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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (27 page)

La miró y abrió la boca. De pronto quiso contárselo todo a su jefa. Le contaría que William estaba encerrado en un búnker camuflado en lo más profundo del bosque; seguramente estaría un poco asustado pero se encontraba en perfecto estado, ya que lo había planeado todo hasta el más mínimo detalle.

Lo más importante de todo era que le contaría «por qué» lo había hecho. No se trataba de William, en realidad no.

Se trataba de Alice Rami.

—Tengo que contarte una cosa… —comenzó.

De pronto algo chirrió en el recibidor. Era la puerta de la calle al abrirse.

Un policía entró en Lince, un agente uniformado. Era el mismo hombre que la tarde anterior le había contado el desagradable descubrimiento en un sendero del bosque.

Jan se quedó paralizado y cerró la boca. Irguió la espalda. Volvía a ser un cuidador de confianza. Era un papel difícil, pero aún funcionaba.

El móvil del policía comenzó a sonar. Se lo llevó a la oreja y se dirigió a otra habitación.

Jan se puso en pie y miró a su jefa.

—Había pensado en apuntarme… a la batida.

Nina asintió en silencio, sin preguntar qué era lo que iba a contarle.

El sol asomó lentamente sobre el tejado de Lince. Una furgoneta azul y blanca de la policía aparcó junto a la guardería y estableció una especie de centro de mando junto al camino. Más agentes, militares y civiles comenzaron a llegar a la guardería, donde tomaron un café antes de emprender la búsqueda en el bosque. Jan se encontraba entre ellos.

La batida empezó a las nueve y cuarto. Policía, defensa civil y voluntarios formaron una larga cadena humana. Dos perros policía se incorporarían tras el almuerzo.

Jan había estado en el centro de mando escuchando la explicación que daba un policía sobre cómo se llevaría a cabo la búsqueda de William.

—Hay que tomarlo con calma y ser muy metódicos.

Barrancos, matorrales espesos y humedales: había que registrarlo todo.

Jan se percató de que la cadena humana comenzaría a avanzar a lo largo de un amplio frente junto al lago. ¿Cuándo empezarían a buscar por el otro lado de las colinas, donde se encontraba el búnker?

La fila prosiguió despacio por el bosque con el ánimo contenido.

A las once y media sonó un silbato. La búsqueda se interrumpió, y al momento se extendió un murmullo por el bosque. ¿Habían encontrado al niño? ¿Vivo o muerto?

Nadie lo sabía, pero la cadena se dispersó y comenzaron a formarse pequeños grupos. Jan se quedó solo entre los abetos, hasta que se oyó la voz de una mujer.

—¡Hauger! ¿Está aquí Jan Hauger?

—Sí —gritó él.

Una mujer policía se acercó a grandes zancadas.

—Se ha convocado una reunión en la guardería —anunció—. Tienes que ir allí.

Era una orden, y Jan se quedó helado. «Lo han encontrado», pensó.

—¿Por qué?

—No lo sé… ¿Te acompaño?

—No —replicó Jan—. Conozco el camino.

Cuando llegó a Lince, Nina, Sigrid y otros tres cuidadores ya se encontraban en el cuarto de empleados. También había dos agentes, además de un hombre vestido de civil, aunque Jan supo al momento que se trataba de un policía.

Jan se desabrochó la chaqueta y se sentó junto a Nina.

—La batida está haciendo un descanso —notificó.

Nina asintió, lo sabía.

—Ha sucedido algo… Quieren hablar con todos los empleados.

—¿Por qué?

Nina bajó la voz aún más:

—Al parecer los padres han recibido hoy una carta, con el gorro de William… La policía cree que alguien lo ha secuestrado.

36

Jan adora una cosa de la escuela infantil, algo que ve todos los días: el limpio rostro de los niños. Sus ojos sinceros. Los niños no ocultan nada, no saben cómo hacerlo. Todavía no han aprendido a mentir con convicción, como los adultos.

Cuando llega al trabajo para realizar su turno de noche, se encuentra con Lilian, cuyo aspecto, al igual que el de Jan, no puede ocultar cómo se encuentra. Lleva el cabello pelirrojo despeinado y la blusa arrugada, sus ojos se ven cansados y ojerosos. Se siente mal.

—¿Qué tal, Lilian? —pregunta.

—De maravilla —responde en voz baja.

—¿Pasa algo?

Ella niega con la cabeza.

—No… Solo quiero irme a casa.

Lo más probable es que salga, quizá vaya al Bills Bar. Jan la ve cada día más demacrada. Quizá sea el otoño. Quizá sea el alcohol. Sabe que ella bebe demasiado. Pero no se puede hablar de esas cosas.

«Gracias, pero sé ocuparme de mis propios problemas», le diría.

Una vez que Lilian se ha marchado se dirige a ver a los niños al cuarto de juegos. Mira y Leo están sentados entre un mar de piezas de construcción. Jan sonríe y se sienta con ellos.

—Qué construcción más bonita.

—¡Ya lo sabemos! —exclama Mira.

Leo parece menos contento, como de costumbre, pero hoy se muestra más tranquilo. Jan coge un par de piezas.

—Voy a construir un hospital.

Tres horas y muchos juegos después, vuelve a hacerse de noche.

Después de cenar y tras un ratito de lectura, Mira y Leo se han acostado, y ahora reina el silencio en la escuela. Los niños duermen y Jan se sienta en la cocina para hacer la lista de la compra.

Trabaja y deja que el tiempo pase. Ocultas en su mochila hay treinta y siete cartas que dentro de poco dejará en la sala de visitas del hospital.

Una de ellas es la suya dirigida a Rami. Cuando finalmente se puso a ello, sentado en la cocina de su piso, redactó una larga carta de cinco páginas. Escribió sobre el tiempo que pasaron juntos en Bangen, sobre las conversaciones que mantuvieron. Y escribió sobre lo que le había sucedido a él después, sobre cómo llegó a convertirse en profesor de educación infantil y cómo había acabado en Calvero.

Se había prometido no entregar más cartas, pero su promesa se ha esfumado.

Al final escribió que no había logrado olvidarla. «No dejo de pensar en ti.» No era una declaración de amor, era la verdad.

Levanta la cabeza y se ve a sí mismo. Se encuentra frente a la ventana del cuarto de empleados y ve su imagen reflejada levitando en la oscuridad. De pronto, percibe algo más allá del cristal, pequeñas sombras que se mueven en la noche.

¿Animales o personas?

Se inclina hacia la ventana. Si se trata de personas se encuentran muy cerca de la verja, entre dos farolas, donde está más oscuro.

Jan piensa en salir. Pero no lo hace. Continúa con la lista de la compra.

De pronto suena el timbre de la puerta, su estridente sonido dura un buen rato.

Jan mira hacia la puerta, pero no se mueve de la cocina.

El timbre cesa. Todo vuelve a quedar en silencio. Sin embargo, tres minutos más tarde le sobresaltan unos golpes en la ventana de la cocina.

Un semblante pálido mira fijamente desde el otro lado del cristal. Se trata de un hombre alto y huesudo, con la cabeza rapada, plantado allí fuera inmóvil, con la vista clavada en Jan. Viste un grueso anorak negro y debajo lleva ropa blanca de hospital. Jan no lo reconoce.

—¿Vas a abrir? —grita.

Jan duda, y el hombre continúa:

—¿Estás solo?

Jan niega con la cabeza.

—¿Quién está contigo?

—¿Quién eres? —replica Jan.

—Soy un vigilante nocturno… ¿Me abres?

Jan se acerca a la ventana. Se pregunta si el hombre conocerá a Lars Rettig, y dice:

—¿Tienes alguna identificación?

El vigilante saca un tarjeta de plástico. Se la muestra durante unos segundos antes de volver a guardarla, de forma que Jan tiene tiempo de comprobar que el rostro de la tarjeta se parece al del vigilante. Este grita con voz dura e impaciente:

—¡Abre de una vez!

Jan no tiene más opción que fiarse de él. Abre la ventana, dejando entrar el frío, y pregunta:

—¿Qué pasa?

—Se ha escapado un cuatro-cuatro.

Jan no tiene ni idea del significado de ese código, así que niega con la cabeza.

—No he visto nada.

—¿Darás la señal de alarma si lo ves?

El vigilante no espera a la respuesta, se aleja de la ventana y desaparece en la oscuridad.

Jan la cierra, y en la cocina se hace el silencio.

No del todo, pues el reloj marca su inexorable tictac. La medianoche se acerca. Llega el momento de entregar el paquete en el hospital. Debería cancelar la operación, pero no puede.

Echa un vistazo a los dos niños, se sienta en el cuarto de empleados. Espera que ocurra algo.

Una fuga. ¿Una fuga de verdad?

¿Qué puede hacer?

Quedarse ahí. Es el lugar donde tiene que estar, junto a los niños durmientes, pero debe ir a Santa Psico por última vez. Ahora que hay gente moviéndose por la zona hospitalaria debe extremar las precauciones, pero tiene que hacerlo. Le ha escrito cosas muy importantes a Rami.

Espera otros veinte minutos. No sucede nada, pero cada vez se siente más cansado, tanto física como mentalmente. Está harto de pasar la noche sentado junto a aquel enorme muro.

No debería sentirse así… tan pesimista y solitario. Pero esa es la realidad, así que cuando faltan diez minutos para la medianoche se pone en pie y echa un último vistazo a los niños. A continuación se dirige a coger la tarjeta magnética.

«Una última entrega.» Cuelga un Ángel en la habitación de los niños y se dirige a la puerta del sótano. Tras la reprimenda de Marie-Louise la han cerrado bien, pero ahora vuelve a abrirla.

Jan se mueve con paso rápido por el pasadizo oscuro y silencioso. Ha adquirido mucha destreza en la entrega de cartas; esta vez solo tarda cuatro minutos en subir a la sala de visitas y bajar. Su corazón late desbocado durante todo el trayecto, pero no se produce ningún percance, y el Ángel de su cinturón permanece en silencio. A las doce y cinco se encuentra de vuelta en la escuela infantil, como si nada hubiera pasado.

Es hora de dormir. Prepara la cama del sofá y se acuesta. Piensa durante un rato en la carta a Rami, y cierra los ojos.

Un crujido despierta a Jan.

Abre los ojos, pero todo está oscuro. ¿Ha dormido? Sí, ha tenido que hacerlo, pues el reloj junto a su cama marca las 00.56.

Algo sigue crujiendo débilmente al otro lado de la ventana. Es como un chirrido repiqueteante.

La verja. Alguien está trepando por la verja.

Jan se incorpora y mira hacia la oscuridad. Se pone el jersey y los pantalones. A continuación se acerca a la ventana, abre un resquicio en la persiana y observa.

No ve nada.

Ocurre algo fuera de lo normal, pero al principio no sabe de qué se trata. Por fin se da cuenta de que hay menos luz de la habitual al otro lado de la ventana. El foco más cercano se ha apagado.

Jan entorna los ojos, y logra ver que algo se mueve allí fuera.

El crujido continúa. Se acerca más al cristal, y mira de hito en hito.

El ruido proviene de la verja. Ve una larga sombra humana al otro lado. Alguien está intentando saltar.

Sabe que la puerta de la calle está cerrada con llave.

«No debería salir —piensa—. No puedo dejar solos a los niños.»

Y, sin embargo, acaba de vestirse. Además de los pantalones y el jersey, zapatos y chaqueta.

En el jardín el viento sopla con más fuerza, y también hace más frío. Jan agacha la cabeza y se apresura hacia la zona del hospital de donde provenían los ruidos.

Cuando llega a la valla que rodea Calvero y mira hacia la verja, el ruido ha cesado.

Pero la sombra sigue encaramada en lo alto. Al alzar la vista, Jan ve cómo se estira para traspasar la parte superior de la verja, y entonces pierde el equilibrio. Cae de espaldas, describiendo un pequeño arco, y emite un golpe seco al impactar contra el suelo.

Jan salta la valla y se dirige hacia el lugar. Casi ha llegado a la verja cuando un rayo de luz le deslumbra.

Se trata de una linterna.

—¿Quién eres? —pregunta una voz.

—Jan Hauger… trabajo en la escuela infantil.

—Vale —responde la voz—. Te he reconocido… Eres mi suplente en los Bohemos.

La figura avanza un paso, y Jan reconoce sus anchos hombros. Es Carl, el batería, el de las esposas y el gas lacrimógeno colgando del cinturón. El amigo de Rettig, el contacto de Hanna en el hospital.

A Jan le gustaría preguntarle sobre eso, pero Carl es más rápido.

—¿Has hecho la entrega?

—¿Qué entrega?

—El paquete.

Carl cabecea hacia el hospital, hacia la sala de visitas, y Jan comprende. Carl sabe que él forma parte de la cadena. No tiene por qué negarlo.

—Sí —responde—. Ya he estado allí arriba.

—De acuerdo, luego iré a buscarlo —contesta Carl—. Cuando todo se haya calmado.

—¿Qué ha ocurrido?

—Un cuatro-cuatro.

—¿Eso es… una fuga?

—Claro —responde Carl—. Pero no pudo traspasar la verja… y al final lo pillamos.

—¿Qué vais a hacer? —pregunta Jan.

—Nos encargaremos de ello. Entra. Vete a la cama.

Jan asiente. Está a punto de darse la vuelta cuando el guardia añade:

—Tendremos que dejarlo.

Parece hablar consigo mismo, pero Jan se detiene y pregunta:

—¿Te refieres a las cartas?

Carl afirma con la cabeza.

—A todo… Se nos está yendo de las manos.

—¿Cómo?

Pero Carl no responde. Se dirige hacia la verja y desaparece en la oscuridad.

37

Jan se despierta a las cinco, mucho antes de que lo hagan los niños. Apenas ha conseguido dormir un par de horas, y ha tenido desagradables pesadillas. Ha soñado con un lago cuyo fondo cenagoso le atrapaba las piernas. Por más que luchaba y luchaba, no lograba liberarse.

Marie-Louise entra en la escuela infantil a las siete y media, y él le cuenta lo ocurrido. Lo poco que sabe.

—¿Una fuga?

Su jefa se muestra horrorizada por la noticia.

—Un intento, por lo menos.

En su mente la noche se ha vuelto neblinosa.

—Me enteraré de qué ha pasado —dice Marie-Louise.

A continuación Calvero se pone en marcha, y comienzan los juegos y las entregas de niños; tras el almuerzo, mientras los niños descansan, Marie-Louise convoca al personal a una reunión informativa.

Jan se sienta a la mesa. Está preparado para todo.

—Ha llegado una nota de la dirección del hospital —anuncia—. Han decidido cerrar Calvero por las noches.

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