Su amigo exhaló una nube de humo de tabaco con aroma a manzana, extendió la mano y señaló con el pulgar hacia abajo, para indicar que Jalifa era un calzonazos. Los demás bebedores de té que los rodeaban lanzaron sonoras carcajadas. La devoción del detective a su esposa era objeto de la rechifla general.
—¡Es hora de que el inspector Calzonazos vuelva a casa! —gritó uno.
—¡Jalifa el Encoñado! —chilló otro.
—De día, sabueso de la policía —vociferó un tercero—. De noche...
—¡El ratón de Zainab! —gritaron todos al unísono, al tiempo que emitían chillidos ratoniles.
Jalifa rio. Nunca le habían molestado estas chanzas inocentes, y esa noche hasta le hacían gracia, como una señal de que se reintegraba a la vida normal después de los trastornos de las dos últimas semanas. Entregó a Pelirrojo sus ganancias (no recordaba la última vez que había jugado a backgammon con sus amigos y ganado) y, después de decir a todos que fueran a ahogarse al Nilo, recogió las dos bolsas de plástico que había dejado apoyadas contra la pata de su silla y se fue del café. Los chillidos ratoniles le persiguieron durante unos veinte metros, hasta que se desvanecieron en el bullicio del zoco al anochecer.
Se sentía bien. Estupendamente. Hacía siglos que no se sentía tan bien, como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Había entregado su informe final al jefe Hasani, enviado todo el material sobre la Menorah a los israelíes, para que hicieran con él lo que les saliera de los huevos, y ahora volvía a casa, donde le esperaban Zainab y los críos, con una bolsa llena de folletos sobre Hurgada, el centro turístico del mar Rojo. Sólo había una nota discordante: cuando había pedido a Hasani que pasara una copia del informe al jefe Mahfuz, su superior le había informado de que el hombre había fallecido la noche anterior. La noticia le había entristecido, aunque no demasiado. Como el propio Mahfuz había dicho, al menos había muerto sabiendo que, al final, había obrado bien.
Se detuvo a saludar a Mandur, el vendedor de camisetas, un hombre regordete y corto de vista cuya costumbre de perseguir a posibles clientes, exaltando las virtudes de sus productos, se había convertido casi en una atracción turística, y después continuó su camino, con las bolsas oscilando al costado, pensando en playas, olas y, lo mejor de todo, Zainab en bañador. ¡Dios, qué imagen! Antes de darse cuenta, se encontró ante el bloque de apartamentos grisáceo en el que vivía, uno más en una hilera de bloques idénticos erigidos en el borde norte de la ciudad, como una fila de monolitos de piedra agujereada. Se detuvo un momento para terminar el cigarrillo que estaba fumando, después subió por la escalera de peldaños de cemento hasta la cuarta planta, con el mayor sigilo posible, e introdujo la llave en la cerradura de su piso. No abrió al instante, sino que se quitó los zapatos, se acuclilló, buscó en el interior de una de las bolsas de plástico, extrajo un par de chanclas de goma, que se calzó, y a continuación se puso sobre la cara unas gafas de submarinismo y se metió en la boca un tubo de buceo, se enderezó y entró en el apartamento, casi incapaz de contener la risa al pensar en la broma que les iba a gastar.
—Aquí estoy —exclamó, con las palabras distorsionadas por la boquilla de goma encajada entre los labios—. ¡Soy yo!
No hubo respuesta. Avanzó por el pasillo, mientras se preguntaba dónde estaba todo el mundo.
—¡Soy yo! —gritó—. ¡El submarinista ha vuelto a la superficie!
Tampoco obtuvo respuesta. Asomó la cabeza en la cocina, vacía, rodeó la fuente y se encaminó hacia la sala de estar, situada al fondo del piso, al tiempo que le asaltaba la idea de que tal vez le estaban gastando una broma a él. ¡Qué risa! Vio que la puerta de la sala de estar estaba entreabierta, se detuvo un momento para limpiar la mascarilla, que se había empañado, empujó la puerta y entró imitando con los brazos el movimiento de alguien que nada.
—Caramba, vamos a ver qué pasa aquí...
Enmudeció. Zainab, Ali y Batah estaban sentados en el sofá, pálidos y asustados. Enfrente había dos hombres con traje gris, uno de pie y el otro sentado. La chaqueta del primero revelaba el contorno inconfundible de una pistola automática Heckler & Koch. Yihaz Amn al Daula. No cabía la menor duda. Servicio de Seguridad del Estado.
—¡Papá! —Ali saltó del sofá y corrió a su lado con los ojos brillantes de lágrimas—. ¡Quieren llevarte, papá! Dicen que alguien quiere hablar contigo. Van a enviarte a la cárcel.
Jalifa se quitó la mascarilla y el tubo, y miró a Zainab, que parecía aterrorizada.
—¿Qué pasa? —preguntó intentando mantener la voz serena, mostrarse fuerte ante su familia.
El hombre sentado (el de mayor edad y por tanto, casi con toda seguridad, el de mayor rango) se puso en pie.
—Es lo que dice el chico. Alguien quiere hacerle unas preguntas. Ha de acompañarnos. Ahora. Sin discutir.
Miró a su compañero y ambos sonrieron.
—Aunque tal vez quiera quitarse las zapatillas. No creo que las vaya a necesitar donde vamos.
Un coche tipo limusina esperaba al otro lado de la calle (de líneas aerodinámicas, negro, con cristales ahumados; no entendió cómo no se había fijado antes) y, escoltado por los dos hombres, se acomodó en el asiento trasero, con el más joven de los agentes a su lado y el mayor delante, al lado del conductor, un hombre también con traje gris a medida y pelo muy corto. Antes de que las portezuelas se cerraran del todo, puso en marcha el motor y el coche rodó sobre el cemento irregular con la agilidad depredadora de una pantera al acecho.
Jalifa preguntó qué estaba ocurriendo, adónde le llevaban, si todo aquello estaba relacionado con Piet Jansen y Faruk al-Hakim, de lo cual estaba seguro. Los hombres no dijeron nada, se limitaban a mirar al frente, con la impasibilidad amenazadora propia de los verdugos. Al cabo de un par de minutos desistió, encendió un cigarrillo y miró por la ventanilla. Se maldijo por su ingenuidad, por imaginar que podía revelar la corrupción de alguien tan poderoso como al-Hakim y no pagarlo caro. El Yihaz siempre cuidaba de los suyos. Y siempre castigaba a los que se cruzaban en su camino. Dios, cómo había podido ser tan ingenuo. En la oscuridad, el extremo de su Cleopatra esbozaba dibujos naranja contra el fondo de la ventanilla debido al temblor de su mano.
Al principio se dirigieron hacia el centro de Luxor, en dirección, supuso, a uno de los muchos edificios gubernamentales que allí se concentraban. Sin embargo, cuando dejaron atrás Luxor General, lo cual sólo sirvió para aumentar su angustia, se desviaron por una carretera de segundo orden en dirección este, hacia el aeropuerto. Jalifa preguntó una vez más adónde iban y una vez más no obtuvo respuesta. Tenía la sensación de que el silencio le estrujaba el corazón y los pulmones, como si un grueso lazo de cuerda le ciñera el torso poco a poco y le impidiera respirar.
Les abrieron la barrera de acceso al aeropuerto sin hacer preguntas, bordearon el aparcamiento y les indicaron por señas que salieran por una puerta lateral a la zona de las pistas. El velocímetro del coche subió hasta los ciento cincuenta kilómetros por hora cuando el chófer pisó el acelerador en dirección al extremo más alejado del aeropuerto, donde pararon junto a un Learjet cuyos dos motores ya estaban en marcha. Cuando le hicieron salir del coche preguntó por tercera vez, con voz desesperada, qué estaba pasando, adónde se dirigían, qué iba a ser de él. En lugar de contestar, los dos agentes le condujeron escaleras arriba hasta la cabina del avión, señalaron un asiento de piel e indicaron que se abrochara el cinturón de seguridad.
Una vez cerrada la puerta, gritaron instrucciones en dirección a la cabina del piloto y el avión empezó a correr por la pista, aminoró la velocidad un breve momento, como para reunir fuerzas antes de acelerar de nuevo y elevarse en el aire majestuosamente. Jalifa vio cómo la mole iluminada del edificio de la terminal disminuía de tamaño, luego se reclinó en el asiento y clavó la vista en el techo de la cabina. Oyó a su espalda que uno de los agentes murmuraba algo en su teléfono móvil.
Aunque fuera asombroso, dadas las circunstancias, debió de amodorrarse, porque de pronto alguien le sacudió el hombro y le ordenó que se levantara. Aturdido, se desabrochó el cinturón y obedeció. Estaban de nuevo en tierra. Por un momento, pensó que tal vez sólo había soñado el despegue y todavía seguían en Luxor. Mientras bajaba por la escalerilla hasta la pista, se dio cuenta de que no podía ser un sueño, porque se hallaba en otro aeropuerto, más pequeño que el de Luxor, de diferente trazado, con un olor en el aire que al principio no logró identificar, pero que luego reconoció como de agua salada. El mar. ¿Qué demonios...? Consultó su reloj. No era Hurgada, desde luego, habían estado en el aire demasiado rato, casi cincuenta minutos. ¿Alejandría? ¿Port Said? No habían volado lo suficiente. ¿Dónde? ¿Sharm al-Sheij? Sí, podía ser Sharm al-Sheij. O Taba, quizá. Sí, sí, Sharm al-Sheij o Taba, pero no acertaba a imaginar qué demonios estaban haciendo en la península del Sinaí. En cualquier caso, no era su destino final, porque al bajar le condujeron hacia un helicóptero Chinook CH-47 que los aguardaba, agazapado en la pista como una gigantesca mantis religiosa. Apenas habían tenido tiempo de subir a su panza larga y estrecha y abrocharse los cinturones de seguridad cuando los rotores cobraron vida y estuvieron de nuevo en el aire alejándose en la noche.
—Que Dios me ayude —susurró al recordar los rumores que había oído acerca de que el Yihaz arrojaba a gente desde helicópteros en lugares desiertos para que sus cuerpos se pudrieran entre las rocas y la arena—. Ayúdame, Dios mío, por favor.
Volaban hacia el norte, a juzgar por la posición de la luna, y la cabina vibraba con el rítmico bub-bub de los motores. Bajo ellos se deslizaba un paisaje desértico color mercurio, con la superficie rasgada por crestas afiladas y recorrida por arroyos que se retorcían como serpientes sobre la tierra. Transcurrieron veinte minutos y volvieron a descender. Las ruedas bulbosas del helicóptero se posaron sobre la piel del desierto, las hélices dejaron de girar poco a poco y un denso y siniestro silencio invadió el interior del vehículo. Un agente se inclinó para darle un golpecito en el brazo.
—Arriba.
Jalifa se desabrochó el cinturón con manos temblorosas y siguió a los hombres hasta la parte delantera de la cabina, donde abrieron la portezuela y vieron un rectángulo de noche en el que apenas se distinguía un paisaje de pendientes y colinas bajo un cielo estrellado.
—Fuera.
Jalifa vaciló. ¿Por qué le habían llevado allí? ¿Qué iban a hacerle? Luego saltó, sus pies hollaron el suelo del desierto y el vello de los brazos se erizó a causa del frío. Los dos agentes se quedaron detrás de él, en la puerta del Chinook.
—Vaya hacia allí —dijo uno de ellos.
El hombre alzó el cañón de la pistola para señalar hacia la derecha, en dirección a un edificio de piedra bajo que se encontraba a unos cien metros, al pie de una pendiente rocosa, de contornos oscuros y escasamente definidos, las ventanas iluminadas por un tenue resplandor amarillento, como ojos monstruosos que perforaran las tinieblas. ¿Un refugio beduino? ¿Un antiguo puesto fronterizo del ejército? Fuera lo que fuese, a Jalifa no le gustó. Se volvió hacia los hombres, pero estos se limitaron a dar unos golpecitos sobre sus armas e indicarle por señas que avanzara, de modo que echó a andar.
Cuando hubo recorrido unos cincuenta metros se detuvo y miró hacia atrás. Reparó por primera vez en dos helicópteros estacionados uno al lado del otro más allá del que le había transportado, y después siguió caminando, cada vez más convencido de que iban a ejecutarle, de que no existía otra explicación para su presencia allí, en plena noche, en el culo del mundo. Tal vez debería huir a las profundidades del desierto, esconderse entre las rocas. Al menos de ese modo tendría una oportunidad, aunque fuera remota. Sin embargo, no se decidió a hacerlo, no consiguió reunir la adrenalina necesaria para mover las piernas, de manera que siguió andando hasta llegar al edificio y detenerse ante la puerta de hierro oxidado. Lanzó una última mirada hacia el Chinook y luego, mientras murmuraba una oración, convencido de que su vida estaba a punto de terminar, extendió una mano temblorosa, abrió la puerta y entró. Se preguntó, con cierta indiferencia, si llegaría a oír el disparo que le mataría, o si todo se oscurecería y se encontraría transportado de repente a un mundo diferente por completo.
—Mesa el-jir
, buenas tardes, inspector. Le pido disculpas por haberle traído de esta manera pero, dada la urgencia de la situación, no nos quedó otra alternativa. Sírvase té, por favor.
Desierto del Sinaí, cerca de la frontera con Israel
Jalifa parpadeó. Se hallaba en una habitación espartana de techo bajo (paredes de piedra, suelo de cemento, cubierta de hojalata acanalada). En cada extremo había una mesa de campamento plegable con un par de lámparas de aceite que arrojaban una luz anaranjada, viscosa y trémula. Delante de él había tres hombres sentados en butacas desgastadas. Un cuarto hombre se hallaba de pie al fondo de la habitación, apoyado contra la pared, la cara semioculta en las sombras. El aire estaba impregnado de olor a queroseno y humo de puro.
Alivio. Esa fue su reacción inmediata. Le embargó una repentina euforia al comprender que, fuera cual fuese la causa de su presencia en aquel lugar, no iban a matarle. Casi al instante la alegría dio paso al asombro, pues la persona que le había hablado, uno de los hombres sentados en las butacas, inconfundible con las gruesas gafas cuadradas y el cabello plateado, no era otro que Ahmed Gulami, el ministro de Asuntos Exteriores de su país. Jalifa abrió la boca para decir algo, preguntar qué demonios estaba pasando, pero su sorpresa y estupor eran tales que fue incapaz de pronunciar palabra y, al cabo de un momento, volvió a cerrarla. Siguió un prolongado silencio, durante el cual los cuatro hombres le miraron y sólo se oyó el suave siseo de las lámparas, y en el exterior, el crujido oxidado de los postigos de hierro de las ventanas. Después Gulami señaló un termo que había sobre la mesa más cercana a él.
—Por favor, inspector, tome un poco de té —repitió—. Supongo que le hará falta después del viaje. Y si fuera tan amable de cerrar la puerta... La noche es fría.
Jalifa, aturdido, cerró la puerta y se acercó a la mesa, donde llenó un vaso de porexpán con el contenido del termo. A continuación, Gulami le indicó que tomara asiento en una silla de tijera de lona baja, a su lado. El hombre que estaba de pie siguió inmóvil, pero los otros dos movieron sus butacas para mirar a Jalifa.