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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (30 page)

El segundo atardecer de William en el bosque, y su segunda noche.

—¿Cómo estás, Jan? —le preguntó un compañero en voz baja.

Alzó la vista.

—Bien.

—No fue culpa tuya.

—Gracias.

No fue culpa suya
.
A veces Jan creía que así era, que William simplemente había desaparecido. Pero entonces recordaba lo que en realidad había pasado y se sentía mal. Estaba cansado y derrotado. No era lo bastante fuerte.

La guardería sin niños resultaba insoportablemente silenciosa. Silenciosa y tranquila. No ocurría nada. Tan solo algunos policías uniformados que entraban y salían. Su expresión era adusta, y Jan comprendió que William no había aparecido.

Se bebió la taza de café y miró por la ventana. El bosque en torno a la guardería estaba muy oscuro.

«Detenlo —dijo una voz en su interior—. Haz algo decente y detén este ritual. Suéltalo.»

Jan se puso en pie.

—Tengo que irme.

—¿Quieres irte a casa? —preguntó Nina.

—No lo sé… Quizá me dé una vuelta por el bosque.

Miró con aire impotente a Nina, pero ella apartó la mirada. La dirigió a la ventana con expresión triste y dijo:

—No creen que siga allí.

—Vale… pero de todas formas me daré un paseo por el bosque antes de volver a casa —replicó Jan—. Tengo que hacer algo.

Algunos de sus compañeros de Lince esbozaron una sonrisa de consuelo, pero él no se la devolvió.

39

Jan cree que, desde la distancia, la imagen de Calvero resulta muy frágil. Se trata de apenas una cabaña de madera, construida para funcionar experimentalmente durante unos años y desaparecer sin dejar rastro. Se aproxima el invierno, y una tempestad podría arrancar el tejado de la escuela infantil, resquebrajar las paredes y asolar las dependencias.

Santa Psico es otra cosa. El edificio de piedra gris lleva en pie más de cien años y lo más seguro es que aguante otros tantos.

Es sábado, y Jan tiene turno de noche en la escuela. Al abrir la puerta espera encontrarse las alegres voces de los niños, pero todo está en silencio. Lo único que se oye es un débil tintineo que proviene de la cocina. Mientras Jan cuelga el abrigo aparece Hanna. Sostiene un cuchillo en la mano, un simple cuchillo de mesa. Está vaciando el lavavajillas.

—Hola —saluda.

—Hola —responde Jan—. ¿No le tocaba trabajar a Lilian?

—Está enferma.

Jan mira alrededor.

—¿Dónde están los niños?

—Están en casa de la nueva familia de acogida de Mira —responde Hanna.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo volverán?

—En cualquier momento.

Hanna mira alrededor —aunque en la cocina están ellos dos solos—, y da un paso hacia él.

—Hanna, todo lo que hemos hablado entre nosotros —dice Jan en voz baja—. Todos nuestros secretos… no se los contaremos a nadie más, ¿verdad?

Se siente bastante estúpido. Hanna niega con la cabeza, con la mirada perdida.

—Los secretos nos mantienen unidos.

—Eso es —asiente Jan—. Tenemos un trato.

No alcanzan a decirse nada más, ya que en ese momento la puerta se abre y dos cuerpecitos entran corriendo, enfundados en buzos impermeables. Mira y Leo.

Mira grita muy contenta al descubrir a sus profesores, y tanto Hanna como Jan se separan un paso de forma automática. «Mantén las formas delante de los niños.»

A los niños de cinco años les acompaña un hombre de mediana edad, que viste una chaqueta marrón claro, un buen par de botas y una gorra azul. Transmite tranquilidad y aplomo, esboza una sonrisa y le tiende la mano a Jan, luego a Hanna, y se presenta como «el otro papá de Mira». Ambos devuelven la sonrisa al nuevo padre adoptivo.

—Todo ha ido de maravilla —informa—. Son unos niños encantadores… No tendremos ningún problema.

—Por supuesto —replica Jan.

Ahora que los niños ya han regresado, no puede seguir hablando con Hanna. Ella termina a las siete y media y se va a casa en cuanto el reloj marca la hora. Abraza durante un buen rato a Mira y a Leo, y dirige un leve cabeceo a Jan.

En cuanto se queda solo con los niños, Jan prepara la cena y se sienta a la mesa con ellos.

—¿Os lo habéis pasado bien hoy?

Mira asiente.

—Voy a vivir en una granja. ¡Tiene caballos!

—Vaya —dice Jan—. ¿Pudiste acariciarlos?

Mira cabecea afirmativamente, entusiasmada ante la perspectiva de vivir en una granja. Jan observa su mirada y también se siente contento.

Luego se fija en Leo. Jan sabe que él también va a vivir en una granja a las afueras de la ciudad, pero no ve ningún entusiasmo reflejado en sus ojos.

—¿Queréis algo más?

—Puede… ¿Hay caramelos? —pregunta Mira.

La niña sabe que es sábado.

Así que los pequeños se comen unas golosinas, leen dos cuentos ilustrados y se acuestan a las ocho y cuarto, a pesar de las habituales protestas.

Jan se sienta a esperar en la cocina. Le atrae la puerta del sótano que conduce a Santa Psico, pero esta noche no piensa ir allí. Lo hará mañana, el domingo por la tarde, cuando la lavandería esté desierta y la vigilancia no sea tan intensa. Esta noche solo se dará una vuelta por la sala de visitas. Tiene que correr ese riesgo.

A las once y media sube en el ascensor. Entreabre la puerta, la sala está desierta y a oscuras.

Todo está como siempre en su interior. Se acerca deprisa al sofá, levanta el cojín y encuentra un sobre. Esta vez es azul claro, no demasiado grueso.

Cuando vuelve a la cocina descubre que contiene dieciocho cartas, pero solo le interesa una de ellas. Va dirigida a él, a «Jan», y la abre al instante como si se tratara de un regalo de Navidad.

En su interior hay solo una hoja de papel, con un breve mensaje escrito con una letra pequeña y delicada. Jan la lee una y otra vez:

Jan, la ardilla te recuerda como un sueño
,

un poema o una nube brillante en el cielo
.

Te recuerdo, te recuerdo, te recuerdo
.

Aún espero poder salir del zoológico
.

Pero puedes verme allí dentro
,

mi morada es especial
.

Sal del bosque y búscala
.

Una respuesta. Una respuesta de Rami. Eso es lo que es. Jan baja el papel, sus dedos tiemblan. Mira por la ventana y ve la luz del hospital, pero reprime el deseo de salir en plena noche a buscar su habitación.

40

—¡Keith Moon y Topper Headon juntos! —exclama Rettig—. ¡Jan, así suena cuando tocas!

Jan asiente y da un último golpe con las baquetas. Lleva sentado a la batería más de una hora, y la música ha conseguido que se olvide de la carta del hospital.

Y además, Rettig lo ha elogiado. Es todo un detalle, y por eso duda si contarle las malas noticias sobre Calvero.

Al final lo hace. Cuando se quedan solos en el local, le dice a Rettig como de pasada:

—Van a cerrar la escuela infantil por las noches.

Rettig sigue recogiendo su instrumento.

—¿Cuándo? —pregunta lacónico.

—Pronto… la semana que viene. Ahora todos los niños tienen familias de acogida.

—Muy bien.

—¿Sabes lo que eso significa? —le pregunta Jan.

—¿Qué?

—Que no habrá personal por las noches… Así que parece que tendremos que acabar con las entregas.

Rettig niega con la cabeza.

—Piensa un poco, Jan.

—¿En qué?

—En el cierre nocturno… ¿Qué significa que algo esté cerrado?

Jan se pone de pie y deja las baquetas. Las ha golpeado con fuerza durante más de una hora y tiene ampollas en los dedos.

—Que nadie puede entrar —responde—. Si la escuela está cerrada, sus puertas están cerradas.

—En efecto —replica Rettig—, pero tú tienes las llaves de Calvero, ¿verdad?

—Sí.

—Y lo más importante es que la escuela estará vacía… No habrá nadie por la noche.

—Seguramente —contesta Jan.

—Y si alguien tiene las llaves de un sitio que está cerrado, lo único que tiene que hacer es entrar —prosigue Rettig—, y hacer lo que quiera. ¿No es cierto?

—Sí —reconoce Jan—. A no ser que mantengan algún tipo de vigilancia.

—No hay vigilancia por la noche. A esas horas soy yo el que vigila. —Rettig cierra la funda de la guitarra y continúa—: Pero podemos tomarnos un descanso con el asunto de las cartas, si eso es lo que quieres. Se va a realizar un simulacro en Patricia dentro de un par de semanas, y antes de eso el ambiente suele estar un poco revuelto. Pero luego todo volverá a la calma.

Jan asiente en silencio. Piensa en las cosas que le han sucedido estas últimas semanas. Los extraños sonidos en los pasillos del sótano.

—En el sótano del hospital… —dice—, ¿no hay nadie por la noche?

—¿Por qué lo preguntas?

Jan duda. No desea confesarle aquello.

—El doctor Högsmed me habló de los pasillos del sótano cuando salíamos del hospital después de entrevistarme —responde—. Dijo que el ambiente allí abajo era desagradable.

—Högsmed es el jefe, no tiene ni idea —objeta Rettig—. Apenas habrá recorrido cinco metros de sótano.

—Pero ¿hay gente deambulando por allí? —pregunta Jan.

Rettig asiente.

—El sótano es la sala de juegos del hospital… Los pacientes en régimen abierto pueden bajar solos. Allí hay una piscina, una pequeña capilla y una bolera, un poco de todo.

Jan lo observa.

—En régimen abierto… ¿Esos pacientes no son peligrosos?

—No suelen serlo —responde Rettig—. Pero a veces tienen sus prontos… Entonces hay que tener cuidado.

Jan asiente. Sabe que debe ser cauteloso, en todo momento. Pero ahora siente a Rami tan cerca que no puede evitar hacerle una última pregunta a Rettig:

—Si me encontraras allí abajo, ¿darías la voz de alarma?

A Rettig no parece agradarle la pregunta.

—Nunca podrás entrar, Jan… Y además, ¿qué se te ha perdido a ti en Patricia? ¿Quieres saber cómo es un psiquiátrico por dentro?

—No —se apresura a responder Jan—. Solo me lo preguntaba. Si entrara en el hospital… ¿me delatarías?

—Somos colegas. —Rettig niega con la cabeza—. Uno no delata a sus colegas. Así que no lo haría… te dejaría en paz. —Se queda mirando a Jan—. Pero tampoco podría ayudarte si otro te descubriera. Entonces lo negaría todo, como dicen en esa serie americana.

Es todo cuanto puede esperar Jan.

—De acuerdo. Tendré que improvisar.

—Todos improvisan allí arriba por las noches —señala Rettig.

—¿Cómo?

El vigilante se encoge de hombros.

—Los días en Patricia están planificados, todo son rutinas. Pero las noches no son tan tranquilas. Entonces puede suceder cualquier cosa. —Sonríe a Jan, y añade—: Sobre todo cuando hay luna llena.

Jan no hace más preguntas, se aleja de la batería. Esta noche no ha tocado especialmente bien, a pesar de lo que diga Rettig. Él no es un hombre de grupo.

Jan vuelve a soñar con Alice Rami, una pesadilla. Camina junto a ella por una carretera y debería sentirse bien, pero al bajar la vista ve que lo que corre y jadea entre ellos no es un perro normal. No es un perro en absoluto.

Es un animal salvaje que gruñe, un cruce entre dragón y lince.

—¡Ven, Rössel! —grita Rami, y prosigue su camino.

El animal dirige una sonrisa sarcástica a Jan y sale corriendo tras ella.

Jan se queda solo en la oscuridad.

Lince

Jan comprendió que esa locura tenía que acabar.

Tomó la decisión al salir de la guardería: liberaría a William. Lo liberaría ahora mismo. Las cuarenta y seis horas planeadas solo serían veinticuatro.

Abandonó el camino y se introdujo en el bosque con paso rápido.

El sendero que ascendía hacia el bosque había sido pateado por cientos de botas durante los últimos dos días, se había ensanchado y resultaba más fácil caminar por él. Jan aceleró el paso y cuando llegó al bosque vio que la maleza estaba muy pisoteada. Aún no había oscurecido, eran apenas las tres y cuarto.

Pero no vio a nadie, no oyó ningún helicóptero.

Se adentró en el barranco, cruzó a toda prisa la vieja cancela y aminoró el paso cuando casi se encontraba junto a la ladera del búnker. Allí avanzó con cuidado.

La pequeña puerta de metal aún permanecía oculta, y al apartar las ramas vio que seguía cerrada.

Respiró hondo. Era el momento de representar su papel. Encarnaría al inocente cuidador que va al bosque y consigue lo que nadie espera que ocurra: encontrar al niño desaparecido. De casualidad.

—¿Hola? —gritó hacia la puerta, alto y claro—. ¿Hay alguien ahí dentro?

Esperó, pero no oyó ninguna respuesta.

Podría haber seguido llamando, pero tras esperar unos segundos abrió la puerta.

—¿Hola? —gritó de nuevo.

No recibió respuesta.

No estaba nervioso, solo pensativo. Se agachó e introdujo la cabeza en la oscuridad del búnker.

—¿Hola?

El espacio estaba más revuelto. Las mantas se hallaban amontonadas junto a la pared y había envoltorios abiertos de sándwiches, envases de zumo y bolsas de golosinas. El robot de juguete se encontraba en el suelo, pero estaba roto. La cabeza estaba partida y le faltaba el brazo derecho.

Y no había ni rastro de William.

Entró gateando.

—¿William?

No debería haber pronunciado su nombre, pero se había puesto muy nervioso. El niño no estaba allí dentro, y no había podido escapar.

Entonces vio el cubo de plástico rojo. El orinal. Se encontraba al fondo, junto a la pared de hormigón, y estaba bocabajo. ¿Por qué?

Alzó la vista hacia la pared, donde había una de las largas troneras que dejaban entrar el aire, pero que ahora, de pronto, se veía más grande. Alguien había apartado la tierra, las ramas y las hojas viejas y había conseguido limpiar la abertura, que ahora alcanzaba entre veinte y treinta centímetros de altura. No era lo suficientemente grande para una persona adulta, pero sí para un niño de cinco años.

William había encontrado un camino de salida. Seguramente había intentado llevarse el robot, pero se le había caído al suelo.

Jan intentó conservar la calma. Comprendió lo que tenía que hacer, y se puso manos a la obra. Colocó las mantas en el suelo una encima de la otra y colocó en el centro todo lo que había llevado al búnker; comida y bebida, los juguetes y el cubo de plástico. Luego hizo un bulto con las mantas y lo sacó por la entrada. En el búnker ya no quedaba rastro de él. Allí seguía el viejo colchón, pero no había forma de relacionarlo con Jan.

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