El incorregible Tas (21 page)

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Authors: Mary Kirchoff & Steve Winter

Tags: #Fantástico

—La vida es demasiado corta para tomársela en serio, ¿verdad, amiguito? Vamos, súbete a mi espalda y te mostraré el regocijo que nos aguarda en el corazón del bosque.

—¡Sí, vayamos! —gritó Flint, encaramándose a la espalda de Kel. Aunque el enano no era por lo general partidario de cabalgar a lomos de ninguna bestia, en aquel momento no cabía en su cabeza un modo de viajar más airoso y animado. Gillam se agachó y, con actitud juguetona, cogió a Tanis por las caderas y echó al regocijado semielfo sobre su mitad posterior de cabra. Selana, a lomos de Enfield, encabezaba la marcha.

Cantando todas las canciones obscenas que pudieron recordar, se internaron en el vergel de la naturaleza como niños despreocupados y sin inhibiciones. Danzando, bebiendo y retozando como jamás lo habían hecho, se sumergieron en el mundo de alegría y placer de los sátiros, libres de remordimientos o culpabilidad, sin conciencia del bien y del mal. Desaparecieron en la fronda, tras una cortina verde de intimidad.

* * *

Tanis fue el primero en despertarse en la quietud de la arboleda. En los hoyos donde habían ardido hogueras quedaban sólo cenizas humeantes, y un tinte rosáceo se insinuaba en el horizonte oriental. Era incapaz de recordar, aunque en ello le fuera la vida, qué demonios estaba haciendo allí, pero algo en la escena que contemplaba le decía que había gato encerrado en todo aquello.

Para empezar, sentía la cabeza como un tomate pasado. Además, Tasslehoff yacía despatarrado sobre su estómago. El semielfo sacudió con suavidad al kender. El hombrecillo balbuceó algo entre sueños, se dio media vuelta, y enroscó su delicada constitución en torno a una roca.

A unos pasos de distancia, el enano estaba tumbado boca arriba, roncando como un bendito, y con un pellejo de vino pegado a sus labios.

—¡Flint! —llamó en un siseo Tanis. El enano soltó un ronquido más sonoro que lo despertó, y escupió el pellejo de vino.

—¿Eh? ¿Quién está ahí? —Con un gesto de dolor, se llevó las manos a las sienes y apretó los párpados—. Seas quien seas, haz el favor de cortarme la cabeza, ¡deprisa!

—No es momento para bromas —se mofó Tanis.

—¿Y quién bromea? —rezongó Flint, que por fin abrió los ojos y se sentó—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos?

—No lo sé. —Tanis sacudió la cabeza. Frunció el entrecejo con gesto pensativo y habló despacio—. A juzgar por el sol, ya ha amanecido, aunque no estoy seguro de cuánto tiempo hace. Lo último que recuerdo es que estábamos en la orilla del arroyo, y que era por la tarde. Buscábamos a Selana y encontramos…

—¡Huellas de sátiros! —gruñó Flint—. ¡Los caramillos nos embrujaron! —Echó una mirada frenética en derredor y divisó la figura encogida del kender—. Ahí está Tasslehoff, ¿pero dónde está la princesa? ¿Crees que la raptaron?

Los dos hombres se incorporaron de un brinco y corrieron por los alrededores hasta encontrar a la elfa marina tendida tras un arbusto. Al menos respiraba; de hecho, aun en sueños esbozaba una amplia sonrisa. La capa de color índigo estaba extendida bajo la joven. Tenía la corta túnica enrollada al cuerpo, y el cabello desgreñado, lleno de palitos y hierba seca.

—Está a salvo, loados sean los dioses —suspiró Flint.

Tanis se frotó la mejilla.

—No sé si a ti te ocurre lo mismo, pero yo no recuerdo nada de lo que ha ocurrido. —El semielfo contempló a la princesa dormida—. Será mejor que la despertemos y nos pongamos en marcha. Sólo los dioses saben cuánto tiempo hemos perdido.

—No es eso lo único que hemos perdido —intervino Tasslehoff, que había aparecido de repente a sus espaldas—. Revisad vuestros bolsillos. La caracola luminosa de Selana ha desaparecido.

Tanis y Flint se dieron la vuelta a los bolsillos y abrieron sus bolsas: vacíos.

—¡Maldita sea! —barbotó el enano. Vio que Tanis llevaba todavía la daga colgada del cinturón y sintió el roce de su hacha contra el costado. Soltó un suspiro resignado—. Por lo menos nos han dejado las armas.

—Con esos caramillos mágicos, no es probable que necesiten otra clase de defensa —dijo Tanis, que había encontrado su arco y sus flechas colgados en las ramas bajas de un árbol.

Cosa curiosa, fue el kender, cuyos saquillos no habían sido despojados, quien se enfureció. Pateó el suelo con rabia.

—Puede que organicen buenas fiestas —chilló—. ¡Pero, como raza, los sátiros no son gran cosa, os lo aseguro! ¡Figúrate, han tenido la desfachatez de apoderarse de cosas que os pertenecían!

—Sí, figúrate. —Flint remató la frase con un suave silbido.

10

La traición

Lo que más le fastidiaba a Delbridge de la minúscula celda en la que se encontraba era el hedor a humedad y putrefacción que ni siquiera la paja fresca lograba disimular. Procuró respirar con inhalaciones cortas por la boca durante un rato, lo que lo ayudó a evitar el olor pero le produjo dolor de garganta.

También detestaba el aburrimiento. El calabozo estaba a oscuras, ya que no tenía ventana y ni siquiera había una rendija bajo la puerta, por lo que había perdido el sentido del tiempo. Se entretuvo un buen rato contando los bloques de piedra que formaban el suelo tanteándolos con los dedos, pero al hacerlo encontró también otras cosas —cosas que lo asquearon con sólo sentir su roce—, y por consiguiente paró tras haber contado treinta y tres. Escuchó el goteo de agua en la distancia y empezó a contar, pero se dio por vencido al llegar a los novecientos setenta y dos, cuando empezó a llover y el goteo se fundió con el sonido del aguacero.

Por fin alguien abrió la sólida puerta de madera, pero los ojos de Delbridge estaban tan desacostumbrados a la luz que apenas distinguió la vaga silueta de un hombre cortada en el brillante vano. Quiso preguntar a aquella persona, gatear hasta ella, pero quienquiera que fuese se limitó a gruñir y arrojó algo en el suelo de la celda, tras lo que cerró de nuevo la puerta en las narices del prisionero. Sobre las frías losas de piedra, Delbridge encontró un pedazo de pan rancio y mohoso, y un odre de agua cuyo contenido olía como las entrañas del animal del que estaba hecho el recipiente. Ni siquiera el gordinflón Delbridge estaba lo bastante hambriento para tragar aquella porquería.

Se dedicó a mantener la mente ocupada con las pequeñas cosas que lo fastidiaban, ya que la alternativa era pensar en las cosas verdaderamente importantes, como por ejemplo el apurado trance que atravesaba. Su absoluto desamparo lo aterrorizaba. Jamás había estado en una situación de la que no hubiera podido salir mintiendo, engañando, robando o halagando; sencillamente, no sabía cómo reaccionar ante una crisis que escapaba a su control.

¿Cuándo vendría alguien para aclarar esta terrible equivocación? El día anterior se había presentado ante lord Curston y había vislumbrado que algún desastre se abatía sobre el hijo único del caballero. La orden de encarcelamiento tenía que estar relacionada con ello, ya que no había hecho nada más desde que había llegado a Tantallon.

¿Por qué lo castigaban? Si la visión había servido de advertencia, todos tendrían que estar contentos; deberían estar cubriéndolo de regalos. Y, si no había ocurrido nada que amenazase la vida del hijo de lord Curston, su alegría tendría que ser aún mayor. Sin duda no lo tratarían de este modo por el mero hecho de ser un charlatán, ¿no?

De repente se le ocurrió otra posibilidad. ¿Y si le había ocurrido algo inexplicable al barón Rostrevor? Delbridge tragó saliva para quitarse el nudo que se le había hecho en la garganta. Esta última posibilidad había parecido muy remota el día anterior. No le había cabido duda de que, entre los guardias del caballero y los hechizos de Balcombe, el muchacho estaría a salvo de cualquier amenaza.

¿Pero y si no había sido así? La visión que tuvo lo había impresionado sobremanera. Quizá se había hecho realidad y por ello ahora estaba en el calabozo.

¡Tal vez sospechaban que tenía algo que ver en ello! Era la única explicación razonable. El chico había desaparecido y el caballero lo culpaba a él. Se dejó caer en el suelo de piedra de la celda, con la cabeza hundida entre los brazos. ¿Para qué infiernos iba a querer él al muchacho…, o a cualquier otra persona? Demasiados problemas tenía ya con cuidar de si mismo.

Incluso aunque no hubiese llevado a cabo personalmente la maniobra, las circunstancias lo señalaban como cómplice, ya que lo sabía de antemano.

Delbridge se esforzó por pensar de manera más positiva. Quizá su visión era sólo
similar
a lo que pudiera haberle ocurrido a Rostrevor. Tal vez así podría respaldar la idea de que sólo había predicho el desastre, pero que no lo había ejecutado ni planeado. La tragedia había ocurrido porque Curston y su mago no habían sido capaces de proteger al muchacho de manera adecuada. Sí, quizá podría persuadir a alguien con este razonamiento, si es que venía alguien a hablar con él. Suspiró.

Delbridge volvió la cabeza hacia la puerta. ¿Cuándo se abriría otra vez?

¡La culpa de este embrollo la tenía el condenado brazalete! Metió la mano en el bolsillo, tanteó el frío metal y desgarró el forro al tirar de la joya para sacarla.

—Trasto asqueroso de mal agüero —barbotó, al tiempo que lanzaba el brazalete al cargado aire del calabozo. Oyó tintineo contra la piedra de la pared y después el roce apagado al caer sobre la paja. Se incorporó y empezó a pasear de un lado a otro de la celda, con las manos metidas en los bolsillos de la túnica. Si lord Curston no acababa con él, esta espera lo haría. Al cabo de un rato encontró un trozo de paja seca y se quedó dormido. Un tiempo después, la puerta se abrió y la luz que entró en la celda lo despertó.

—Puedes llevarte tu asquerosa comida —rezongó el prisionero sin levantarse ni alzar la cabeza—. No comí la porquería que trajiste antes, y tampoco voy a comer la que me traes ahora, sucio e ignorante mono carcelero. —Se incorporó con esfuerzo e intentó probar fortuna—. ¡Exijo ver de inmediato a quienquiera que sea el responsable de mi erróneo encarcelamiento!

—No estás en situación de exigir nada —resonó una voz de barítono—. Quizá no hayas comprendido los graves cargos a los que te enfrentas.

—¡Ahí está el asunto! ¡Que no sé cuáles son esos cargos! —gimió Delbridge, olvidándose de su ridícula actitud altanera—. ¿Quién demonios eres, de todas formas? No te veo la cara. ¿Podrías encender alguna luz, una antorcha? O, mejor, aún, ¿por qué no vamos a cualquier otro sitio…?

—Shala delarz
.

Delbridge retrocedió de un salto cuando una llama surgió de improviso ante sus ojos, chamuscándole las cejas. Cuando por fin sus pupilas se ajustaron a la luz, quedó horrorizado al ver que las llamas envolvían la mano izquierda del hombre. Y, más extraño todavía, el tipo permanecía muy tranquilo, observando a Delbridge, con la ardiente mano alzada como si fuera una antorcha. En un gesto reflejo, Delbridge se adelantó para apagar el fuego, pero el hombre lo detuvo con un ademán del llameante brazo.

—No me toques. He invocado un simple conjuro de fuego para iluminar la oscuridad. Lo encuentro más cómodo que transportar una antorcha. —Movió la mano a un lado y a otro, admirándola—. Resulta impresionante, ¿verdad?

—Sí, desde luego… —Delbridge dio un paso atrás y contempló cauteloso al hombre bajo la luz del fuego sobrenatural.

Vio que era Balcombe, el mago que había conocido el día antes, el consejero de lord Curston. Al estar tan cerca de él, cayó en la cuenta de que tenía que alzar la cabeza para mirarlo, ya que la estatura de Balcombe era superior a la media. Vestía una capa larga con capucha, de un tejido rojo brillante y forro negro, bajo la que se marcaban unos hombros anchos. La piel de su rostro parecía casi traslúcida y muy fina, y bajo la antinatural suavidad de su superficie se veían las venas azules y pulsantes. A diferencia del día anterior, llevaba cubierto el ojo derecho con un parche de seda rojo oscuro.

Sonriendo para sí mismo al advertir el desasosiego de Delbridge, el mago apagó las llamas y después, con la mano todavía humeante, sacó una fina varita de las profundidades de su capa. Obedeciendo a una orden pronunciada con voz susurrante, una luz mortecina brotó de la varita y creció de intensidad hasta emitir un suave fulgor en el calabozo.

—Fue una historia interesante la que nos contaste ayer —dijo Balcombe en tono coloquial.

—Gracias. Me complace que opines así —respondió Delbridge con un ribete de sarcasmo—. Entonces tal vez seas tan amable de explicarme por qué se me ha encarcelado.

El mago enlazó las manos bajo las mangas de la túnica y se balanceó levemente sobre los talones.

—A su debido tiempo. Tu historia impresionó mucho a lord Curston. ¿Cómo conseguiste esa información?

Notando que se presentaba una ocasión para salvarse e incluso promocionarse, el temor y la incertidumbre de Delbridge perdieron intensidad, aunque no desaparecieron por completo. Irguió su exiguo metro cincuenta y siete de estatura.

—Fue una visión auténtica del futuro. Os lo dije: soy un oráculo, un visionario. Si mi habilidad me ha hecho merecedor de un puesto en la corte, he de decir que no me gusta la forma en que me traes la noticia. De hecho, puede que tenga que reconsiderar si me interesa o no ese puesto… o, como mínimo, revisar mis expectativas salariales. —Delbridge hizo un ademán señalando el entorno—. Esta pequeña pantomima, cuyo propósito sin duda es poner a prueba mi entereza, no tiene la más mínima gracia.

—Su propósito no es poner nada a prueba ni tampoco divertirte.

La voz del mago sonó como si se cerrara una pesada puerta de hierro. Balcombe empezó a pasear despacio de un lado a otro de la celda; se oyó un suave susurro al rozar el repulgo de su túnica contra el suelo de piedra. Se detuvo, con las puntas de los finos dedos apoyadas en los labios en un gesto pensativo, y miró a Delbridge como si lo estudiara.

—Omardicar… No me es familiar ese nombre. No eres de la comarca, ¿verdad?

Delbridge sacudió la cabeza.

—Sólo vine al castillo de Tantallon para ofrecer mis servicios a lord Curston. Soy de… —Delbridge recordó su deshonrosa marcha del alcázar de Thelgaard—, digamos que viajo mucho.

—El hijo de un noble secuestrado y encarcelado de algún modo, sacado de manera misteriosa de sus aposentos para quedar a merced de un mal abrumador; su familia sumida en el dolor y la desesperación… Qué trágico destino. —Balcombe sacó algo de un bolsillo y jugueteó con ello—. ¿Es eso todo cuanto sabes, o viste alguna otra cosa en tu «visión»?

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