Laila aún no había probado la cerveza. Levantó la botella y tomó un trago rápido mientras se esforzaba por analizar todo cuanto había oído y relacionarlo con lo que sabía: Guillermo de Relincourt descubre un objeto bajo la iglesia del Santo Sepulcro y lo envía a su hermana Esclarmonde en Castelombres; Castelombres se convierte en el foco de un misterioso culto judío; el objeto se traslada a Montségur para protegerlo durante el cataclismo de la cruzada cátara y, cuando Montségur cae, es devuelto a Castelombres y enterrado.
Todo parecía encajar pero, por fascinante que fuera, no la ayudaba a avanzar. Todavía ignoraba muchas cosas, todavía quedaban muchas preguntas por contestar: ¿qué era el misterioso objeto? ¿Por qué era tan importante para los judíos? ¿Cuál era su utilidad para al-Mulatham? ¿Qué había sido de él?
—En la reseña de su conferencia se decía algo acerca de arqueólogos nazis —dijo. Bebió otro trago y cruzó el pie izquierdo bajo la rodilla derecha—. ¿Cómo encajan en la historia?
Topping sonrió.
—Me estaba preguntando cuándo llegaría a esa parte. Es la más curiosa de toda la historia.
Se levantó y caminó hacia la ventana. Miró el patio de abajo. Aparte del sonido apagado de música procedente de una habitación contigua, reinaba un silencio absoluto.
—Las transcripciones de la Inquisición constituyen un tema de estudio muy oscuro —añadió el profesor tras una breve pausa—. No hay mucha gente interesada en ellas. Hay algunos documentos de la Bibliothéque Nationale que no se examinan desde hace años, incluso décadas. En una ocasión me topé con uno que no se había abierto desde mediados del siglo XIX.
Laila se dio unos golpecitos con el bolígrafo sobre la rodilla, mientras se preguntaba adonde quería ir a parar.
—Según los registros de la Bibliothéque —continuó el profesor, al tiempo que se volvía hacia ella—, la última vez que alguien miró el archivo en el que encontré la transcripción de Berenger d'Ussat fue a principios de septiembre de 1943, durante la ocupación alemana de París, cuando la examinó un estudioso alemán llamado Dieter Hoth.
El nombre pareció inspirar una tenue relación en las profundidades de la mente de Laila. Estaba tan saturada de información que no pudo pensar de inmediato en el motivo.
—Continúe.
—Bien, al principio pensé que este tal Hoth, del cual no había oído hablar nunca, lo cual es extraño, dado lo limitado del campo de estudio, debía de haber pasado por alto la transcripción de Berenger, porque no había datos de que hubiera publicado algo al respecto. De todos modos, por pura curiosidad, consulté a un contacto que tengo en Toulouse, un especialista en nazismo, ¿y a que no lo adivina? Menos de una semana después de echar un vistazo al archivo, el mismo Dieter Hoth aparece en pleno Languedoc y se hospeda en el pueblo moderno de Castelombres, esta vez acompañado de una unidad de la guardia de asalto de las SS. ¿Qué cree que hacían allí?
Laila meneó la cabeza. Topping tomó un trago de cerveza y se apoyó contra el antepecho de la ventana, al tiempo que sonreía con ironía.
—Excavar.
La joven lanzó una exclamación ahogada.
—¡No hablará en serio!
—Eso me dijeron.
—¿Encontraron algo?
De nuevo la sonrisa irónica.
—Por lo visto sí, aunque no puedo decirle exactamente qué. Como ya he dicho, los arqueólogos nazis no son mi especialidad.
Miró un momento a Laila, fue a la cocina y empezó a buscar en una alacena. Ella se reclinó en la butaca y bebió su cerveza. La cabeza le daba vueltas; había tanto que investigar, tantos caminos que explorar...
—¿Quién es su amigo? —preguntó al cabo de un momento—. El de Toulouse.
—Yo no le llamaría amigo —contestó Topping—. Es un simple conocido. Le conocí hace un par de años, cuando pasaba un año sabático en la Universidad de Toulouse. Es el propietario de una tienda de antigüedades cerca de St. Sernin. Un hombre raro. Excéntrico. Sabe todo lo que hay saber acerca de los nazis. Se llama Jean-Michel Dupont.
Al igual que Dieter Hoth, dio la impresión de que el nombre pulsaba un lejano timbre en la mente de Laila. Cerró los ojos para concentrarse. Dieter Hoth, Jean-Michel Dupont, Dieter Hoth, Jean-Michel Dupont. ¿De qué le sonaban esos nombres?
De repente, lo recordó. ¡Por supuesto! De la web, la otra noche. El artículo sobre arqueólogos nazis, con la nota a pie de página que contenía las iniciales DH que no había logrado identificar. Abrió los ojos de par en par, buscó entre sus notas y sacó la hoja impresa.
13 de noviembre de 1938
Soc. Thule, cena, Wewelsburg. Moral alta después acontecimientos 9-10, WvS hace una broma sobre la «destrucción de las esperanzas judías». DH dijo que estarían aún más destruidas si lo de De Relincourt saliera bien, tras lo cual larga discusión sobre los cátaros, etc. Faisán, champán, coñac. Disculpas de FK y WW.
—Dios mío —susurró—. Él lo sabía. De Relincourt y Castelombres. Estableció la relación.
—¿Cómo? —preguntó Topping.
Ella no le hizo caso.
—¿Qué fue de ese tal Dieter Hoth?
Topping entró en la sala mordisqueando una manzana.
—Al parecer, murió a finales de la guerra. Un proyectil de la artillería rusa le voló la cabeza. Justo lo que merecía, según el sentir general.
Dio otro mordisco a la manzana y se apoyó contra la puerta de la cocina.
—¿No le apetece comer algo? Conozco una taberna griega muy agradable en Trumpington Street.
Ella le miró distraída.
—¿Me está tirando los tejos, profesor Topping?
Él sonrió.
—Por supuesto.
Jerusalén
Har-Zion enrolló en sentido contrario a las agujas del reloj las correas de cuero de los
tefilin
alrededor del bíceps de su brazo izquierdo y de sus dedos enguantados, con cuidado de que el estuche que contenía los pasajes sagrados quedara justo al lado de su corazón, sin dejar de recitar las palabras sagradas:
—Bendito seas, oh, Señor nuestro Dios, Rey del Universo, que nos has santificado con Tus leyes y ordenado que nos pusiéramos las filacterias.
El bíceps y la mano tendrían que haber estado desnudos, pues así lo prescribía la Torá. No obstante, debido a su piel delicada, le resultaba incómodo dejarlos al descubierto y había conseguido una dispensa rabínica que le permitía mantener cubiertas esas partes de su cuerpo.
Terminó de enrollar las siete tiras y sujetó la segunda
tefillah
a su frente, colocando el estuche de las escrituras entre los ojos. Después movió la cabeza en dirección a Avi para indicarle: «Espérame», se echó un chal de plegarias sobre los hombros y atravesó la explanada iluminada por focos en dirección al HaKotel Ha-Ma'aravi, el Muro Occidental, último vestigio del antiguo templo, el lugar más sagrado del mundo judío.
Hacía tiempo que no iba allí, más de una semana. Le habría gustado ir más a menudo, cada día si fuera posible, pero debido a sus múltiples compromisos no tenía tiempo. Esa noche, sin embargo, había encontrado un rato. Había cosas que no podía delegar.
Llegó al Muro y se situó en el extremo de la izquierda, alzó la vista hacia la pared de veintitrés metros de altura, hecha de gigantescos bloques de piedra, que se cernía sobre su cabeza como un intrincado tablero de juego, con todas las grietas de la parte inferior llenas de una caspa de papeles doblados en que estaban escritas las oraciones y súplicas de visitantes anteriores. De día, la zona estaba abarrotada de turistas con
yamulkas
de cartón improvisadas, judíos
haredim
con chaquetas y sombreros negros, niños que realizaban la ceremonia de su
bar mitzvah.
Ahora no había nadie en el Muro, aparte de él y un solitario devoto hasídico a su derecha, que se inclinaba una y otra vez mientras rezaba, como un cuervo que recogiera granos de comida. Echó una rápida ojeada alrededor, después apoyó una mano sobre la piedra, bajó la cabeza y empezó a recitar la
shema.
«Como un cuento que ha cobrado vida.» Así había descrito el Muro su hermano Benjamín, cuando los dos llegaron allí por primera vez muchos años antes, después de su épico viaje desde las tinieblas de la Unión Soviética. «Como algo salido de un libro o una canción.» Har-Zion había guardado aquella imagen en su corazón, la había pulido y embellecido con el tiempo, de manera que ahora, erguido bajo la altísima matriz de piedra amarilla, se sentía en presencia no de algo muerto e inanimado, una reliquia petrificada de un mundo olvidado hacía mucho tiempo, sino de algo vibrante, vivo e importante. Una voz. Así lo imaginaba en su mente. Una voz profunda y sonora que le cantaba desde el vacío sobre cosas que habían existido en otros tiempos (reyes y profetas, el Arca y la Menorah, Moisés, David, Salomón y Esdras), pero también, lo más importante, de cosas futuras: el pueblo de Dios reunido de nuevo, el templo reconstruido, el Sagrado Candelabro vuelto a fundir y lleno de luz. Algunos lo llamaban el Muro de las Lamentaciones y acudían allí a llorar, a mesarse los cabellos, obsesionados con los siglos de exilio y pérdida. Har-Zion no. Para él, era el Muro de los Cánticos; no era un lugar de dolor y nostalgia, sino de esperanza, de dicha y esperanza, un recordatorio tangible y material de que Dios estaba con ellos, de que no los había abandonado, de que eran Su pueblo elegido, precioso por encima de todos los demás. De que perdurarían, al igual que el Muro había perdurado, con independencia de lo que la naturaleza y los hombres intentaran contra ellos.
Continuó recitando. Las palabras de la oración ascendían y remolineaban en el suave zumbido musical de su voz, hasta que llegó al final y enmudeció. En ese momento, una figura alta de hombros anchos se detuvo a su lado, jadeando como si hubiera estado corriendo. Se refugió en un profundo charco de sombras en el extremo izquierdo del Muro, de modo que la oscuridad ocultaba su rostro. El solitario hasídico ya se había marchado, los dos hombres estaban solos.
—Llegas tarde —observó Har-Zion, con voz apenas audible.
El hombre se hundió aún más en las sombras y murmuró una disculpa.
Har-Zion metió la mano en el bolsillo y extrajo una hoja de papel doblada, que deslizó en el hueco entre dos bloques de mampostería.
—Todos los detalles están aquí. El nombre del chico, su dirección de contacto. Limítate a seguir las instrucciones. Será...
Se oyeron pasos que se acercaban y un joven soldado se dirigió al Muro, hasta detenerse a unos metros a su derecha. Har-Zion movió un dedo para indicar a su compañero que la conversación había terminado. Se inclinó para besar el Muro, después dio media vuelta y, sin mirar atrás, atravesó la explanada hacia el punto donde le esperaba su guardaespaldas Avi.
Cinco minutos después, cuando el joven soldado terminó de rezar sus oraciones y se marchó, el hombre sacó de la grieta la hoja doblada y la guardó en el bolsillo de los pantalones.
Cambridge
Laila se levantó a las cinco de la madrugada, cuando Topping aún dormía, recogió en silencio sus cosas, salió de puntillas del dormitorio y se fue de la casa.
No estaba segura de por qué se había acostado con él. Había sido un buen compañero (ingenioso, encantador, atento), y el polvo había sido fantástico, uno de los mejores de su vida. Pese a ello, en ningún momento se había abandonado a la experiencia. Sólo se había permitido desaparecer en el torbellino del sexo. Incluso cuando le había cabalgado, con sus pequeños y prietos pechos perlados de sudor, se había mantenido en parte al margen de la experiencia, encerrada en sus pensamientos, dándole vueltas a lo que había averiguado, a los acontecimientos de Oriente Próximo, como si su cuerpo fuera un simple vehículo inanimado, programado en piloto automático, mientras ella, el conductor, iba sentada dentro concentrada en algo muy diferente.
Cerró la puerta principal y salió a la calle desierta, con hileras de pulcras casas victorianas a cada lado, el mundo que la rodeaba todavía gris y silencioso, ya no oscuro, pero tampoco luminoso, esa tierra de nadie que separa la noche de la aurora.
La noche anterior había llamado a Jean-Michel Dupont, el contacto de Topping en Toulouse, y le había explicado que estaba interesada en Dieter Hoth y sus excavaciones en Castelombres. Se había citado con él en la tienda de antigüedades a la una y media de la tarde, y luego había reservado un pasaje en el vuelo de British Airways que despegaba de Heathrow a las diez. De pronto se le ocurrió que, con tanto tiempo por delante, podía ir andando hasta Grantchester, echar un vistazo a la vieja casa donde había ido a vivir después de la muerte de su padre. Hacía mucho tiempo que sus abuelos habían fallecido, pero su madre, por lo que ella sabía, aún residía allí con su segundo marido. Un abogado. ¿O era banquero? Laila no estaba segura. No hablaba con ella desde que había vuelto a casarse, seis años antes, incapaz de perdonar lo que consideraba una grotesca traición a la memoria de su padre.
Sí, pensó, sería estupendo volver a ver la casa, con su tejado cubierto de musgo, el jardín lleno de ciruelos y manzanos, lo más lejos posible del polvo y el horror de Palestina. Incluso estuvo a punto de cruzar la calle en dirección a la vía peatonal que, si la memoria no la engañaba, conducía a través de las vegas que bordeaban los límites orientales de la ciudad. No obstante, se detuvo después de recorrer unos pocos metros, meneó la cabeza como diciendo: «¿Qué coño vas a hacer allí?», dio media vuelta y se alejó en dirección contraria, hacia la estación, mientras las lágrimas asomaban a sus ojos al pensar en lo sola que estaba en el mundo, una soledad absoluta e irrevocable.
Egipto, entre Luxor y El Cairo
Jalifa bebió el café tibio ofrecido durante el vuelo en un vaso de plástico, mordisqueó la punta de una galleta y miró por la ventanilla del avión el mundo en miniatura que se desplegaba a sus pies. Era una vista espectacular: el Nilo, los campos de cultivo, el desierto occidental como una sábana amarilla arrugada. En otras circunstancias, se habría pasado todo el viaje mirando el paisaje con ojos maravillados. Al fin y al cabo, sólo era la segunda vez en su vida que subía a un avión, y no debía de haber mejor manera de apreciar el milagro natural que era Egipto, la extraordinaria yuxtaposición de vida y tierra yerma
(Kemet y Deshret
, decían los antiguos, la Tierra Negra y la Tierra Roja), que verlo desde el aire, extendido de horizonte a horizonte como un inmenso mapa desplegado.