No obstante, incluso mientras lo decía, dejó a un lado la hoja impresa y empezó a pasar las páginas de su agenda en busca del número telefónico de su amigo Salim, de la agencia de viajes.
Jerusalén
De vuelta en su despacho, Ben Roi dio un tiento a su petaca y contempló el informe de tres cuartos de página en la pantalla del ordenador. Había hecho todo cuanto se podía esperar de él, se dijo. Había entrevistado a la vieja de Ohr Ha-Chaim. Había llamado a Kfar Shaul para preguntar acerca del hermano de Schlegel (todavía vivo, al parecer, aunque en un estado «muy alterado»). Incluso se había puesto en contacto con Yad Vashem y confirmado que Schlegel había trabajado para ellos (a tiempo parcial, en el departamento de archivos). Sí, podría haber explorado otras posibilidades, no había investigado en profundidad. ¿Y por qué debía hacerlo? «Información sobre sus antecedentes», le había pedido Jediva. Y eso le daría. Teclearía un par de líneas más, imprimiría el informe y lo dejaría así. Lo enviaría por correo electrónico y se lavaría las manos. Excepto... Excepto...
El incendio de mierda. No podía quitárselo de la cabeza. Lo último que la señora Weinberg le había dicho; que habían prendido fuego a las posesiones de Hannah Schlegel. No podía quitárselo de la mente. ¿Por qué?, se preguntaba una y otra vez (pese a sus desesperados esfuerzos por no pensar), ¿por qué un grupo de críos árabes se arriesgarían a entrar en el barrio judío y trepar por una cañería, con el único propósito de empapar de petróleo el piso de una vieja y pegarle fuego? Era absurdo. Había tratado con rateros árabes, y con vándalos árabes, pero esto no encajaba en ninguna de ambas categorías.
Los dolores de estómago. Así los llamaba su mentor, el viejo comandante Levi. «Los dolores de estómago, Arieh, es lo que diferencia a un buen detective de un gran detective. El buen detective buscará pruebas y utilizará la lógica para descubrir que algo no encaja. Pero el gran detective presentirá que algo no encaja incluso antes de ver la prueba. Es un instinto que se siente en las tripas. Un dolor de estómago.»
Ben Roi había sentido aquellos dolores de estómago, un temblor incierto en la boca del estómago, un sexto sentido que le indicaba que las cosas no eran lo que parecían. Los había sentido en el caso de la estafa Revehot, cuando todo el mundo le decía que estaba dando palos de ciego, hasta que el experto en informática recuperó los archivos eliminados y demostró que sus sospechas eran ciertas. Y los había sentido en el asesinato del colono Shapiro, cuando todas las pruebas apuntaban al chico árabe, pero él estaba convencido de que era inocente, de que existía otra explicación. Había recibido muchas críticas por aquel caso, pero él había seguido indagando; al final había encontrado la cuchilla en el sótano del rabino y la verdad había aflorado. «Estoy orgulloso de ti, Arieh —le había dicho el comandante Levi al entregarle la mención al trabajo policial sobresaliente—. Eres un gran detective, y aún lo serás más, siempre que hagas caso de esos dolores de estómago.»
Sin embargo, este último año había dejado de hacerles caso, por supuesto. De hecho ya no los tenía, salvo en todo lo relacionado con al-Mulatham. Cumplía y punto, hacía lo que le ordenaban, pero el viejo fuego, la pasión por llegar al meollo del asunto, el deseo de ser como Al Pacino en la película, todo eso se había desvanecido, estaba muerto. Todo le daba igual. El bien, el mal, las mentiras, la justicia, la injusticia... Daba igual. Todo le importaba una mierda.
Hasta ahora. Porque ahora padecía uno de los dolores de estómago más fuertes que había experimentado, y no remitía. No quería tenerlo, le irritaba sentirlo, pero no había remedio, le estaba devorando las entrañas. Críos, incendio deliberado, mujer asesinada, barrio judío. Algo no encajaba. Algo no encajaba de ninguna manera.
—Maldito seas, Jediva —masculló—. Que te den por el culo.
Vaciló unos minutos, con el deseo desesperado de lavarse las manos de todo el asunto, pero luego, incapaz de contenerse, descolgó el teléfono de un manotazo y tecleó un número.
—¿Feldman? —dijo cuando le contestaron—. Necesito encontrar un expediente sobre un caso de incendio deliberado de hace quince años... No es asunto tuyo, joder. Sólo dime dónde he de mirar.
Tardó casi dos horas en localizar el expediente, que por algún motivo inexplicable había terminado en el archivo de Moriah, otra comisaría de policía regional de la ciudad. Había ordenado que se lo enviaran y ahora estaba sentado con los pies apoyados en el borde del escritorio, leyendo y dando de vez en cuando un tiento a su petaca.
El dato que le llamó la atención de inmediato, y que sólo sirvió para aumentar sus recelos, fue la fecha y la hora del incendio. La señora Weinberg le había dicho que había tenido lugar uno o dos días después de la muerte de Hannah Schlegel. Según el informe, había ocurrido el mismo día de su asesinato, tan sólo unas horas más tarde, una coincidencia extraordinaria, que hasta el más obtuso de los investigadores habría considerado sospechosa.
Por desgracia, no había nada más en el expediente que explicara esta preocupante sincronía, lo que resultaba decepcionante. Había declaraciones de los vecinos de la señora Schlegel, entre ellos la señora Weinberg; fotografías del piso incendiado; formularios de la detención de tres chicos árabes arrestados por el delito, dos de los cuales se habían declarado culpables y fueron condenados a dieciocho meses de cárcel cada uno, mientras que el tercero, el más joven, identificado en su hoja de detención tan sólo como «Ani», había sido puesto en libertad sin cargos debido a su edad (siete años en aquel tiempo) y a la falta de pruebas contra él.
Por qué habían elegido aquel piso en particular para perpetrar el incendio, aquel día en particular, a aquella hora en particular, y qué relación tenía el atentado, si existía, con el asesinato de Hannah Schlegel eran preguntas que seguían sin respuesta. «Lo hicimos por una apuesta», fue todo cuanto dijeron los chicos, y el interrogador de la policía, muy satisfecho por haberles arrancado una confesión de culpabilidad, no había hecho más esfuerzos para profundizar en el asunto.
Ben Roi repasó el informe dos veces. Después echó hacia atrás la cabeza y terminó el vodka de su petaca. Nada encajaba, y eso le provocaba dolores de estómago. La cuestión era qué podía hacer al respecto. El incendio había ocurrido una década y media atrás, las pistas ya habrían desaparecido, los causantes debían de haberse mudado o cambiado de nombre, o ambas cosas. Podía pasar meses intentando llegar al meollo del asunto. ¿Y para qué? Para un impertinente moraco antisemita.
—Zoobi! —
masculló—. ¡Joder! ¿De qué sirve? Dolores de estómago o no.
Cerró el expediente, lo arrojó sobre el escritorio, descolgó el teléfono y marcó el número de los archivos de Moriah, con la intención de comunicarles que había terminado de tomar notas. En ese instante algo le llamó la atención, una línea escrita a lápiz en la parte posterior del expediente, casi borrada. No se había fijado antes. Acercó la carpeta. Era apenas legible, y tuvo que forzar la vista para leerla: «Ani: Hani al-Hajar Hani-Yamal. Nacido 11/2/83. Campo al-Amari».
Miró la anotación con los ojos entornados, después se inclinó a su izquierda, muy despacio, como de mala gana, buscó entre una pila de papeles y extrajo el expediente del palestino que había capturado dos noches antes, después de la redada en la Ciudad Vieja. Lo abrió y miró el formulario de detención del hombre.
N
OMBRE
: Hani al-Hajar Hani-Yamal
E
DAD
: 20
F
ECHA DE NACIMIENTO
: 11 de febrero de 1983
D
IRECCIÓN
: Ginna Lane, 14, campo de al-Amari, Ramallah
—Shalom
, archivo.
El auricular resonó en su oído. Sus ojos paseaban entre la nota escrita a mano y el formulario de detención.
—Archivo —repitió la voz.
—Sí —dijo—. Soy Ben Roi, de David.
—Hola. ¿Has terminado con ese expediente?
Ben Roi se mordió el labio, vacilante.
—No —dijo tras una larga pausa—. Creo que voy a necesitar un rato más.
Luxor
Había oscurecido cuando Jalifa salió por fin del cibercafé, con los ojos llorosos y la boca seca de tanto fumar. Paseó por el zoco (luces brillantes, música estridente, grupos de gente apiñada) y se encaminó hacia la Corniche el-Nil. En el camino se detuvo a comprar una lata de Sprite, antes de bajar por un tramo de escalera desgastada hasta el muelle del Nilo, donde el agua oscura gorgoteaba a sus pies.
Por extraño que fuera, después de todo lo que había visto y leído, todas las imágenes, testimonios, estadísticas y descripciones, sólo podía pensar en su familia. Zainab, Batah, Ali, el pequeño Yusuf, los cuatro puntos cardinales de su mundo, su luz, su vida. ¿Cómo me sentiría si fueran ellos?, se preguntó. Zainab, esquelética y con los ojos hundidos, mirando a la cámara como un fantasma enloquecido. Batah y Ali en un pozo con otros mil cadáveres amontonados, anónimos como pilas de madera podrida. ¿Cómo me afectaría? ¿Cómo podría vivir con ese tormento?
Había perdido a seres queridos, por supuesto: su padre, su madre, su hermano mayor Ali, cuyo nombre había puesto a su hijo para honrarle. Sin embargo, perder a alguien en semejante sinrazón, de una forma tan odiosa y sangrienta... Verlos muertos de hambre, apaleados, rotos, destruidos. Era algo que jamás había experimentado. Que ni siquiera podía imaginar experimentar. Era demasiado terrible, demasiado doloroso, como el ruido de una uña arañando una pizarra.
Suspiró y terminó el Sprite, y su mente derivó hacia los momentos felices que habían compartido, los dulces y dichosos momentos familiares. El día que habían navegado río arriba en una falúa para celebrar el decimotercer cumpleaños de Batah y se pararon a comer en una islita desierta antes de volver a Luxor al anochecer; Batah iba de pie en la proa, con el cabello oscuro removido por el viento. La vez que habían ido al mercado de camellos de Bilesh en El Cairo, antes incluso de que naciera Yusuf, y Batah lloró porque los animales parecían tan flacos y tristes, y Ali pujó en broma por uno de los animales, puja aceptada por el subastador, lo cual provocó todo tipo de discusiones y alborotos. Su propio cumpleaños, tan reciente, treinta y ocho años, cuando su mujer y sus hijos le prepararon una fiesta sorpresa y, disfrazados de egipcios antiguos, lo recibieron con gritos y vítores cuando llegó a casa.
Se echó a reír al recordarlo (el pequeño Yusuf con un tocado
nemes
de papel higiénico, Zainab como la reina Nefertiti), y su risa resonó entre los mástiles de las falúas amarradas al muelle, antes de convertirse en una especie de sollozo, mientras la vista se le nublaba como si hubiera abierto los ojos bajo el agua. Estas personas son muy preciadas para mí, pensó; paso muy poco tiempo con ellas, y apenas puedo mantenerlas con mi miserable sueldo de policía, que no ha subido en cinco años, y es menos de lo que Hosni gana en un solo mes. Si de repente me los arrebataran... ¿Cómo podría soportarlo? Sabiendo que habría podido hacer mucho más por ellos, que habría podido darles mucho más de mí.
Me esforzaré, susurró para sí. Pasaré más tiempo en casa, no trabajaré tanto. Seré mejor padre y esposo.
Pero sólo cuando acabe este caso, dijo otra voz. Sólo cuando sepa la verdad sobre Piet Jansen y Hannah Schlegel. Sólo cuando obtenga todas las respuestas.
Miró al otro lado del río, cuya agua susurraba a sus pies, y las luces verdes de los minaretes de un par de mezquitas cercanas le miraron en la oscuridad como ojos de serpiente. Después aplastó la lata y la tiró de una patada al río, dio media vuelta y subió a la Corniche, arrepentido de no haber cerrado la boca y olvidado todo.
Jerusalén
Hani al-Hajar Hani-Yamal había sido trasladado el día anterior a una celda de Zion, la comisaría regional más grande de Jerusalén, de modo que Ben Roi fue allí para interrogarle, no sin antes llamar para solicitar permiso.
La comisaría, un complejo tétrico e imponente de edificios al borde de lo que en otros tiempos había sido el recinto ruso de la ciudad, tenía ventanas mugrientas con barrotes y pegotes discontinuos de hiedra en sus paredes, coronadas por tubos enmarañados de tela de alambrada. Al tiempo que para delincuentes comunes, funcionaba desde hacía mucho tiempo como centro de interrogatorio principal de sospechosos de militancia palestina, y se había ganado una reputación siniestra por la brutalidad y los malos tratos infligidos a los prisioneros. Los palestinos la llamaban al-Moscobiyyeh, Moscú en árabe, y pronunciaban su nombre con una mezcla de miedo y aprensión.
El lugar siempre había dado malas vibraciones a Ben Roi (un par de años antes había rechazado un ascenso porque significaba el traslado a dicho centro), y cuando entró por una puerta de la parte posterior, donde había un grupo de afligidas mujeres árabes que suplicaban recibir noticias de familiares retenidos allí, sintió que el estómago se le encogía, como un animal asustado que se acurrucara para protegerse.
Se presentó a un sargento de guardia, firmó un par de formularios y le acompañaron por un laberinto de pasillos sucios y mal iluminados, hasta bajar al sótano, donde le condujeron a una pequeña sala de interrogatorios en la que había una mesa, dos sillas y, aunque pareciera incongruente, un cartel de un tulipán púrpura pegado con celo en la pared del fondo. Se oían ruidos apagados procedentes de otros puntos de la comisaría (el timbre de un teléfono, alguien que chillaba, un gemido apenas audible que podía ser una carcajada o un sollozo), y tuvo la desagradable sensación de que no se trataba de ruidos externos, sino de los ecos fantasmales de todas las personas que habían tenido la desgracia de caer en este lugar. Esperó a que el sargento saliera, se sentó, sacó la petaca y bebió un largo trago para confortarse.
Al cabo de cinco minutos la puerta volvió a abrirse y entró otro policía conduciendo al hombre que Ben Roi había arrestado dos noches antes. Por algún motivo, sólo llevaba una camiseta y unos calzoncillos boxer demasiado grandes, sin pantalones. El policía le acercó a la mesa, le sentó, le esposó la muñeca izquierda a una pata de la silla, una posición forzada que dejó al prisionero inclinado hacia delante, y se fue.
—Llame cuando haya terminado —dijo—. Estaré en la tercera habitación de la derecha.