Sabía algo del Holocausto, por supuesto. Generalidades, rumores, ningún detalle preciso. Nunca había experimentado la necesidad de profundizar en la materia. Aceptaba que había ocurrido; el detective israelí le había acusado falsamente de negarlo. Al mismo tiempo, se le antojaba muy lejano, muy abstracto, sin importancia para él o su mundo. Hasta ahora. Ahora, daba la impresión de haberse convertido en algo relevante.
Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una sucesión de anillos de humo hacia el techo, donde se desintegraron y convirtieron en una neblina persistente. Transcurrieron cinco minutos, diez; el reloj de pared desgranaba los segundos como el latido de un corazón mecánico. Luego, como si hubiera tomado una decisión, Jalifa posó los pies en el suelo, cogió su chaqueta y se fue de la comisaría.
Al salir a la calle torció a la derecha, luego a la izquierda, se abrió paso entre el gentío de la tarde hasta internarse en el zoco, pasó ante cafés, tiendas de recuerdos, puestos callejeros de especias donde se amontonaban pétalos de hibisco y azafrán rojo en polvo, y al fin entró en un local muy bien iluminado, un cibercafé con media docena de ordenadores alineados a lo largo de la pared del fondo. Saludó con un gesto de la cabeza al propietario, un chico de pelo afro y hebilla de cinturón en forma de moto, el cual le indicó el ordenador de la punta izquierda, al lado de una chica europea con los hombros quemados por el sol. Se sentó y, tras un momento de vacilación, conectó con Yahoo! y tecleó «Holocausto» en el campo de busca; se estremeció ligeramente al hacerlo, como un niño que metiera la mano en el fuego, asustado, pero al mismo tiempo ansioso por saber qué se siente al tocar las llamas.
Jerusalén: Ciudad Vieja
—¿Qué les hemos hecho nosotros para que vengan aquí a decirnos cómo hemos de gobernar nuestro país? ¿Es que ni siquiera nos van a permitir defendernos?
Meshugina!
¡Todos ellos!
Meshugina!
El anciano agitó ruidosamente su
Yediot Ahronot
, irritado, y sus finos labios compusieron un rictus de indignación, como una babosa a la que han echado sal. Ben Roi bebió un trago de cerveza y contempló el objeto de la ira del hombre, una primera plana sobre un grupo de pacifistas europeos que habían ido a Israel para protestar contra el muro de trescientos kilómetros de largo que el gobierno estaba erigiendo entre Israel y Cisjordania. La fotografía acompañante mostraba a un actor inglés del que Ben Roi nunca había oído hablar cogido del brazo de un grupo de palestinos delante de una excavadora de la FDI, bajo el epígrafe «Famosos condenan muro del apartheid».
—¡Nazis! —gritó el viejo, arrugando el periódico como si intentara estrangularlo—. Eso nos llaman. ¿Lo ve aquí? ¡Mi hermano murió en Buchenwald y me llaman nazi! ¡Qué vergüenza! ¡Malditos
goyim!
Arrojó el diario a un lado y se derrumbó en la silla, meneando la cabeza. Por un breve instante Ben Roi pensó en decir algo, contar al hombre lo mucho que despreciaba a aquellos bienintencionados extranjeros que venían a quejarse y condenar, para luego volver corriendo a sus bonitas y seguras casas y a sus bonitos y seguros países, al tiempo que se felicitaban por ser tan caritativos y solidarios, mientras los pobres y oprimidos palestinos de mierda se dedicaban a hacer volar por los aires a mujeres y niños.
Calló, no obstante. Temía que la furia se apoderara de él si abundaba en la cuestión, que le hundiera en un abismo de negrura y, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, le empujara a gritar y blasfemar, a dar puñetazos sobre la mesa, hasta ponerse en evidencia. No, lo mejor era tener la boca cerrada. Era más seguro. Acarició la menorah que colgaba de su cuello, la apretó como si intentara dominar algo que acechaba en su interior, vació la cerveza, se levantó, tiró un billete de veinte shekels sobre la mesa y salió a la calle, a ver si podía averiguar algo sobre la mujer asesinada y echar una mano al maldito egipcio.
Ohr Ha-Chaim, más descuidada y menos exclusiva que las manzanas circundantes, era una calle empinada, lóbrega y claustrofóbica situada al final del barrio judío, cerca del sector armenio, con suelo pavimentado, lustroso a causa de las incesantes pisadas, y casas altas apiñadas a ambos lados. El número 46 estaba a mitad de la cuesta, un edificio de piedra austero cuya parte superior estaba dividida en apartamentos (cuerdas de tender vacías colgaban en parábolas poco tensas de muchas ventanas), y cuyo sótano se hallaba ocupado por una atestada
yeshiva
, que contaba con su propia entrada. A llegar, Ben Roi consultó la arrugada hoja de libreta donde había anotado los detalles que el egipcio le había proporcionado la tarde anterior, subió hasta la puerta principal y apretó el botón del piso cuarto.
Habría podido ir antes (no había tenido mucho trabajo durante las últimas veinticuatro horas), pero no le había gustado el tono del egipcio ni se sentía inclinado a hacerle ningún favor. De hecho, había pensado en demorarlo todavía más, sobre todo porque la noche anterior, pese a que Ben Roi le había dejado claro que no las deseaba, el muy capullo le había enviado por fax montones de notas sobre el caso, hasta tal punto que la máquina se encalló y comenzó a emitir pitidos y chillidos como un niño lloroso, hasta que, presa de un ataque de furia, la arrancó de su base y la arrojó al otro extremo de la habitación.
No, no sentía el menor deseo de ser útil. Al final, no obstante, había decidido que lo mejor sería acabar de una vez por todas, antes de que Jediva o como quiera que se llamara el muy cabrón empezara a telefonear y dar la lata, cosa que sin duda haría.
Apretó el botón de nuevo y miró por la ventana del sótano las filas de jóvenes
haredim
inclinados sobre sus Talmud, con sus
pe'ot
oscilando como colas de perros de aguas, los rostros cenicientos y de aspecto enfermizo detrás de sus gafas (le habían dicho en una ocasión que Jerusalén era la ciudad con mayor concentración de ópticas de todo el mundo). Su boca se curvó en una mueca despectiva («pingüinos» los llamaba Galia) y apretó el timbre por tercera vez. Obtuvo respuesta al fin.
—Shalom?
Una joven se había asomado a una ventana. Su rostro regordete estaba enmarcado en la tradicional
sheitel
, la peluca utilizada por las esposas de los judíos ortodoxos. Ben Roi explicó quién era y el motivo de su presencia.
—Acabamos de mudarnos —dijo la mujer—. Los anteriores inquilinos sólo vivieron aquí un par de años.
—¿Y antes de ellos?
La mujer se encogió de hombros y se volvió para gritar a alguien que había detrás de ella.
—Con quien ha de hablar es con la señora Weinberg —dijo—. En el número dos. Lleva aquí treinta años. Conoce a todo el mundo. Lo sabe todo.
A juzgar por su tono, debía de opinar que la señora Weinberg era una vieja entrometida. Ben Roi le dio las gracias, paseó la vista sobre el panel de botones y oprimió el timbre del número dos. Apenas había retirado el dedo cuando la puerta principal se entreabrió y reveló a una anciana menuda y arrugada, poco más alta que una niña, que vestía una bata de boatiné y zapatillas baratas, y tenía las manos abultadas y retorcidas por la artritis.
—¿Señora Weinberg? —Sacó su tarjeta de identificación—. Soy el inspector Ben Roi, de la policía de...
La mujer dejó escapar un gritito ahogado y se llevó una mano a la garganta.
—¡Oh, Dios! ¿Qué ha pasado? Se trata de Samuel, ¿verdad? ¡Dígame qué le ha pasado!
Ben Roi aseguró que a Samuel, fuera quien fuese, no le había sucedido nada. Sólo deseaba hacerle algunas preguntas. Acerca de una mujer que había vivido en el piso de arriba. Por un momento, dio la impresión de que la mujer no le creía. Su pecho subía y bajaba, y tenía los ojos empapados en lágrimas de miedo. Se fue calmando poco a poco, y con un gesto le invitó a entrar en su piso, que estaba en la planta baja del edificio, a la derecha del portal.
—Samuel es mi nieto —explicó mientras andaban—. El mejor chico del mundo. Le han destinado a Gaza, Dios nos ayude, durante su servicio militar. Cada vez que pongo las noticias, siempre que suena el teléfono... La preocupación no me deja dormir. Es tan sólo un
boychik
, un niño. Todos son niños.
Le condujo hacia una pequeña sala de estar, estrecha y oscura, con una cómoda grande de madera en un extremo y dos butacas ante un televisor viejo en blanco y negro, sobre el cual descansaba una jaula con un periquito amarillo. Había fotografías por todas partes y un olor persistente a algo dulzón y bastante desagradable que Ben Roi no logró identificar. A mierda de pájaro, quizá, o a alguna fritanga. Intentó no pensar en él. Oyó en algún lugar del piso el parloteo de la Radio del Ejército de Israel.
La anciana le condujo hasta una de las butacas y desapareció un momento para apagar la radio. Regresó con un vaso de zumo de naranja y se lo ofreció. El detective no había pedido nada, pero lo aceptó de todos modos, bebió un sorbo por cortesía y lo dejó sobre la mesita auxiliar que había junto a la butaca. La mujer se acomodó en la otra, recogió del suelo unas hebras enredadas de lana azul y blanca y se puso a tejer con las agujas muy cerca de los ojos. Sus manos se movían con una destreza sorprendente para alguien tan encorvado y artrítico. Al parecer estaba confeccionando una
yamulka
, con parte de la circunferencia ya terminada al final de dos hebras de lana, y Ben Roi sonrió para sí al recordar una anécdota acerca de su abuela, la madre de su padre, quien durante la guerra de 1967 había tejido gorros rojos idénticos para todos los hombres de la compañía de artillería de su hijo, más de cincuenta, y como resultado la compañía se ganó el sobrenombre de las Yamulkas Llameantes, apodo que, por lo que sabía, todavía conservaban.
—¿Cuáles son esas preguntas?
—¿Hummm?
—Dijo que quería hacerme algunas preguntas. Sobre el cuarto piso.
—Sí, claro.
Ben Roi miró la hoja de libreta que todavía sostenía en la mano y trató de concentrarse.
—¿Es por esa tal Goldstein? Porque si no lo he dicho cien veces no lo he dicho ninguna. Va a terminar mal. Vivió aquí dos años, y cuando se fue toda la manzana aplaudió. Recuerdo una vez, era viernes, sabbat, por el amor de Dios...
—Es acerca de una mujer llamada Hannah Schlegel —la interrumpió Ben Roi.
—Ah. —El ruido de las agujas cesó.
—La mujer que vive arriba dice que usted la conocía.
La anciana contempló su labor un momento, después la dejó sobre su regazo y se reclinó en la butaca.
—Algo terrible —musitó—. Terrible. Asesinada. Por árabes. En las pirámides. A sangre fría. Terrible.
Enlazó las manos, cuyos nudillos protuberantes les daban aspecto de corteza de árbol deforme.
—Una mujer muy callada. Muy reservada. Pero siempre decía buenos días. Tenía... —Separó las manos y se dio unos golpecitos en la cara interior del antebrazo izquierdo—. Ya sabe... Números. Auschwitz.
El periquito se puso a cantar de repente, luego enmudeció y empezó a picotearse las patas, moviendo la cabeza arriba y abajo como el corcho de una caña de pescar en aguas agitadas. Ben Roi tomó otro sorbo de zumo de naranja.
—La policía egipcia ha vuelto a abrir el caso —explicó—. Quieren que les proporcionemos algunos detalles personales sobre la señora Schlegel. Trabajo, familia, ese tipo de cosas. Lo básico.
La mujer enarcó las cejas, claras y finas, y siguió haciendo calceta, pero las agujas trabajaban con más lentitud que antes y el círculo de lana de la
yamulka
crecía apenas bajo sus dedos como un alga extraña.
—No la conocía bien —dijo—. No éramos amigas. Un saludo de vez en cuando. Era reservada. Casi nunca sabías si estaba en casa. Todo lo contrario que la señora Goldstein. Siempre sabías si estaba. ¡Los ruidos que se oían!
Oy vey!
Arrugó la cara en un gesto de desagrado. Ben Roi se palpó los bolsillos en busca de un bolígrafo y al cabo de un momento cayó en la cuenta de que no llevaba ninguno. Había uno en un jarrón de cristal que descansaba sobre la cómoda, pero no quería pedirlo, porque podría parecer que era poco profesional. A la mierda, pensó. Tomaré algunas notas cuando vuelva a la comisaría.
—Ya vivía aquí cuando yo me mudé —explicaba la anciana—. Eso fue en 1969. Vinimos de Tel Aviv, Teddy y yo. Agosto de 1969. Él siempre había querido vivir aquí. Yo no estaba tan segura. Cuando vi por primera vez la casa, pensé:
Clog iz mir!
¿Qué estamos haciendo en un vertedero como este? Escombros de los árabes por todas partes, la mitad de los edificios derruidos. Ahora no viviría en ningún otro sitio, por supuesto. Ese es él. —Alzó las agujas para señalar una foto sobre el estante del medio de la cómoda: un hombre rechoncho y bajo, con un sombrero de paño y un
tallit
, de pie ante el Muro Occidental—. Llevábamos casados cuarenta años. No como los chicos de hoy. Cuarenta años. ¡Cómo le echo de menos!
Alzó una muñeca y se secó los ojos. Ben Roi clavó la vista en el suelo, incómodo.
—Ella ya vivía aquí. Cuando llegamos. Se trasladó justo después de la liberación, al parecer.
Ben Roi se removió en su butaca.
—¿Y antes de eso?
La anciana se encogió de hombros y contempló su labor.
—Creo recordar que dijo que había vivido en Mea Sharim, pero no estoy segura. Procedía de Francia. Antes de la guerra. Hablaba en francés para sí cuando bajaba por la escalera.
—Y dice usted que estuvo en Auschwitz.
—Bien, eso me contó el doctor Tauber. Ya sabe, el doctor Tauber, del número dieciséis.
Ben Roi no le conocía, pero no dijo nada.
—Vi su tatuaje un par de veces, por eso supe que había estado en un campo de concentración. Nunca hablaba de ello. Era muy reservada. Pero un día yo estaba hablando con el doctor Tauber (un hombre encantador, murió hará unos cuatro o cinco años, descanse en paz) y él dijo: «¿Sabe esa señora que vive encima de usted, la señora Schlegel?», y yo dije: «Sí», y él añadió: «¿A que no lo adivina?» (era muy bueno contando historias, poquito a poco). «Vinimos juntos en el mismo barco. En 1946. Desde Europa.» Los ingleses intentaron cortarles el paso en Jaffo, por lo visto, pero ellos se lanzaron al mar y fueron nadando hasta la playa. Había más de un kilómetro de distancia. De noche. Y luego, veinte años después, acaban viviendo en la misma calle. ¡Qué casualidad!
Se oyó un ruido de pasos en el piso de arriba, como si alguien estuviera corriendo. La anciana miró al techo.