Read El guardián de los niños Online

Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (24 page)

Vuelve a encontrarse ante un nuevo pasillo y otra serie de puertas. Jan deja la de acero abierta de par en par y entra.

Echa un vistazo tras la primera puerta, que da a una fría habitación con una vieja cama de hierro que carece de colchón. Al traspasar el umbral e iluminar las paredes de cemento, descubre postales amarillentas colgadas con chinchetas y un grafiti ilegible. Podría ser una vieja habitación de hospital, o una celda.

Jan recuerda la Caverna de Bangen, y se apresura a retroceder.

Avanza de puerta en puerta y echa una rápida ojeada a cada cubículo, pero lo único que ve son más paredes frías y viejas camas de hierro. Los pasos de Jan se hacen cada vez más cortos. Nunca ha tenido miedo a la oscuridad, pero aquí abajo la sensación de soledad es asfixiante. Los vanos de las puertas se abren ante él como si fueran grandes bocas negras, dispuestas a tragárselo. ¿Estarán vacíos?

Por fin vuelve a encender el Ángel y se lo acerca a la boca.

—Me he adentrado en el sótano —comienza—, pero no creo que se siga utilizando… Las bombillas están rotas.

El Ángel que sostiene en la mano guarda silencio, pero espera que Hanna esté escuchando.

—Bueno, creo que voy a dar media vuelta…

Entonces se calla: no le resulta seguro hablar aquí abajo.

Con cada palabra que pronuncia crece la sensación de que alguien le escucha, de la existencia de atentos oídos que acechan en la oscuridad.

—Hasta pronto —susurra al micrófono, confiando en que Hanna le esté escuchando, antes de apagar el Ángel.

El pasillo gira bruscamente. Sigue avanzando despacio. Entra en otra habitación con armazones de acero y paños blancos. Sale. ¿Es una sala nueva o ya ha estado antes aquí?

«Continúa.» Da un paso, luego dos, y tres y cuatro…

Jan había tenido miedo de encontrarse con alguna rata mientras gateaba bajo el suelo, pero ahora comprende que la rata es él. Es él quien no se atreve a gemir, el que camina en silencio atento a los sonidos.

Las sombras le rodean. El miedo a la oscuridad se aproxima en silencio. Gira a la derecha y procura no despegarse de la pared.

A primera vista las salas parecen haber estado cerradas durante décadas, pero Jan descubre rastros de visitantes recientes. Sobre una estantería de madera, junto a varios tarros marrones de cristal oscuro encuentra el programa de un partido de fútbol local. Al desenrollarlo, observa que es de la temporada anterior.

Un poco más allá ve una pintada escrita sobre los azulejos de una pared. Cerca del techo alguien ha garabateado con un rotulador: «JESÚS SÁLVAME CON TU SANGRE», y en otra pared, cerca del suelo, se lee una petición imperiosa: «¡QUIERO UNA MUJER CALIENTE!». Al parecer, han utilizado el mismo rotulador para escribir ambas frases.

Aunque el subterráneo es frío, Jan está sudando.

Aparta a un lado una cortina de plástico rasgada y descubre un viejo escritorio con los cajones cerrados. Se acerca y tira de ellos, pero están cerrados con llave.

Desiste y mira pensativo el techo.

Rami se encuentra encima de él. Según Hanna, las mujeres del hospital se distribuyen en dos alas. Pero ¿cómo podrá subir hasta ellas?

¿Y dónde se encuentra Ivan Rössel? Aquí, en la oscuridad, casi puede sentir su presencia, y Jan recuerda su sonrisa en la pantalla del ordenador. Pero supone que Rössel y el resto de los pacientes peligrosos estarán encerrados.

De pronto, Jan oye un estruendo. Es vago y lejano, y llega seguido de un grito prolongado, como un eco.

No sabe de dónde procede con exactitud. Quizá solo sean imaginaciones suyas, pero se detiene y escucha, inmóvil.

No se oye nada más, y finalmente se da media vuelta. El ruido, la oscuridad y la soledad que reinan aquí abajo se tornan insoportables. Ya es muy tarde, y la luz del Ángel es cada vez más débil.

Jan emprende el regreso hacia el interior de la sala y apunta con la linterna a su alrededor, hacia los oscuros umbrales. ¿Por qué puerta ha entrado? No lo recuerda.

Elige una de ellas, una de la derecha. Detrás hay un largo pasillo, y de repente ve una luz. Jan sigue adelante, dobla una esquina y llega a una sala grande con una iluminación tenue. En el otro extremo hay una ancha puerta de cristal con unas letras verdes que indican: «SALIDA». Tras la puerta se ve una escalera de piedra que conduce hacia arriba.

Jan comprende que ha encontrado la escalera que lleva a las plantas del hospital, y da un paso adelante lleno de ansiedad, pero se detiene en seco.

Sobre la puerta de cristal hay una caja metálica con una escrutadora lente negra.

Una cámara.

Si se acerca a la puerta la cámara lo descubrirá. Así que da media vuelta, regresa al interior de la sala, y elige la puerta de la izquierda.

Esta da a un pasillo de solo tres metros de largo, que acaba en una puerta de acero cerrada.

Jan se ha perdido.

El pánico se apodera de su mente y de sus piernas, pero él las obliga a dar la vuelta y caminar despacio sobre el suelo de azulejos. No hay problema, encontrará el camino correcto si se mueve y prueba todas las puertas. Barre las paredes con la mortecina luz del Ángel y elige una al azar. Tras ella hay un largo pasillo con un aspecto antiguo y extraño, pero entra en él y pasa de largo otras dos puertas cerradas antes de que el corredor acabe en una tercera. Una sencilla puerta de madera.

Baja el Ángel y abre la puerta, y de repente le deslumbra una luz cruda y fuerte. Ve tubos fluorescentes y un largo techo. Siente una ráfaga de aire caliente y olor a cloruro, y ve reguladores y lámparas parpadeantes en grandes cajas de metal. Oye el zumbido y los latidos de grandes ventiladores y motores, y más allá hay un raíl en el techo y cestos repletos de sábanas y ropa.

Jan comprende que se encuentra en la lavandería. La lavandería del hospital Santa Patricia.

No está solo. Un hombre alto y delgado enfundado en un mono gris se encuentra encorvado de espaldas a él, doblando sábanas, a apenas cinco o seis metros de distancia. El hombre lleva un pequeño reproductor de música en el cinturón, con unos cables que le llegan a los oídos, y todavía no ha descubierto a Jan. Pero si se diera la vuelta…

Jan no espera a que lo haga: cierra la puerta de la lavandería, deprisa y sin hacer ruido. Regresa por el pasillo a la sala, y se dirige a la otra puerta. Ha estado a punto de ser descubierto, y sin embargo se siente más tranquilo. Hay gente en el sótano, gente normal que trabaja…

Entonces oye otro sonido, más cercano.

A través de uno de los vanos, alguien entona en voz baja una especie de cántico religioso.

Se trata de un coro de varias voces. Entonan un viejo salmo, pero resuena demasiado entre las paredes de azulejos para que Jan pueda entender alguna palabra.

¿Serán empleados o pacientes?

Jan no desea saber quién canta a estas horas de la noche. Avanza con cuidado, pegado a la pared, dispuesto a echar a correr en cualquier momento.

Por fin encuentra el camino. Regresa al pasillo de las pequeñas celdas y desde allí pasa por la primera sala hospitalaria y llega al refugio. Se siente casi a salvo.

Esta vez no necesita gatear bajo el suelo: desde este lado puede abrir la puerta de acero y entrar en Calvero a través del refugio.

El calor y la luz retornan, y Jan apaga el Ángel.

Es cerca de medianoche, pero Hanna aún está despierta cuando Jan regresa a la escuela infantil. Clava la vista en él, casi alegre, y por unos instantes Jan se olvida de Rami.

—Te he escuchado —anuncia ella, y alza el Ángel—. Alto y claro.

—Bien —responde Jan.

—¿Has visto algo ahí abajo?

—No mucho. —Respira hondo y se seca la frente—. El sótano es como un laberinto, con pasillos y viejas salas de hospital, y creo que he oído voces…

—¿Has encontrado algún camino a las plantas? ¿O un ascensor?

Jan niega con la cabeza.

—Solo he llegado hasta la lavandería… Había gente.

—¿Gente? ¿Hombres o mujeres?

—Un hombre. Se trataba de algún empleado… pero no me ha visto.

Hanna asiente, pero no parece interesada.

—Así que ha sido una visita inútil.

—No —contesta Jan—. He aprendido a orientarme allí abajo.

Bangen

Jan veía la verja con el alambre de espino cada vez que se sentaba a la mesa de su habitación. No podía evitarlo, era por lo menos el doble de alta que él. Primero había una extensión de césped, luego estaba la verja y, tras ella, un camino que desaparecía en dirección a la ciudad.

Comprendió que la verja lo retenía dentro de Bangen, pero que también lo protegía del resto del mundo.

¿Qué había hecho para acabar allí dentro?

Miró las vendas de sus muñecas. Sabía qué había hecho.

Le había pedido a Jörgen papel y plumillas para dibujar. Trazó un rectángulo en el papel y comenzó una nueva serie de viñetas. El Tímido, su superhéroe, luchaba contra la Banda de los Cuatro en el fondo de un oscuro barranco. El Tímido era invulnerable a todo menos a la luz intensa, y esa era la razón de que la banda intentara lanzarle rayos láser.

De pronto llamaron a la puerta. Un segundo después se abrió, sin que le hubiera dado tiempo a responder.

Un hombre con un jersey de lana gris asomó la cabeza. No era Jörgen. El hombre tenía barba y la cabeza rapada.

—Hola, Jan —saludó—. Me alegro de que estés levantado.

Jan no respondió.

—Me llamo Tony… Soy psicólogo. Solo queremos comprobar tu cuadro médico.

Un psicólogo. Ahora empezarían a hurgar en su cabeza.

Tony se hizo a un lado para dejar pasar a un enfermero, que se acercó a Jan con un estetoscopio y bruscas manos. Apretó, escuchó, apartó el vendaje de Jan y examinó las heridas que surcaban sus muñecas.

—Parece que ya está bien —anunció el enfermero por encima del hombro—. Se ha restablecido casi por completo.

—Físicamente —añadió Tony.

—Sí… De su alma tendrás que encargarte tú.

Ninguno de ellos se dirigía directamente a Jan, y el enfermero no vio la quemadura. Cuando acabó, se puso en pie sin decir palabra.

—¿Podré irme a casa? —preguntó Jan a su espalda.

No obtuvo respuesta. Tony ya había cerrado la puerta.

Jan dejó de dibujar después de apenas diez viñetas. Se tumbó en la cama y miró el techo. Se quedaría en Bangen hasta que alguien lo soltara. Estaba acostumbrado a que los demás decidieran por él.

Permaneció tumbado, no deseaba salir de la habitación.

La música de guitarra le llegaba a través de la pared. La chica de la habitación contigua seguía tocando los acordes, una y otra vez, pero ahora sonaban más rápidos. Y había comenzado a cantar.

Jan giró la cabeza hacia la pared y escuchó. La letra era en inglés, pero comprendió la mayor parte. Rami entonaba con dulzura una canción sobre una casa en Nueva Orleans llamada «The Rising Sun», que había arruinado la vida de muchas chicas. Cantó la misma estrofa una y otra vez, antes de reconocer ante Dios que ella era una de esas chicas echadas a perder.

Cuanto más oía la música, más ganas tenía de entrar en la habitación de la muchacha. No deseaba solo escuchar, también quería verla cantar.

Se incorporó de golpe y cogió la silla. Era de madera y tenía un delgado asiento. Comenzó a golpearla al ritmo de los acordes de la guitarra. Había tocado la batería en la orquesta de la escuela, así que mantuvo el ritmo y lo hizo bastante bien. A pesar de que ninguno de sus compañeros le pidió nunca formar parte de un grupo de rock, durante dos años se había divertido tocando marchas suecas y alemanas.

Jan no encontraba motivos para vivir, pero era bueno llevando el ritmo.

Aporreó la silla con más fuerza. Se encontraba tan sumido en el cuatro por cuatro que no se percató de que la guitarra de la habitación contigua había dejado de sonar. No paró hasta que la puerta se abrió de pronto. Se trataba de la chica de la guitarra.

—¿Qué haces?

No mostraba enfado, tan solo curiosidad. Jan se quedó paralizado con las manos sobre la silla.

—Toco el tambor.

—¿Sabes hacerlo?

—Un poco.

La muchacha siguió mirándolo, pensativa. Era alta y delgada, observó Jan, muy bonita, aunque apenas tenía curvas.

—Ven conmigo.

La muchacha se dio la vuelta, como si tuviera claro que Jan la seguiría. Y él lo hizo.

Salieron al pasillo desierto, se dirigieron a la izquierda, y la muchacha abrió la segunda puerta a la izquierda, cuyo cartel indicaba: «ALMACÉN».

—De aquí se pueden tomar cosas prestadas —anunció.

El almacén era pequeño, pero estaba repleto de estanterías. Algunas contenían libros, otras raquetas de ping-pong o montones de piezas de ajedrez y juegos de mesa.

Jan observó que había papel y bolígrafos, y también cuadernos. Jörgen debía de haber cogido el papel de aquí.

—¿Escribes? —preguntó la chica.

—A veces… También dibujo.

—Yo también —contestó ella, y cogió un grueso cuaderno negro—. Toma este… Así podrás escribir un diario.

—Gracias.

Jan nunca había escrito nada sobre sí mismo, pero lo tomó.

En un par de estanterías había instrumentos musicales, y la muchacha se dirigió hacia ellos.

—Fue aquí donde encontré la Yamaha.

—¿La Yamaha?

—Mi guitarra.

Junto a las estanterías había una batería. Era minúscula, apenas una gastada caja, un bombo y un platillo, pero la muchacha se acercó y agarró la caja.

—Puedes utilizar esta.

Jan cogió el platillo y las baquetas. La muchacha encabezó el regreso hasta su propia habitación.

—Pasa.

Jan dudó un instante, pero traspasó el umbral. Miró sorprendido alrededor: mientras que su habitación era blanca, esta era negra como el carbón. Parecía una especie de estudio; la chica había cubierto las paredes con grandes telas negras.

Se sentó en la cama con la guitarra.

—Yo tocaré la guitarra y tú la batería. ¿Vale?

—De acuerdo.

—Empieza tú.

Jan tomó las baquetas y empezó a tocar. Comenzó con un tranquilo cuatro por cuatro, golpeando el platillo en el primer y tercer compás. Después de un rato se hizo con el ritmo, sonaba bastante bien.

Vio que la muchacha cabeceaba sentada al son de la música. Escuchaba, confiaba en él. Era algo a lo que no estaba acostumbrado. Ella abrió la boca y empezó a cantar, con la misma voz un poco ronca con la que hablaba:

Other books

Derive by Jamie Magee
The Sheikh's Secret Son by Kasey Michaels
Half-Resurrection Blues by Daniel José Older
Servant of the Dragon by Drake, David
Snowflakes & Fire Escapes by Darhower, J. M.
A Previous Engagement by Stephanie Haddad
Cold Black Earth by Sam Reaves
Wicked Angel by Celia Jade
Extra Time by Morris Gleitzman