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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (25 page)

Hay una casa en Nyåker

llamada Sol Naciente.

Ha arruinado muchas vidas,

y allí llegué…

Al parecer solo tenía una estrofa, pues la cantó dos veces y después calló. Jan dejó de tocar la batería, y la habitación quedó en silencio.

Se miraron.

—Bien —dijo ella—. Vamos a hacerlo una vez más.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Jan.

—Rami.

—¿Rami?

—Ahora solo Rami. ¿Te molesta?

Jan negó con la cabeza. Y a continuación, sin pensarlo, se le escapó una pregunta:

—¿Por qué estás aquí?

Rami apenas necesitó medio segundo para meditar y responder, como si no le diera importancia.

—Porque mi hermana mayor y yo hicimos algo… una estupidez. Sobre todo mi hermana mayor. Ella se largó a Estocolmo y ahora está escondida. Pero yo no pude acompañarla, así que acabé aquí.

—¿Qué hicisteis?

—Intentamos envenenar a nuestro padrastro. Es un baboso.

Se hizo un silencio. Jan no sabía qué decir. De repente se oyó un grito:

—¡Jan! ¡Jan Hauger!

Se sobresaltó, pero aquella interrupción le ayudó a tranquilizarse, y abrió la puerta.

Se trataba de un celador, el que se parecía a Jesús pero se llamaba Jörgen.

—Te llaman por teléfono, Jan.

—¿Quién?

—Un amigo tuyo.

¿Un amigo? Jan lanzó una mirada a Rami. Ella asintió.

—Luego seguimos.

La sala de personal se encontraba en la otra punta de Bangen. Jörgen le mostró el camino, luego cerró la puerta y le dejó solo.

Había una cama, una mesa y un teléfono. El auricular estaba descolgado, lo cogió.

—Hola, soy Jan.

—¿Hauger? Idiota. Eres un perdedor…

Jan no reconoció la voz. No dijo nada, se quedó sin aliento. Pero la voz al otro lado de la línea tenía energía de sobra.

—Así que estás vivo —continuó—. Deberías haber muerto… creíamos que estabas muerto. ¿Tampoco eres capaz de matarte?

Jan escuchaba y sudaba como si estuviera en una sauna. Lo peor eran las manos, le sudaban tanto que el auricular casi se le resbala.

—¿Sabes qué hemos contado en la escuela, Hauger?

Jan permanecía callado.

—Que hemos visto cómo te masturbabas en la ducha. Te masturbabas y gemías.

—Eso es mentira.

—Bueno, pero nadie te creerá.

Jan tomó aliento.

—Yo no he dicho nada. Nada sobre vosotros.

—Lo sabemos… Y si lo haces te mataremos.

—Ya lo estáis haciendo —respondió Jan.

Recibió una carcajada como respuesta. Se oían distintas risas, como si hubiera varios chicos en torno al teléfono.

A continuación colgaron.

Jan se miró los pantalones. La entrepierna estaba húmeda y caliente: se había meado encima.

34

Jan se siente agotado cuando regresa a casa a medianoche. No es que tenga el cuerpo cansado, es su mente la que no puede más. La visita al sótano de Santa Psico le ha dejado sin energías.

Pero duerme tranquilo el resto de la noche, se despierta a las siete y media y una hora después sale en bicicleta hacia la escuela infantil. Le espera el turno de día.

Todo en el jardín se encuentra como de costumbre. Los columpios están vacíos y algunas palas de plástico yacen olvidadas en el cajón de arena, esperando a los niños.

Sin embargo, al abrir la puerta comprueba que algo no va bien. Hanna y Andreas se hallan en el guardarropa con algunos niños. Hanna no debería estar allí, tendría que haberse ido a casa hace una hora.

—Hola, Jan —saluda Andreas.

Jan esboza una sonrisa a sus compañeros, pero ninguno se la devuelve. Así que pregunta:

—¿Va todo bien?

Andreas asiente.

—Sí, todos están bien… pero se ha convocado una reunión.

—Una reunión de personal —anuncia Hanna.

—¿Una reunión tranquila, quizá? —apunta Jan.

—No sé… Lo dudo.

Andreas no muestra curiosidad alguna. Jan asiente e intenta mostrarse indiferente, pero al quitarse la chaqueta su mirada se cruza con la de Hanna durante medio segundo. Sus ojos azules están tan vacíos e indescifrables como de costumbre, y ella enseguida aparta la vista.

Un cuarto de hora más tarde todos están sentados a la mesa de la cocina. Menos Marie-Louise, que se encuentra de pie delante de sus empleados. Se arregla la blusa, carraspea y se frota las manos.

—Tenemos que hablar de una cosa —anuncia—. De algo muy serio. Como todos sabéis, aquí en Calvero las normas de seguridad tienen especial importancia, pero lamentablemente algo ha fallado. —Hace una pausa y prosigue—: Cuando he llegado esta mañana a la escuela, sobre las siete… he encontrado la puerta de seguridad del sótano abierta, casi de par en par.

Mira a los empleados, pero nadie dice nada. Jan se esfuerza por no desviar la mirada.

—Hanna, tú y yo hemos hablado de esto antes de que los otros llegaran —continúa Marie-Louise—, y dices que no sabes qué ha podido suceder.

Hanna asiente. Su mirada es clara, franca e inocente. Jan está impresionado.

—Bueno, lo de la puerta es muy extraño —contesta—. Estoy segura de que estaba cerrada cuando me acosté.

Marie-Louise la observa.

—¿Estás completamente segura?

Hanna aparta la vista, pero solo un segundo.

—Prácticamente.

Marie-Louise suspira ante esa respuesta. Endereza la espalda.

—Tiene que permanecer siempre cerrada. Siempre.

La atmósfera se siente pesada. Jan está sentado junto a Hanna, pero no abre la boca. Mira con ojos inexpresivos a Marie-Louise e intenta recordar si fue él quien se dejó la puerta abierta al salir del só tano.

De pronto se oye una voz alegre.

—¡Hola, ciudadanos!

Todos vuelven la cabeza. Se trata de Mira, se ha acercado a la puerta del cuarto y esboza una sonrisa mellada a los adultos. Jan sabe que hace unos días aprendió la palabra «ciudadano» y ahora la utiliza siempre que puede.

—Hola, Mira —responde Marie-Louise enseguida—. Ahora vamos. Los mayores tenemos que hablar un poquito más…

—¡Pero es hora de que Ville y Valle se vayan a dormir! ¡Hay que acostarlos!

—Jan —dice Marie-Louise en voz baja—, ¿puedes ir a acostar a las muñecas de Mira?

—Sí, claro.

Está contento de abandonar la habitación y la incómoda reunión. Siente el fino hilo de secretos y mentiras tejido entre Hanna y él, y tiene miedo de que alguien pueda verlo.

—¡Hola, ciudadano!

—Hola, Mira.

Parece contenta de que sea Jan quien haya acudido al dormitorio para ayudarla. Se sientan junto a la cama de Mira y Jan toma a las dos muñecas y las acuesta bajo la manta.

Jan se siente más relajado en la habitación. Se ocupa de todo, se cerciora de que Ville y Valle estén juntos en la cama, con sus cabezas de tela sobre la sábana, que estira con cuidado. Pero tiene la mente en otra parte.

Piensa en la puerta abierta del sótano. Si fue él quien se olvidó de cerrarla, tendría que haber estado más atento. De lo contrario, tarde o temprano acabarán colocando una cámara en la escuela.

—Así —dice—. ¿Está bien así, Mira?

La niña asiente y se inclina sobre la cama. Cada muñeca recibe una caricia en la cabeza, y entonces se aparta. Se mete el dedo en la nariz y mira a Jan.

—¿Qué quería el señor? —pregunta—. ¿Llevarse a Ville y Valle?

Jan se la queda mirando.

—¿Qué señor?

Mira se saca el dedo de la nariz.

—El señor… que estuvo aquí dentro.

—No ha entrado ningún señor.

—Sí —responde Mira muy convencida—. ¡Lo vi cuando estaba oscuro!

—¿Esta noche, quieres decir?

Asiente.

—Estaba ahí.

Mira señala el suelo junto al pie de su cama. Jan mira pero no dice nada, no sabe qué decir.

—Era un sueño —responde al fin—. Solo soñaste que había un hombre ahí.

—¡No!

—Sí, Mira. A veces soñamos. Sueñas con cosas que no existen, como que estás fuera jugando cuando en realidad estás en la cama. ¿No es cierto?

Mira reflexiona y asiente. Jan ha convencido a la niña, pero no a sí mismo. ¿Un hombre en la habitación de los niños?

—Bien —dice—. Es hora de que Ville y Valle duerman.

Abandonan la habitación. Mira sale corriendo primero y parece haber olvidado lo que ha contado.

Jan no lo ha olvidado. Regresa al cuarto de empleados, pero la mesa está vacía. Solo queda Andreas, que está lavando su taza. Jan se acerca, se sirve otra taza de café y pregunta sobre la marcha:

—¿Se ha acabado la reunión?

—Sí.

—¿Habéis tomado alguna decisión?

—Bueno —responde Andreas—. La puerta debe permanecer siempre cerrada. Así que tendremos que cerrar cuando volvamos del sótano y asegurarnos de que el resto también lo haga.

—Me parece bien —apunta Jan.

De pronto oye cómo se cierra la puerta de la calle a su espalda, y se da la vuelta.

Se trata de Hanna, que acaba de marcharse. Se ha puesto el abrigo y regresa a casa después del turno de noche.

Jan se pone las botas y sale corriendo tras ella. La alcanza junto a la cancela y la llama en voz queda.

—Hanna.

Ella se detiene y se da la vuelta, pero lo mira como si no se conocieran.

—Me voy a casa —contesta—. ¿Qué pasa?

Jan mira a su alrededor: la parte delantera del jardín está desierta, no hay niños ni empleados. Sin embargo, no se atreve a hablar demasiado.

—Mira ha tenido pesadillas.

—¿Y…?

La voz de Hanna suena fría y neutra. Jan baja la suya.

—Soñó con un hombre.

—¿Ah, sí? No es la primera vez, es…

—Dice que estuvo en el dormitorio anoche, junto a su cama.

Hanna lo observa con mirada inexpresiva, y Jan baja la voz aún más, hasta convertirla en un susurro:

—Hanna… ¿por las noches dejas que entre alguien en la escuela? ¿Puede haber entrado algún paciente en la habitación de los niños?

Ella baja la vista.

—No te preocupes. Era un amigo.

—¿Un amigo? ¿Un amigo tuyo?

Hanna no responde, solo mira el reloj y comienza a caminar.

—Mi autobús llegará en cualquier momento.

Jan suspira y la sigue.

—Hanna, tenemos que…

Ella lo interrumpe sin mirarlo.

—No puedo hablar más de esto. Debes confiar en mí… no pasa nada. Nosotros sabemos lo que hacemos.

—¿Nosotros? ¿Quiénes sois «nosotros», Hanna?

Ella no se detiene, abre la verja y la cierra tras sí.

Jan se queda parado y ve cómo Hanna se aleja por el camino. Piensa en un viejo chiste, que no le parece especialmente gracioso:

«—¿Quién era la señora con la que te vi ayer?

»—No era una señora, era mi mujer».

Mientras regresa a la escuela infantil, recuerda la pregunta de Mira:

«Jan, ¿quién era el señor que anoche vi junto a mi cama?».

Y se responde:

«No era un señor. Era Ivan Rössel».

35

De camino a casa tras finalizar su jornada en la escuela infantil, Jan toma una decisión: se acabaron las visitas secretas a Santa Psico. No volverá a bajar al sótano, ni a subir a la sala de visitas. La reunión con Marie-Louise le ha convencido.

Cree que no fue él quien se olvidó de cerrar la puerta. Lo más seguro es que fuera Hanna, pero en realidad no importa. Hanna también debería terminar con sus visitas nocturnas a la clínica.

No «debería»: «debe» hacerlo.

Cuando llega a casa y abre la puerta, ve que hay correo nuevo.

Un grueso sobre descansa sobre la alfombra del recibidor, aunque no va dirigido a él, claro; Jan ejerce solo de mensajero. En el sobre está escrito: «S. P.».

Suspira en silencio y pasa por encima del sobre. Entra en el recibidor sin querer siquiera tocarlo. Pero el sobre no puede quedarse ahí. Acaba recogiéndolo y, mientras lo sostiene en la mano, decide abrirlo.

Treinta y seis cartas de diferentes tamaños, ese es el contenido. Jan las ojea despacio sentado a la mesa de la cocina. No hay ninguna dirigida a Maria Blanker, pero once de ellas son para la misma persona:

Ivan Rössel. Al parecer tiene muchos amigos epistolares.

¿Qué querrán de él?

Jan reflexiona durante unos segundos y piensa en Hanna, y en la puerta abierta del sótano. A continuación toma una de las cartas de Rössel. Se trata de un sobre blanco corriente, sin remitente, pero torpemente cerrado.

Coge un cuchillo, lo introduce por la solapa del sobre y consigue des pegarla. La carta está abierta.

Leer a escondidas… No le gusta esa expresión; sin embargo, introduce dos dedos en el sobre y saca con cuidado el contenido. Se trata de varias hojas de papel fino, cubiertas de una caligrafía esmerada:

Mi queridísimo Ivan:

Vuelvo a ser Carin. Carin de Hedemora, no sé si te acuerdas. Me he dado cuenta de que en la última carta olvidé hablarte sobre mis dos perros. Tengo dos, un tax & un terrier. Se llaman Sammy y Willy & se llevan muy bien uno con el otro & yo con ellos. Es maravilloso cuando salimos.

Soñar me resulta muy tentador, porque generalmente suelo estar muy estresada con todo lo que tengo que hacer en mi vida. ¡Tantas responsabilidades…! Siempre hay montones de recibos y tengo un trabajo al que acudir y al que no puedo faltar ni un día más. Y Sammy y Willy tienen que salir y hay que darles de comer y cuidarlos todos los días.

Pero pienso mucho en ti, Ivan. Te mando todo mi amor. El calor de mi alma se eleva como un fuego brillante hacia el cielo y desciende hasta tu habitación, al interior de tu corazón. Siento tanto Amor y Ternura por ti, he leído todo lo que se ha escrito sobre ti.

Sé que todos los que vivimos al otro lado de los muros de la cárcel podemos estar tan prisioneros en la vida como vosotros, los que estáis encerrados tras ellos, y he pensado mucho en cómo se podrían escalar todos los muros que nos rodean. Pero tú me haces libre y anhelo el momento de verte…

La carta continúa tres páginas más, repletas de largas declaraciones de amor a Ivan Rössel y de sueños de una vida en común. También adjunta la fotografía de una mujer sonriente entre dos perros.

Jan dobla las hojas y las guarda con cuidado. A continuación busca pegamento y vuelve a cerrar el sobre. No abre ninguno más.

Una carta de amor a Ivan Rössel. Por lo menos eso es lo que parece. Jan ha leído que los criminales famosos que acaban siendo encerrados suelen recibir muchas cartas de admiradoras, montones de cartas de personas a las que nunca han conocido. Cartas de mujeres que desean ayudarlos a ser mejores personas. ¿Querrán todas las remitentes ayudar a Rössel?

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