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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (26 page)

Luego piensa en Rami, y en la carta que él le envió. Pero su amor es diferente. Completamente diferente.

«La ardilla quiere saltar la verja —había respondido ella—. La ardilla quiere abandonar la rueda.»

Sucedió hace dos semanas, y él no ha contestado. Se había prometido no enviar más cartas.

Sin embargo, saca una hoja de papel. Si Rami se encuentra realmente en la clínica bajo el nombre de Blanker, y si él le escribe una carta… ¿qué le dirá? No quiere parecer un extraño loco enamorado como Carin de Hedemora.

Jan desea contarle quién es. Así que coge el bolígrafo y escribe:

Hola:

Me llamo Jan y creo que nos encontramos hace mucho tiempo en otra ciudad, en un lugar llamado Bangen. Recuerdo que entonces te llamabas Alice, pero estabas cansada de ese nombre. Tocabas la guitarra, yo la batería, y hablamos mucho. Me gustaba hablar contigo.

Y ahora estás internada en el hospital Santa Patricia. No sé por qué, eso no me importa. Lo importante es que quiero ayudarte.

He hecho algo: he coloreado los libros que creo que dejaste en la escuela infantil, pero quiero hacer algo más. Mucho más.

Quiero encontrar un camino en la vida para nosotros dos y ayudarte a…

Jan se queda con el bolígrafo suspendido y medita la palabra. ¿«Escapar»?, ¿es esa la palabra que desea escribir? No, no puede escribir eso si no es la propia Rami la que lo desea.

En Bangen ella había hablado a diario de escaparse. Quería largarse de la clínica juvenil, marcharse a Estocolmo para encontrarse con su hermana mayor. Apenas tenía catorce años y grandes planes.

Jan, en cambio, carecía de grandes planes. Solo deseaba estar con Rami.

«El amor verdadero no muere de muerte natural. Lo asesinan quienes nos dirigen.»

Eso es lo que debería haber escrito. La carta no le ha quedado bien, así que la estruja y comienza una nueva:

Maria,

Me llamo Jan Hauger y trabajo en Santa Patricia, pero no en el hospital. Soy profesor de la escuela infantil, aunque a veces me siento como un lince. Tú ahora tienes un nombre nuevo y te ves como una ardilla, pero cuando nos conocimos te llamabas Alice Rami, ¿verdad?

Estoy casi seguro de que es así, y de que te conocí en otra ciudad, en un lugar llamado Bangen, donde yo era tu vecino de habitación. Tocábamos juntos y nos contábamos secretos, y nos prometimos que cada uno haría una cosa cuando saliéramos de allí. Sellamos una especie de trato.

Me gustaría verte de nuevo y hablar contigo sobre ese trato, porque yo cumplí mi parte y creo que tú también cumpliste la tuya…

Bangen

—¡Mira!

El grito de Rami hizo que Jan se sobresaltara. Estaba sentado en el suelo, acompañando a la batería los acordes de la guitarra de ella. El ritmo tranquilo le había adormecido, pero de repente ella dejó de tocar. Rami se levantó de la cama y se acercó a la mesa junto a la ventana. Señaló a lo lejos.

—¿Has visto mi animal protector?

Jan dejó de tocar.

—¿Qué?

—Está allí fuera, en el césped.

Jan no comprendió de qué hablaba, pero se puso en pie y miró por la ventana. Vio una pequeña figura marrón dando saltitos sobre la hierba. Después de cada brinco, se quedaba parada y miraba alrededor, antes de dar el siguiente salto.

—Es una ardilla —dijo Jan.

—Las ardillas traen suerte, eso dice mi abuela Karin —comentó Rami junto a la ventana—. He sido yo quien la ha hecho venir… Y puedo hacer que se vaya, dejarla en libertad.

Y, casi al mismo tiempo, la ardilla giró y se dirigió hacia la verja. Brincó hasta los agujeros de la valla, se agarró con las patas y trepó por ella. A continuación dio un impresionante salto hacia la rama de un árbol que crecía al otro lado de la cerca. Alcanzó el extremo de la rama, corrió hacia el interior del árbol y desapareció.

—Eso es, en libertad… —Miró a Jan—. Esos eran mis pensamientos escapándose por la verja. ¡Ahora son libres!

Jan volvió a mirar a Rami para ver si hablaba en serio, y sí que lo hacía. Por lo menos, no sonreía.

De pronto, Jan se dio cuenta de que se había inclinado hacia delante y se encontraba muy cerca de ella. Sintió su olor, una mezcla de hierba y resina. Aquello empezaba a resultar algo embarazoso. Tenía que decir algo:

—¿Así que… te llamas solo Rami?

Ella asintió.

—Antes me llamaba Alice, pero con Rami es suficiente. —Volvió a la cama y cogió la guitarra, tocó un par de acordes y miró a Jan—. ¿Sabes qué deberíamos hacer?

—¿Qué?

—Dar un concierto —dijo Rami—. Ensayaremos un poco más y luego tocaremos para los fantasmas.

—¿Qué fantasmas?

—Todos los prisioneros de Bangen.

Jan asintió, aunque él no se consideraba un preso. Para él la verja era una protección contra el resto del mundo.

De repente se abrió la puerta de la habitación de Rami. Una mujer de pelo negro y grandes gafas se asomó.

—¿Alice?

Rami se puso rígida al ver a la mujer.

—¿Qué?

—No te olvides de nuestra hora de terapia. A las tres.

Rami no respondió.

—Solo hablaremos un rato —anunció la mujer—. Sé que te sentará bien.

La puerta se cerró.

—La Psicocharlatana —resopló Rami—. La odio.

En su tercera mañana en Bangen, Jan se hallaba en su habitación dibujando la historieta de
El Tímido y la Banda de los Cuatro
. Las sábanas estaban hechas un revoltijo sobre la cama. Ahora ya estaban secas, pero cuando se despertó las había encontrado mojadas.

Sobre la mesa reposaba el diario, el cuaderno que Rami le había dado. En la portada había pegado la polaroid que ella le había hecho, y luego se había puesto a escribir. Había narrado todo lo que le había sucedido durante las últimas semanas, las cosas que le había contado Rami y sus propios pensamientos. Había acabado rellenando varias páginas con párrafos y más párrafos. Le resultaba extraño.

Entonces llamaron a la puerta. Hizo como Rami y no respondió, pero aun así se abrió.

Apareció un rostro barbado. Se trataba del psicólogo, Tony.

—Hola, Jan. ¿Podemos hablar un rato?

Jan se quedó paralizado.

—¿De qué?

—De un muchacho llamado Jan Hauger. —Tony esbozó una sonrisa—. Ven, subamos a mi despacho.

Jan permaneció sentado a la mesa con el lápiz y el papel. Recordó la advertencia por teléfono. No pensaba contar nada.

Pero el psicólogo esperó con paciencia, hasta que Jan cedió. Se puso en pie y lo siguió.

Pasaron de largo el comedor y siguieron por la escalera hasta el piso de arriba. Allí había un pasillo con varias puertas de oficina.

El psicólogo lo introdujo en una de ellas.

—Siéntate.

A continuación se sentó tras el escritorio, y durante unos minutos leyó diversos informes de una carpeta. Jan permaneció sentado en silencio, mirando por la ventana. El cielo estaba azul, el sol brillaba sobre los charcos de nieve derretida del aparcamiento del hospital.

El psicólogo miró de repente a Jan.

—¿De dónde sacaste las pastillas para dormir?

La pregunta pilló por sorpresa a Jan, que respondió de manera automática:

—Eran de mamá.

—Y la cuchilla de afeitar… ¿era de tu padre?

Jan asintió.

—¿Hay que interpretarlo de una forma simbólica?

—¿Interpretarlo?

Jan no entendía, y el psicólogo se inclinó hacia delante.

—Bueno… Eso de tragarte las pastillas de tu madre, y cortarte las muñecas con la cuchilla de tu padre, ¿se trataba quizá de una especie de protesta? ¿Un gesto de rebeldía contra tus padres?

Jan no había pensado en ello. Tampoco lo hizo ahora, solo negó con la cabeza y dijo en voz baja:

—Sabía dónde estaban… Dónde las guardaban.

—De acuerdo… Entonces, resumiendo, lo que sucedió hace tres días fue que te tragaste quince pastillas, te cortaste las muñecas y te lanzaste al lago que hay junto a tu casa, ¿no fue así?

Jan guardó silencio. Sí, eso fue lo que pasó. Pero las cosas que el psicólogo afirmaba que él había hecho ahora resultaban muy vagas, casi como un sueño. Como una historieta animada.
El Tímido y el pantano
.

—Es un pantano —dijo al cabo.

—Vale, el lago era un pantano —respondió Tony—. Pero uno también se puede ahogar en un pantano, ¿verdad?

—Sí.

Jan no deseaba pensar en cómo se sintió cuando no podía respirar. Bajó la mirada a la alfombra de debajo de la mesa. Era verde.

—El caso es que un par de buenas personas que pasaban por allí te sacaron del pantano, y te llevaron en ambulancia al hospital regional… Después te trasladaron aquí, al departamento de psiquiatría infantil y juvenil. Y aquí estamos ahora.

—Sí.

Se hizo el silencio en la habitación.

—Querías morir en el pantano —dijo Tony—. ¿Todavía lo deseas?

Jan volvió a mirar por la ventana. Más allá del aparcamiento había grandes edificios hospitalarios con muchas plantas, construidos en acero y cristal. El sol brillaba en los cristales. Cuando saltó al agua helada le pareció invierno, pero allí fuera ahora parecía primavera.

Este era un mundo seguro. Estaba encerrado, pero se sentía seguro.

—No —respondió.

Lo sabía: estando a resguardo en Bangen, no deseaba morir.

—Bien —dijo Tony—. Muy bien, Jan. —Escribió un par de frases en su cuaderno—. Pero hace tres días no era así. ¿Cómo te sentías entonces?

—Mal —contestó Jan.

—¿Y por qué te sentías mal?

Jan suspiró. De eso pensaba hablar lo menos posible. Podría haber charlado largo y tendido sobre la Banda de los Cuatro y todo lo demás, quizá durante horas, pero conversar no arreglaría las cosas.

—No tengo amigos —respondió lacónico.

—¿No tienes amigos? ¿Por qué?

—No lo sé… Piensan que estoy pirado.

—¿Por qué?

—Porque me paso el día dibujando historietas.

—¿Dibujas? —preguntó Tony—. ¿Y qué más haces en tu tiempo libre?

—Leo… y toco un poco la batería.

—¿En un grupo?

—En la orquesta de la escuela.

—¿Y no tienes amigos en la orquesta?

Jan negó con la cabeza.

—Así que te sientes solo, Jan… ¿El más solitario del mundo?

Jan asintió.

—¿Crees que la soledad es culpa tuya?

Jan se encogió de hombros.

—Seguramente.

—¿Por qué?

Jan reflexionó sobre ello.

—Porque el resto de la gente tiene amigos.

—¿Estás seguro?

Jan asintió.

—Y si ellos pueden, yo también debería poder.

—¿Nunca has tenido amigos?

Jan miró por la ventana.

—Una vez tuve uno, era de mi clase. Pero se mudó.

—¿Cómo se llamaba?

—Hans.

—¿Durante cuánto tiempo fuisteis amigos?

—Desde siempre… Desde la guardería, creo.

—Pues entonces puedes tener amigos —replicó Tony—. Nada te lo impide…

Jan bajó los ojos a la mesa y pensó en decir: «Mojo la cama por las noches, eso me lo impide».

—No te pasa nada malo —insistió Tony. Se recostó en la silla—. Y seguiremos hablando de cómo podrás sentirte mejor. ¿Te parece bien?

—De acuerdo.

Entonces Jan pudo irse.

Al regresar hacia las escaleras, pasó por delante de otras puertas y leyó placas con nombres y largos títulos: «Gunnar Toll, psicólogo»; «Ludmila Nilsson, médico»; «Emma Halevi, psicóloga», «Peter Brink, asesor psicosocial». Ninguno de los nombres le dijo nada.

Lince

Jan se despertó boca arriba, sobre un suelo duro, y se preguntó dónde estaba. No era su casa. Se había tumbado en algún lugar completamente vestido, con la chaqueta, el gorro y la bufanda puestos. Después se había dormido. ¿Dónde?

Sobre su cabeza había un techo bajo de hormigón armado.

Entonces recordó: se encontraba en el búnker del bosque. Había entrado, solo iba a descansar un rato, y se quedó dormido.

Una estupidez. Un peligro.

Miró hacia sus pies y vio la puerta de metal entreabierta, sus botas casi sobresaliendo por la abertura. Fuera vio el color ceniciento del bosque de abetos bajo un cielo también gris. El sol no había salido todavía, pero estaba amaneciendo.

De repente, Jan tuvo miedo de que William se hubiera escapado en la oscuridad de la noche; pero al girar la cabeza vio un grueso montón de mantas de lana medio metro más allá. Oyó una débil respiración. Se trataba del pequeño William, que aún dormía.

Hacía frío en el búnker, y Jan tenía el cuerpo helado. Sentía las piernas agarrotadas, las levantó y movió los músculos para desentumecerlos.

Se incorporó despacio. No se sentía descansado, solo agarrotado y sucio.

La noche anterior había experimentado una sensación de victoria embriagadora en todo su cuerpo, mientras el plan funcionaba y su fantasía se convertía en realidad. Pero ahora, por la mañana, nada parecía estar bien. Se encontraba en un búnker con un niño al que había encerrado el día anterior. ¿Qué estaba haciendo?

William se movió bajo las mantas y Jan se quedó paralizado. ¿Se estaba despertando? No, todavía no.

Jan sacó el robot del búnker y grabó tres nuevos mensajes tranquilizadores. Lo puso en modo reposo, para que fuera la voz del pequeño William la que lo activara. A continuación regresó a gatas al interior y lo dejó en el suelo.

Se oyó una leve tos. Era William. Volvió a toser y sacó una manita por debajo de la manta. Palpaba en torno al hormigón.

Jan retrocedió a toda prisa, salió gateando de la habitación y cerró la puerta.

«Cuarenta y seis horas», pensó, y miró el reloj.

Eran solo las siete menos diez, lo que significaba que quedaban treinta horas antes de poder soltar a William. Mucho tiempo.

Un cuarto de hora más tarde Jan se hallaba en Lince. Todavía no había nadie, pero tenía llave y pudo entrar.

Todo se encontraba en silencio, ninguna risa infantil resonaba en las habitaciones.

Encendió la cafetera, se dejó caer en un sillón y cerró los ojos. En su mente aún veía la imagen de la mano de William intentando agarrarse a algo.

A las ocho y media se abrió la puerta. Era Nina, su jefa. Se miraron cansados el uno al otro; los ojos de Nina reflejaban preocupación.

—Hoy los niños no vendrán —informó con voz apagada—. Los hemos recolocado en otros centros.

—Muy bien.

—¿Sabes algo? —preguntó Nina—. ¿Alguna novedad?

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