El guardián de los arcanos (60 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

Según el plano que los alemanes habían enviado por fax a Sariya, se accedía a la mina Berg-Ulmewerk por una especie de senda o pista forestal que nacía en la Rossfeld-Hohen-Ringstrasse, la carretera por la que ahora circulaba. Sin embargo, ni en el plano enviado por fax ni en el que había comprado en el aeropuerto, quedaba claro dónde comenzaba la senda, o si estaba señalizada, y cuanto más ascendía, más espesa se hacía la nieve y más densos eran los bosques de pinos, mayor era su preocupación, pues a menos que encontrara un letrero que indicara «A la mina» no iba a ser capaz de localizarla.

Empezaba a preguntarse si no sería mejor dar media vuelta y dirigirse al pueblo más cercano, para que le proporcionaran indicaciones más detalladas, cuando, al salir de una curva en el que parecía el punto más elevado de la carretera, sus faros delanteros iluminaron la fachada de un edificio de piedra en ruinas, a la derecha de un claro. Al otro lado había un coche estacionado en la cuneta, y un rastro de huellas se internaba en el bosque. Ben Roi. Tenía que ser él. Paró, apagó el motor y bajó.

Si pensaba que hacía frío en las tierras bajas, no era nada comparado con la atmósfera helada que le envolvió. Dio la impresión de que el aire gélido de las montañas le despojaba de la ropa, como si estuviera desnudo dentro de una gigantesca nevera. Por un momento, se quedó literalmente sin respiración, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago, y si bien se recuperó lo bastante para encajarse un cigarrillo en la boca y encenderlo, le castañeteaban tanto los dientes que le costó un gran esfuerzo dar una calada.

Pateó el suelo un rato con el fin de entrar en calor y después se metió en los bolsillos de la chaqueta todos los papeles que pudo encontrar (planos, documentación del coche alquilado, hasta el libro de instrucciones del Volkswagen), cerró la portezuela con llave y se internó en el bosque. Sus zapatos crujieron sobre la nieve y los pinos se cerraron a su alrededor como los barrotes de una enorme jaula.

Consiguieron apartar un par de piedras pequeñas de lo alto del montón de escombros producidos por el derrumbe, confiando contra toda esperanza en que podrían pasar al otro lado. Ni por asomo. Detrás de las rocas más pequeñas había otras más grandes, mucho más grandes, enormes losas dentadas que habría costado mover con diez personas y el equipo adecuado. Sólos los dos, y sin más ayuda que las manos desnudas, era una causa perdida. Se esforzaron durante media hora, con las linternas en precario equilibrio sobre un viejo cubo de hojalata, y después tiraron la toalla.

—Estamos perdiendo el tiempo —jadeó Laila, con el rostro perlado de sudor pese al frío—. Pasar al otro lado es imposible.

Ben Roi no dijo nada. Se limitó a recostarse contra la pared con la respiración agitada, y después de mascullar un «joder» cogió una linterna y retrocedió hacia el rectángulo gris de la entrada de la mina. Laila aguardó un momento antes de coger la segunda linterna, cuyo haz rodó un momento sobre el suelo e iluminó lo que parecía un leve surco en la roca, a sus pies, de tan sólo unos centímetros de longitud y apenas visible bajo el polvo y la tierra. Bajó la linterna, con el ceño fruncido, después se agachó y la sostuvo con una mano mientras barría el suelo con la otra. La prolongación del surco se hizo visible, y aparecieron otros. Daba la impresión de que discurrían en líneas paralelas: un par seguía la dirección del pasillo desde la entrada hasta el derrumbe, y el otro se curvaba en el punto donde ella estaba acuclillada y penetraba en la pared entre dos puntales del techo.

—Mira esto —exclamó, sin dejar de barrer el suelo con la mano.

Ben Roi casi había llegado a la entrada de la mina. Se detuvo y dio media vuelta.

—Aquí había raíles —gritó Laila—. En el suelo. Se internaban en la mina. Y aquí hay otro ramal.

El israelí vaciló antes de encaminarse hacia donde la joven estaba agachada. La luz de su linterna se unió a la de ella para iluminar los surcos paralelos que se desviaban del eje principal del túnel. Los miró, luego retrocedió e iluminó la zona de la pared en la que desaparecían los surcos. Laila le imitó. Aunque estaba mugrienta y su superficie era irregular, ahora que miraban con detenimiento repararon en que allí la roca era de un tono más claro que la del resto del túnel, y también de una textura algo diferente. Ben Roi se acercó, pasó la mano sobre la superficie y la golpeó con un puño.

—¡Es cemento! —masculló—. Aquí había una abertura. Alguien la cerró, intentó que tuviera el mismo aspecto que el resto del túnel.

—¿Crees...?

El hombre asestó otro puñetazo en la pared, esta vez más fuerte. Laila no estaba segura, pero creyó percibir un tenue sonido a hueco. Había una vieja punta de zapapico en el suelo, de modo que la cogió y golpeó con ella la pared. De nuevo el sonido a hueco, ahora más claro. Se miraron y entonces Ben Roi cogió la punta, pasó la linterna a Laila y empezó a picar. Un golpe, dos, tres, y se abrió una pequeña rendija. Cambió de posición, se concedió más espacio para asestar los golpes y reanudó el trabajo. La grieta se ensanchó y amplió, nacieron grietas complementarias como radios de una rueda, el sonido a hueco aumentó de intensidad a cada golpe, hasta que por fin un pesado fragmento de cemento se desprendió y cayó al suelo revelando un tosco muro detrás. Las palabras
«Mein Ehre...»
estaban trazadas en él con pintura blanca.

—... Heisst Treue
—susurró Laila, completando la frase, cuya última parte se había perdido bajo el cemento. Miró a Ben Roi—. El lema de las SS.

—Hoth, asqueroso cabrón —murmuró el detective—. ¡Asqueroso cabrón nazi!

Dio manotazos sobre los bloques para comprobar su solidez, y después utilizó la punta del pico para rascar alrededor de uno, con el fin de aflojar los gruesos grumos de cemento que lo sujetaban. Salieron con facilidad, se derrumbaron casi en el momento en que la punta del pico los atacó y, al cabo de un minuto, casi habían liberado el bloque de sus vecinos. Ben Roi tiró la punta y dio una patada a la pared. El bloque tembló, pero resistió. Le propinó otra patada con todas sus fuerzas, y esta vez el bloque voló hacia atrás y desapareció con un golpe sordo, como un tapón al salir de una botella, dejando una oscura cavidad rectangular. El israelí recuperó la linterna y se inclinó al tiempo que dirigía el haz hacia el hueco.

—Oy vey!

—¿Qué ves?

—Oy vey!

—¿Qué?

Ben Roi retrocedió para dejar pasar a Laila, la cual alzó su linterna, acercó la cara a la cavidad y escudriñó las tinieblas, mientras el vapor de su aliento remolineaba a la luz del rayo.

Otro túnel se extendía delante de ella, más estrecho que el principal y en ángulo recto con éste. A lo largo de las paredes se materializaron un instante a la luz de la linterna, para luego replegarse de nuevo en la oscuridad, cuando la joven movió el haz de un lado a otro, docenas y docenas de cajas y cajones apilados, algunos de madera, otros de metal, unos grandes, otros pequeños, la mayoría, por lo que pudo distinguir, marcados con una esvástica y la insignia de las SS.

—Dios Todopoderoso —susurró.

Contempló la escena durante medio minuto, hipnotizada, inquieta de repente por dar la espalda a Ben Roi, y se volvió. El israelí estaba justo detrás de ella, y en la mano sostenía un cincel de hierro oxidado que debía de haber recogido mientras ella miraba por la cavidad. Se puso tensa un momento, pensando que iba a atacarla. No obstante, el detective se limitó a tendérselo y levantó la punta de zapapico que había dejado caer antes.

—Manos a la obra —dijo.

Tardaron menos de cinco minutos en ensanchar el hueco hasta convertirlo en una auténtica abertura. En cuanto fue lo bastante grande, arrojaron al suelo las herramientas y penetraron en el túnel, con Ben Roi al frente. El sonido entrecortado de su respiración dio la impresión de llenar el pasadizo, como si estuvieran en el interior de un inmenso pulmón de piedra.

Movieron de un lado a otro las linternas, con la vana intención de ver hasta dónde se extendía el corredor. Luego avanzaron hacia la caja más cercana y se acuclillaron delante de ella. Era cuadrada, de metal, y en la tapa había, pintada en negro, una calavera con dos tibias cruzadas. Ben Roi la abrió.

—Chara!
—gruñó—. ¡Mierda!

Dentro, envueltos en papel parafinado, como trozos de queso, había dos docenas de bloques de goma dos. Ben Roi y Laila los miraron, nerviosos, y luego se desplazaron hasta la siguiente caja, que era de madera y rectangular. Había una palanca encima. Ben Roi la tomó, abrió la tapa y apartó una capa de paja, la cual dejó al descubierto una colección de fusiles Mauser relucientes. En el fondo había un compartimiento lleno de cargadores.

—Es un arsenal —murmuró Laila—. Es un puto arsenal.

Cogieron un fusil y lo examinaron (parecía en perfecto estado, incólume después de casi sesenta años enterrado en la oscuridad de la mina), luego lo dejaron en su sitio y empezaron a internarse en el túnel, parando cada pocos metros para abrir más cajas. La mayoría contenían armas y utensilios de demolición. También había otras cosas. Una caja estaba repleta de cientos de Cruces de Hierro, otra de fajos de billetes de banco, otra de botellas de vino polvorientas (Château d'Yquem 1847, Château Lafite 1870). Una caja plana apoyada contra la pared, a unos veinte metros de la entrada del túnel, tenía una etiqueta pegada en la que se leía: «1 Vermeer, 1 Breughel (Altere), 2 Rembrandt».

—Dios Todopoderoso —seguía murmurando Laila—. Dios Todopoderoso.

Pese a que la colección era espectacular, no había ni rastro de la Menorah, de manera que siguieron avanzando por el túnel, internándose cada vez más en la montaña hasta que al fin, tras recorrer unos cincuenta metros, vieron que el túnel parecía ensancharse más adelante y que los esperaba una negrura todavía más impenetrable que la que habían encontrado hasta el momento. Movieron de un lado a otro los haces de las linternas para ver qué les aguardaba, y luego siguieron adelante. Recorrieron unos veinte metros más, hasta que las paredes del túnel desaparecieron de repente y se encontraron en un saliente ancho y liso que desembocaba en la nada.

—Es una caverna —susurró Laila.

Caminaron hasta el borde del saliente, donde había una especie de montacargas rudimentario que permitía descender hasta el suelo de la cueva; era una sencilla plataforma de madera rectangular con una barandilla en cada extremo, que corría sobre dos carriles verticales clavados en la pared rocosa. Lo probaron con los pies, para asegurarse de que la madera no estaba podrida, después subieron y enfocaron sus linternas al vacío.

Con todo envuelto en la oscuridad, era imposible hacerse una idea de las dimensiones de la caverna. Dado que los rayos de sus linternas ya estaban debilitados cuando llegaban al techo, y que ni siquiera podían iluminar la pared del fondo, dedujeron que era grande. Muy grande. Abajo (diez, quince metros) distinguieron más cajas. Muchísimas más.

—¿Cuánta mierda de esta hay aquí? —murmuró Ben Roi.

Movieron las linternas alrededor durante casi un minuto con la intención de hacerse una idea de su entorno, y después empezaron a buscar una forma de poner en marcha el montacargas. Había una caja de control sujeta a una de las barandillas, con un largo cable eléctrico que colgaba de la parte inferior y una palanca en la parte frontal. Ben Roi tiró de esta. Nada.

—No hay corriente —dijo.

Soltó la palanca que aún sostenía en la mano y se inclinó sobre la barandilla. Apuntó la luz de la linterna hacia la negrura, con la intención de localizar la fuente de electricidad. Había más cables enrollados en el suelo de la caverna, algunos serpenteaban entre las cajas, y uno, el más grueso, trepaba por la pared rocosa junto al montacargas. Lo siguió con el haz de la linterna por encima del borde del saliente, a lo largo de la galería de piedra y a través de una puerta baja que se hallaba unos metros a la izquierda de la abertura del túnel. Se acercaron y entraron en una cámara pequeña labrada en la roca, donde el cable alimentaba un enorme generador. Una manivela oxidada colgaba de un lado como un brazo retorcido.

—¿Crees que aún funcionará, después de tanto tiempo? —preguntó Laila.

—Sólo hay una forma de averiguarlo —contestó Ben Roi, al tiempo que le entregaba su linterna.

Se agachó, agarró la manivela con las dos manos y tiró hasta que dio medio giro. Nada. Lo intentó de nuevo. Nada. Movió los hombros, se acuclilló para poder imprimir más fuerza y tiró. El generador emitió una tosecilla y se estremeció levemente.

—Venga —masculló Laila.

El detective tiró de la manivela una y otra vez, y cada giro producía un chisporroteo más fuerte, hasta que, en el noveno intento, una explosión de luz iluminó la caverna a su espalda. Salieron corriendo hacia el saliente.

—Joder —exclamó Laila, sin aliento.

Como ya habían deducido, se encontraban en un balcón natural situado en un extremo de una inmensa caverna, grande como un hangar, de unos treinta metros de alto, cuarenta de ancho y setenta de largo, con las paredes y el techo recorridos por vetas onduladas de roca gris y naranja. No era la caverna en sí lo que los dejó estupefactos, sino su contenido, porque si en el túnel había docenas de cajas, aquí (iluminadas por el resplandor helado de ocho gigantescas lámparas voltaicas) había cientos: fila tras fila, hilera tras hilera, pila tras pila, divididas en bloques por estrechas avenidas que estaban invadidas por un espeso tráfico de objetos diversos, estatuas, ametralladoras, cuadros, bidones de petróleo, hasta un par de motos. Era asombroso, increíble. Y también siniestro, porque en el otro lado de la caverna, colgada del techo y cubriendo casi toda la pared del fondo, había una gigantesca bandera, roja, blanca y negra, con una esvástica en el centro.

—Joder —repitió Laila.

Subieron de nuevo a la plataforma del montacargas, con las linternas en la mano, mientras el generador gemía a su espalda.

—Nunca la encontraremos —murmuró Laila—. Es imposible. Tardaremos días, semanas.

Ben Roi no dijo nada. Sus ojos pasearon alrededor de la caverna. Al cabo de diez segundos, alzó la linterna y señaló hacia el suelo.

—Ni hablar.

Debajo de ellos había un amplio pasillo central que recorría la caverna de punta a punta, desde el montacargas hasta la pared del fondo; era la única parte del suelo suficientemente libre de obstáculos. Al final, sola bajo la bandera nazi, como si la hubieran dejado aparte a propósito, había una caja cuadrada, de la altura de un hombre.

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