La línea se conectó.
—Sabah el-jir.
—¿Jediva?
Una brevísima pausa.
—Jalifa. Ja... li... fa... Supongo que es usted, inspector Ben Roi.
—Sí, soy yo —dijo el israelí, y resistió la tentación de añadir «moraco de mierda». A cambio, dio un viaje a la petaca.
Al otro extremo de la línea, Jalifa encendió un cigarrillo y mordió con fuerza el filtro. Cada vez que hablaban, el hombre le caía peor, en especial porque, al haberle pillado desprevenido, le hacía sentirse desorganizado e incompetente.
—Esperaba que me llamara antes —dijo, con la intención de reafirmar su posición.
—Bien, pues le estoy llamando ahora —gruñó Ben Roi—. Lo antes que he podido.
Ambos guardaron silencio, como si presintieran que efectuar el siguiente movimiento sería una señal de debilidad. No debo dar la impresión de que le necesito, pensó Jalifa, y dio una calada al cigarrillo. No debo parecer demasiado interesado, pensó Ben Roi, y tomó otro trago de vodka.
Fue el egipcio quien se rindió primero.
—¿Y bien? —preguntó. Su intento de aparentar indiferencia no tuvo demasiado éxito—. ¿Ha descubierto algo?
Ben Roi asintió con aire satisfecho, con la sensación de haber ganado la primera mano. Sí, contestó, había descubierto algo. Muchas cosas. Dejó que transcurrieran unos segundos de silencio, levantó las piernas y las cruzó sobre la esquina de la mesa, complacido al imaginar a Jalifa con los puños apretados de impaciencia al otro lado de la línea, y después prosiguió.
Lo primero fueron los datos personales de Hannah Schlegel: Francia, Auschwitz, el trabajo de archivera en Yad Vashem, el hermano, todo cuanto la señora Weinberg le había contado el día anterior. El suave rasgueo de una pluma sobre papel resonaba en el auricular mientras Jalifa tomaba notas. Hacía preguntas una y otra vez (¿en qué lugar de Francia? ¿Qué archivaba? ¿Ha hablado con su hermano?), a las que Ben Roi respondía con monosílabos, en parte porque no le gustaba que le interrumpieran, pero sobre todo porque, en el fondo, sabía que no había investigado tan rigurosamente como habría debido y, al no poder proporcionar las respuestas adecuadas, podía parecer demasiado descuidado.
—¡Y yo qué coño sé! —replicó en un momento dado, después de haberse visto obligado a admitir que no había seguido una pista—. Sólo he tenido dos días, joder.
Jalifa sonrió satisfecho al otro lado de la línea, contento de tener algo que criticar, pues cada pregunta sin respuesta parecía alterar el equilibrio de poder en su favor.
—Lo entiendo muy bien —dijo, en el tono más solidario pero condescendiente que fue capaz de adoptar—. Dos días es poco tiempo. Sobre todo si tenía otras cosas que hacer.
Gilipollas, pensó Ben Roi, que alejó el auricular de su oído para hacerle un corte de mangas.
Terminó el apartado de datos personales y pasó a hablar del incendio de la casa. Pisaba terreno más firme porque había hecho un buen trabajo. Procedió con parsimonia, empezando con lo que la señora Weinberg le había referido, y después avanzó paso a paso: Hani Hani-Yamal, la visita a al-Amari, la admisión de Mayi de que le habían pagado para quemar el apartamento, la descripción del interior del piso. De nuevo Jalifa le interrumpió con numerosas preguntas, pero esta vez Ben Roi contaba con las respuestas y, bien a su pesar, el egipcio se vio obligado a admitir que era una buena labor policial, de cuya autoría se habría sentido orgulloso.
Tal vez no es tan estúpido como yo creía, concedió. Maleducado, insensible, ofensivo. Pero estúpido no.
El israelí dispuso su narración de tal manera que la información fundamental, la revelación de quién había ordenado el incendio, llegó al final de la historia. A esas alturas, Jalifa ya estaba tan absorto en lo que le contaba que ni siquiera se molestaba en hacer más preguntas, sino que se limitaba a escuchar y tomar notas. Cuando el israelí mencionó por fin el nombre que el joven palestino le había dado (Gad, Getz), lanzó un leve silbido.
—¿Le conoce? —preguntó Ben Roi, que intentó sin éxito disimular su interés.
—Tal vez sí, tal vez no —contestó Jalifa—. Piet Jansen tenía un amigo íntimo llamado Antón Gratz, quien también vive en El Cairo. Es una coincidencia muy extraña.
Se preguntó por qué demonios habría deseado Gratz destruir el piso de Hannah Schlegel y luego, meneando la cabeza, se reclinó en el asiento y miró su libreta para examinar las notas que había tomado.
—Me interesa el episodio del barco —añadió tras una larga pausa—. Cuando la señora Schlegel llegó por primera vez a Israel. Cuando dijo... —Recorrió las notas con la pluma, en busca de la cita.
—«Voy a encontrarlos» —colaboró Ben Roi—. «Aunque tarde el resto de mi vida, voy a encontrar a la gente que nos hizo esto. Y cuando los encuentre, los mataré.»
—Exacto. ¿A qué se refería?
—A quienes le hicieron lo que fuera en Auschwitz, supongo —gruñó el israelí—. Los médicos, los científicos. A juzgar por lo que dijo la señora Weinberg, lo pasó fatal allí.
Jalifa dio una profunda calada al cigarrillo. Antes de que la tarde anterior hubiera buscado información en internet, apenas sabía nada de Auschwitz, sólo el nombre. Incluso ahora le costaba creer que un lugar semejante hubiera existido. Cámaras de gas, hornos crematorios, experimentos médicos... Dio otra calada. Recordó la cicatriz que había visto en el abdomen de Hannah Schlegel, una cicatriz en zigzag, como un reptil que serpenteara. ¿Era un legado del campo?, se preguntó. ¿La habían abierto en canal, inspeccionado su interior, extraído algún pedazo? Por un momento, apareció en su mente la imagen de una muchacha atada a una camilla de hospital, desnuda, afeitada, llorando, aterrorizada, llamando a su madre. Hizo una mueca y meneó la cabeza, en un intento de expulsar la visión.
—¿Cree que Jansen pudo haber sido uno de esos médicos? —preguntó—. ¿Pudo estar relacionado, de alguna manera, con esos experimentos?
Sabía que era un tiro a ciegas, que explicaba algunas cosas, pero dejaba casi todo sin resolver. Ben Roi contestó de inmediato.
—Todos los médicos de Auschwitz fueron ejecutados o encarcelados al acabar la guerra. Mengele escapó a Sudamérica, pero murió hace treinta años. Su señor Jansen no estaba implicado en experimentos médicos nazis.
Jalifa asintió, decepcionado pero no muy sorprendido, y se reclinó en la silla, al tiempo que exhalaba una larga cinta ondulante de humo y repasaba sus notas una vez más. Contaba con un buen material. No se trataba de revelaciones espectaculares, desde luego, pero sí al menos nuevos datos importantes que añadir al rompecabezas. Las experiencias de la señora Schlegel durante la guerra, el «archivo» de su piso, su hermano gemelo, el incendio intencionado... Combinado con lo que ya había descubierto, eran pistas nuevas significativas. Quizá por primera vez desde el inicio de la investigación, sintió un vago optimismo, una sensación de que, pese a la bruma de incertidumbre en que todo parecía envuelto aún, al menos empezaba a avanzar, a acercarse al meollo del asunto.
Sin embargo, todavía quedaba mucho camino por andar, y para recorrer esa distancia necesitaba más: más datos, más información, más perspectivas.
Algunos podía indagarlos él mismo, por supuesto. Ya había decidido que su siguiente movimiento sería ir a El Cairo para ver al misterioso señor Antón Gratz. Sin embargo, había otras pistas que no podía seguir solo, o al menos no con tanta facilidad. Le gustara o no, aún necesitaba a Ben Roi. No podría avanzar sin él. Lo cual era frustrante, pues, si bien debía admitir que le había impresionado parte del trabajo llevado a cabo por el israelí, eso no quería decir que le considerara más aceptable como persona.
Ben Roi, por su parte, se enfrentaba más o menos al mismo dilema, aunque desde una dirección opuesta: cómo reconocer que quería participar en el caso sin parecer demasiado interesado. De acuerdo, tal vez el egipcio no era tan incompetente como había pensado al principio. Algunas de las preguntas que hacía, algunos comentarios, denotaban inteligencia. Seguía siendo un moraco pelmazo e impertinente, y estaba listo si pensaba que iba a arrastrarse para pedirle favores.
Una vez más siguió un largo y tenso silencio, pues ninguno de los dos hombres quería efectuar el siguiente movimiento, expresar su opinión, por temor a conceder al otro una ventaja invisible. Esta vez, fue Ben Roi quien cedió.
—Veré qué más puedo descubrir —dijo malhumorado y a toda prisa, como si bebiera algo desagradable.
—Muy bien —repuso Jalifa, aliviado y algo sorprendido. Se sentó a su mesa de nuevo y apagó el cigarrillo en un cenicero—. Le enviaré por fax una foto de Jansen. Y un informe de lo que he descubierto hasta ahora.
—De acuerdo. Será mejor que apunte el teléfono de mi móvil.
Jalifa recordaba muy bien que el israelí había negado tenerlo. Considerando que se estaba portando de una manera inesperadamente cooperadora, no quería correr el riesgo de provocarle, de modo que no dijo nada y tomó un bolígrafo para anotar el número. A continuación, se produjo otro silencio, pues ninguno sabía cómo acabar la conversación.
—Me pondré en contacto con usted —dijo por fin Ben Roi.
—De acuerdo —repuso Jalifa—. Espero recibir noticias suyas.
Estaba a punto de colgar, cuando levantó de nuevo el auricular.
—Ben Roi...
—¿Qué?
—Una cosa... Puede que sea importante, o no.
—¿Sí?
Jalifa hizo una pausa.
—Piet Jansen... al parecer intentaba ponerse en contacto con al-Mulatham. Dijo que tenía algo que podría serle útil en su lucha contra Israel. Creo que es mejor que lo sepa.
Después de colgar, Ben Roi estuvo sentado varios minutos sin hacer nada, con la vista perdida, acariciando la menorah colgada al cuello. Después se puso en pie y se acercó a un archivador metálico que había en un rincón del despacho. Sacó un llavero del bolsillo, lo abrió, se acuclilló y sacó una gruesa carpeta llena de papeles. Cerró el archivador de una patada, volvió a su escritorio, se sentó y abrió el expediente. En la parte superior había una foto de una joven de pelo negro corto. Su nombre, Laila al-Madani, estaba escrito en una nota adhesiva pegada al pie de la foto.
Cambridge, Inglaterra
Pasaban de las cinco cuando Laila llegó por fin a Cambridge. Era una tarde cálida y brumosa, impropia de la estación, con un cielo caliginoso y aromas de cerezos en flor y césped recién podado en el aire. Había llegado desde Londres en tren, y en otras circunstancias habría recorrido a pie los casi tres kilómetros que separaban la estación del centro de la ciudad; hacía años que no visitaba esta parte del mundo y le habría gustado volver a ver algunos lugares queridos de los tiempos en que había vivido aquí con sus abuelos, después de que su madre y ella huyeran de Palestina. Sin embargo, el tiempo se le echaba encima y estaba ansiosa por localizar al escurridizo profesor Topping.
Al salir de la estación, paró un taxi y diez minutos después atravesaba la entrada en forma de arco del St. John's College. El conserje le informó de que el estudio del profesor Topping se encontraba en la escalera I del Segundo Patio; después de darle las gracias, Laila cruzó un gran patio silencioso (césped inmaculado, edificios Tudor de ladrillo rojo, capilla ornamentada de ventanas arqueadas) y pasó a otro.
La escalera I se hallaba al fondo a la izquierda. Había un tablón clavado en la pared con casillas que indicaban quiénes de los que ocupaban las habitaciones del edificio se encontraban allí en ese momento. La del profesor Topping indicaba «ausente», lo que hizo que Laila experimentara cierto pánico (joder, pensó, he venido hasta aquí para nada), hasta que bajó por la escalera un corpulento estudiante con una camiseta de rugby roja y blanca, el cual, al preguntar ella por el paradero del profesor, le aseguró que se encontraba en sus aposentos.
—Le he oído gritar —explicó—. No haga caso del tablón. Hace dos años que vivo en el piso situado bajo el que él ocupa y jamás ha puesto «presente».
Aliviada, aunque no muy tranquila (el profesor no parecía el tipo de persona que recibía con alegría a visitantes inesperados), empezó a subir por la escalera. Los peldaños de madera chirriaron y crujieron bajo sus pies, y continuó hasta el último piso, donde encontró una puerta con la inscripción
PROFESOR TOPPING
pintada al lado en la pared.
Titubeó al imaginar, como había hecho la tarde anterior, a un académico viejo y cascarrabias con gafas de media luna, chaqueta de tweed y mechones de vello sobresaliendo de las orejas, pero avanzó un paso y llamó a la puerta. No hubo respuesta. Volvió a llamar.
—¡Ahora no!
—¿Profesor Topping?
—¡Ahora no!
Su tono era airado y hostil. Laila se preguntó si tal vez debía ir a tomar un café y regresar cuando el hombre estuviera de mejor humor. Sin embargo, no había hecho un viaje tan largo para rendirse ante el primer contratiempo, de modo que apretó los dientes, levantó la mano y llamó con los nudillos por tercera vez.
—Le agradecería que me concediera un momento de su tiempo, profesor Topping —exclamó.
Siguió una pausa breve y amenazadora, la calma que precede a la tempestad, y después se oyó el sonido de unos pasos que se acercaban a toda velocidad. Se abrió una puerta interior, y después la exterior, a la que había llamado.
—¿Es que no entiende el inglés, joder? ¡He dicho que ahora no! ¿Qué coño le pasa?
Por un momento, se quedó demasiado sorprendida para hablar, pues, en lugar del anciano académico que esperaba ver, se encontró ante un hombre alto, apuesto, de cabello oscuro y poco más de cuarenta años, vestido con bermudas y camisa de algodón con el cuello abierto que dejaba ver el vello negro de su pecho. La sorpresa sólo duró un instante; después, enfurecida, le apostrofó.
—¡Que le den por el culo, capullo presuntuoso! He venido desde Jerusalén porque no tiene un puto teléfono como cualquier ser humano normal, de modo que haga el favor de ser un poco respetuoso, joder.
Suponía que le cerraría la puerta en las narices, pero el profesor se limitó a mirarla, un poco impresionado. Después arqueó las cejas, dio media vuelta y volvió al interior. Laila se quedó en el umbral, sin saber qué hacer.
—Entre —gritó el hombre sin volverse—. Puede que sea un capullo presuntuoso, pero al menos sé cuándo debo ceder. Cierre la puerta al entrar. Las dos. No quiero sentar un precedente.