendida del techo de la caverna por un cable invisible, para luego desplomarse en silencio y estrellarse contra el suelo con un ruido estremecedor.
—Gracias, señorita al-Madani —gritó Har-Zion—. El Estado de Israel agradecerá eternamente sus esfuerzos. Árabe o no, se ha ganado el título de
Eshet Hayil.
Una mujer valerosa.
Supo al instante que se había roto la columna, y seguramente muchas más cosas, aunque, como no sentía nada desde el cuello hacia abajo, no estaba segura. De todos modos, no tardaría mucho en morir. Lo cual no le importaba. Lo curioso era que, como para compensar el hecho de que ya no sentía nada, sus demás sentidos parecían haberse agudizado. Percibió el olor intenso y resinoso de las tablas de madera de pino de que estaban hechas las cajas. Sus oídos captaban sonidos en los que, en circunstancias normales, jamás habría reparado.
Lo más extraño de todo era que parecía haber desarrollado la capacidad sobrenatural de ver cuatro o cinco cosas diferentes a la vez, sin siquiera mover la cabeza. Har-Zion estaba de pie sobre el montacargas, riendo con sus seguidores. A su izquierda, Ben Roi parecía conmovido, pese a lo mucho que había deseado para ella un final semejante. Y arrodillado a su lado, sosteniéndole la mano (¿cómo había podido moverse con tal celeridad?), estaba Jalifa. Hasta vio su propio rostro, como si estuviera mirándose, la sombra de una sonrisa aleteando en las comisuras de su boca, aunque no transmitía alegría o satisfacción, sino más bien una especie de infinita soledad desesperada que no podía encontrar otra expresión para manifestarse.
Siempre había sabido que terminaría así. Desde que regresó de Inglaterra y empezó a trabajar como delatora para Har-Zion y la inteligencia militar israelí. Las circunstancias constituían una sorpresa (¡en una cueva gigantesca llena de tesoros saqueados por los nazis, por el amor de Dios!), pero la violencia no. Siempre lo había dado por sentado. La verdad era que estaba sorprendida de haber durado tanto.
Jalifa le estaba diciendo algo, pero Laila no podía oír su voz, algo extraño dado que captaba otros muchos sonidos menos definidos. De todos modos, no necesitaba oír, porque sabía lo que decía por el movimiento de sus labios. Era una sola palabra, repetida una y otra vez, una pregunta, la misma que le había hecho antes.
Ley?
¿Por qué?
¿Qué podía decir? Nada, en realidad. Le habría gustado explicarse, de veras. Que al menos una persona se enterara. Confesiones en el lecho de muerte. Pero ¿cómo podía explicárselo para que lo comprendiera? Para que alguien comprendiera. Que había hecho lo que había hecho no por los motivos habituales que impelían a la gente a colaborar (dinero, coacción, ideología). No, lo había hecho porque la noche en que cumplió quince años, en un sucio vertedero de las afueras del campo de refugiados de Jabaliya, bajo un cielo tachonado de estrellas, mientras los perros ladraban a lo lejos, había visto cómo la persona a la que más amaba en el mundo, su padre, apuesto, valiente y cariñoso, el hombre más grande que había existido, moría apaleado con un bate de béisbol. A manos de su propio pueblo. La escena observada por su propio pueblo. Por eso se había puesto en contacto con Har-Zion y había ofrecido sus servicios. Por eso había colaborado en la patraña de al-Mulatham. Por eso, en cuanto se enteró de la existencia de la Menorah, había llamado a Har-Zion desde la iglesia del Santo Sepulcro y hecho todo cuanto estaba en sus manos para entregarle la Lámpara. Porque habían matado a la única persona que quería y desde aquel momento los había odiado a todos, había jurado que les haría pagar por ello, hasta el último palestino. Ese era el motivo. Esa era la respuesta. Pero ¿cómo podía explicarlo, hacerse comprender? ¿Cómo comunicar siquiera un átomo de la desdicha y la soledad y el odio y la desesperación que la habían consumido durante estos últimos diecisiete años? No podía. Era imposible. Siempre lo había estado y siempre lo estaría. Estaba desesperadamente sola.
Contempló la cara de Jalifa (una cara bondadosa, valiente, hermosa, como la de su padre en muchos aspectos) y trató de apretarle la mano. En ese momento, con el curioso don de la visión múltiple que parecía haber adquirido a consecuencia de la caída, vio que Har-Zion extendía el brazo y le apuntaba a la cabeza con la pistola. Adelante, pensó, hazlo. Ya es hora. Al menos he intentado hacer una buena acción antes del fin. Algo de lo que mi padre se habría sentido orgulloso.
Cerró los ojos y se encontró de nuevo en el fondo de la zanja, aferrando la mano de su padre, con el cabello oscuro empapado de sangre.
—Oh, Dios, mi papá. Oh, Dios, mi pobre papá. Entonces sonó el disparo.
La cabeza de la mujer dio una sacudida y un limpio agujero negro se abrió justo encima de su ceja izquierda, un hilillo de sangre resbaló sobre su mejilla y cayó al suelo, donde formó un charco viscoso del tamaño de un plato. Por un momento Jalifa se quedó demasiado conmocionado para moverse, con la mano inerte de la periodista todavía en la suya, mientras el eco del disparo resonaba en toda la caverna. Meneó la cabeza, soltó la mano con dulzura, se levantó y retrocedió hasta donde se encontraba Ben Roi, y los dos miraron la hilera de Uzi que les apuntaban.
Tendría que haberse sentido asustado. Más asustado de lo que estaba, teniendo en cuenta lo que iba a suceder. Ya fuera porque estaba debilitado a causa de los golpes, o porque su muerte era tan inevitable que su cuerpo se negaba a reaccionar, experimentaba una curiosa sensación de calma. Zainab y los niños constituían su única preocupación. Eso, y el hecho casi seguro de que no recibiría un entierro digno de un musulmán. Aunque tenía la certeza de que Alá lo comprendería. Alá lo comprendía todo. Por eso era..., bien, Alá.