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Authors: Mary Kirchoff & Steve Winter

Tags: #Fantástico

El incorregible Tas (18 page)

9

Bailando en el bosque

La joven cubría su delicada figura con una capa abotonada, azul oscuro, de fino tejido. Un pañuelo de seda, de color azul claro, le envolvía por completo la cabeza, le cruzaba bajo la barbilla y le caía por encima de los hombros hasta la cintura. Sus rasgos eran casi perfectos; sus labios, carnosos y muy rojos, resaltaban en las facciones angulosas y pálidas.

—Si no lo creyera absurdo, maestro Fireforge, pensaría que intentas eludirme —dijo con voz reposada. Sus ojos Verde mar, grandes como monedas de acero, buscaron los del enano, quien había bajado la mirada.

Flint, sonrojado, alzó la vista y la miró.

—Por supuesto que no… ¡Oh, gran Reorx! —exclamó—. Soy incapaz de mentir aunque en ello me vaya la vida. Estaba evitando encontrarme contigo, es cierto, pero no por lo que imaginas.

Tanis advirtió que los transeúntes de la pasarela se detenían para observar a la mujer de aspecto exótico y al abochornado enano.

—Charlemos dentro —dijo presuroso, empujando a Flint y a Tasslehoff para que entraran en su casa. La mujer los siguió, con porte regio. Su belleza dejó sin aliento a Tanis; le hacía recordar el suave roce de las olas en la playa.

Dentro del hogar del semielfo, Flint se dejó caer con actitud abatida en la mecedora que su amigo había instalado especialmente para él delante de la chimenea, ahora apagada. Hundió la canosa cabeza en las manos.

—No sé ni por dónde empezar…

—Puedes empezar por presentarnos —sugirió alegremente el kender. Sin esperar, dejó su jupak apoyada en una esquina y tendió la pequeña mano—. Tasslehoff Burrfoot, a tu servicio.

La mujer contempló su mano como si no supiese bien qué hacer; luego se la estrechó con torpeza.

En ese momento Tanis regresó a la sala llevando cuatro vasos y una botella polvorienta con licor de cerveza que había guardado para una ocasión especial. Sonrió a la mujer.

—Tanis el Semielfo —se presentó.

Ella estudió sus finos rasgos, los ojos ligeramente almendrados, y la leve forma puntiaguda de las orejas que se atisbaba bajo el espeso cabello rojizo.

—Tu aspecto me pareció demasiado robusto para que fueras elfo, pero también demasiado hermoso para un humano… —musitó.

Ahora fue Tanis quien se sonrojó.

—Lo único que sé de ti es el nombre que nos dio Flint —se apresuró a comentar—. Selana, ¿no es así?

Le ofreció uno de los vasos. Ella extendió una mano esbelta, casi traslúcida, y lo cogió. Sus dedos temblaron levemente cuando Tanis echó el licor de tono pálido en el recipiente.

—Sí, me llamo Selana. —Tomó un sorbo y empezó a toser al tragárselo. Tasslehoff le dio palmadas en la espalda—. Creía que era agua —dijo entre jadeos.

—¿Agua? —El kender se echó a reír—. Vaya, sólo a un ogro se le ocurriría beber un agua que tuviese ese color, como si se hubiese cogido de un pantano.

—Tasslehoff —lo reconvino en voz baja Tanis, al reparar en la expresión apurada de la mujer. Selana bebió otro poco de licor. Los ojos se le humedecieron, pero en esta ocasión no tosió. Con gesto determinado, se volvió hacia el enano sentado en la mecedora.

—Flint Fireforge, estoy aquí para recoger mi brazalete. No soy tan estúpida para no haberme dado cuenta de que pasa algo raro. ¿No fuiste capaz de hacerlo? Quizás ahora quieras decírmelo.

—No, lo hice, ya lo creo que sí. Y era un brazalete maravilloso…, es maravilloso —se apresuró a rectificar el enano, mientras se frotaba la cara con desesperación e intentaba discurrir la mejor manera de explicar lo ocurrido.

Tasslehoff se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, a los pies de la mujer.

—Mira, todo esto es culpa mía —comenzó—. Bueno, no del todo. Fue la mala suerte la que puso el brazalete en mi muñeca por primera vez. Sabía muy bien cuánto significaba para Flint, después de que se pusiera tan furioso cuando lo perdió la primera vez, y estaba seguro de que se enfurecería y se desesperaría cuando descubriera que había sido lo bastante descuidado para perderlo de nuevo.

—¡Basta ya! —increpó el enano al kender—. No necesito que me «ayudes».

Flint procedió a relatar los acontecimientos de los últimos días, desde la fabricación de la joya, pasando por el «escamoteo» llevado a cabo por Tasslehoff, hasta llegar al robo cometido en el carro del calderero.

—Nos disponíamos a ir en busca de ese bardo ladrón para recobrar el brazalete y entregártelo —prosiguió el enano—, cuando nos…, eh…, encontramos ahí fuera. Lamento lo ocurrido más de lo que he lamentado cualquier otra cosa en toda mi vida —dijo Flint, hundiendo la cabeza en el pecho. Luego, con los dientes apretados y los ojos entrecerrados hasta hacerlos meras rendijas, añadió—: Y aun cuando me gustaría estrangular a este kender, comprendo que la responsabilidad de lo ocurrido sigue siendo mía. Si pudiera, me gustaría devolverte el dinero adelantado, pero ya lo he gastado en provisiones —admitió desasosegado.

—No quiero el dinero —declaró la joven—. Lo que me hace falta es el brazalete, e insisto en que lo recuperes de inmediato.

Su tono imperativo hizo que el enano se sonrojara aún más por la vergüenza, pero consiguió enfurecer al semielfo.

—Cierto que el brazalete no debería haberse extraviado —dijo con voz cortante—. Pero no estaría de más que mostraras un poco de paciencia y comprensión. Flint te ha dicho que intenta recobrarlo.

—¿Sabes una cosa, Flint? —intervino el kender—. Fue una suerte que me presentara en el momento oportuno. Sólo Reorx sabe quién lo habría robado de donde, tan descuidadamente, lo dejaste, si no hubiese estado yo allí para ponerlo a buen recaudo.

—¿Tan descuidadamente? —bramó el enano, que se incorporó de un salto—. ¡Ese brazalete estaba guardado en mi expositor bajo llave! Y si tú te hubieses dedicado a otros menesteres que no fuera robarlo, ladronzuelo…

—¡Ladronzuelo! —gritó Tas indignado, con los puños apretados mientras se enfrentaba al encolerizado enano—. Estoy harto de que me echen la culpa por los descuidos de otros. Escúchame, viejo… ¡Ay! ¡Me haces daño, Tanis! —Tasslehoff volvió la vista hacia el semielfo, que se había interpuesto entre los dos y le apretaba el hombro.

—Basta ya, vosotros dos —los amonestó Tanis—. Discutir no nos ayudará a encontrar el brazalete. —Se volvió hacia la pálida joven que había presenciado en silencio, espantada, el enfrentamiento. Su rostro expresaba ahora un profundo disgusto—. Si lo que quieres es el brazalete, la solución sería que Flint hiciese otro.

—¡No lo comprendes! —gritó Selana, dando un patadón en el suelo, llena de irritación—. Aun cuando hubiese tiempo para hacerlo, los componentes especiales que le entregué eran únicos. No tienes ni idea de lo mucho que pasé para conseguirlos. —El recuerdo hizo que se le escapara un sollozo.

—¿Y por qué no nos lo cuentas? —insistió Tanis. La reacción de la joven confirmó sus sospechas de que había algo más en juego que la simple pérdida del brazalete—. Ya puesta, ¿por qué no nos dices para qué necesita una chiquilla embozada un brazalete mágico que adivina el futuro?

Ella se llevó la esbelta mano a la boca.

—¿Lo sabéis?

Tanis sacudió la cabeza.

—Hasta ahora, sólo teníamos las vagas sospechas de un calderero supersticioso y las suposiciones de un kender.

La cólera hizo que los verdes ojos de la joven se tornaran oscuros.

—¿Qué derecho tienes a saberlo? ¡Me has engañado! —Alzó la mano para abofetearlo. Tanis le cogió la mano al vuelo y estrechó los ojos almendrados.

—Tanto como el que tuviste tú a encargarle a Flint que hiciera una joya «corriente». Tienes que saber el rechazo que los enanos sienten por la magia. ¿Con qué derecho le ocultaste la naturaleza mágica del brazalete?

—Nunca dije que fuera corriente —replicó ella—. Busqué un artesano conocido para que realizara un trabajo por el que se le pagó con largueza. ¿Acaso dices a tu sastre en qué ocasiones vas a vestir las ropas que te hace?

—¡Eso es distinto! —espetó Tanis.

Flint se interpuso entre ellos. Dirigió una mirada a Tanis, que soltó la muñeca de Selana.

—¿Te has vuelto loco? —lo recriminó—. Fuera cual fuera la naturaleza del brazalete, mi responsabilidad era que no le ocurriese nada. No debí perderlo de vista ni un instante. Mi obligación es recuperarlo, me lleve el tiempo que me lleve.

Su comentario, dirigido a tranquilizar a la joven, sólo consiguió arrancarle un grito de alarma.

—¿Cuánto tardarás? —preguntó.

Flint la miró sorprendido.

—Si ese tal Delbridge se ha dirigido al norte, y si doy con él… —Se encogió de hombros—, unos tres días. Menos, con un poco de suerte. Si las cosas van mal, una semana, en el peor de los casos.

—¿Y si no lo encuentras? ¿O si ha perdido también el brazalete? ¿Entonces, qué? —Su voz, por lo general baja, había alcanzado un tono agudo a causa de la agitación.

—¿Por qué es tan importante ese brazalete, Selana? —preguntó Tanis con suavidad—. ¿Quién eres para que tengas que cubrirte de ese modo?

A pesar de las lágrimas que humedecían sus hermosos ojos, entrecerrados por la furia, la joven no dudó en alzar los brazos y soltar el pañuelo que le cubría el rostro. El fino tejido cayó sobre sus hombros.

—¡Una elfa marina! —exclamó Tanis boquiabierto cuando las ondas de su brillante cabello plateado se derramaron sobre los hombros de Selana. Había oído hablar de los esquivos elfos marinos, parientes lejanos de los elfos de Qualinesti. Se decía que tenían la piel tan traslúcida que parecía azul, pero la de Selana era blanca como la leche. Sus ojos eran redondos y muy grandes, diferentes de los almendrados de los elfos terrestres. Aunque su forma era humana, los elfos marinos vivían bajo el agua. Tanis no sabía de ninguno que hubiese abandonado su medio acuático para viajar por tierra firme. A pesar de sus esfuerzos por contenerlas, las lágrimas se desbordaron de los ojos de Selana. Humillada, la joven las secó con brusquedad.

—Sí, soy una elfa dragonesti. —Estrujó entre sus dedos un pico del pañuelo con nerviosismo, mientras empezaba a pasearse de un lado a otro de la sala.

Flint olvidó su propio malestar y vergüenza al crecer una preocupación paternal por la atormentada muchacha.

—Dinos qué es lo que te preocupa tanto para que te hayas visto obligada a abandonar el mar.

Selana se detuvo en su ir y venir para examinar los tres rostros que la observaban atentos. Dejó escapar un suspiro resignado.

—Perdonadme, pero no estoy acostumbrada a confiar en extraños. De hecho, he vivido muy recluida y apenas he conocido a ninguno. —Alzó la barbilla con gesto firme—. En la lengua dragonesti, mi nombre es Selana de los Arrecifes donde Danzan las Frondas Marinas y Nadan las Anguilas, Cazadora de Tiburones, y Rayo Risueño de Luna. —Hizo una pausa y se encontró con tres pares de ojos desconcertados—. Soy la princesa Selana Sonluanaau. Mi padre era Solunatuaau, el Orador de las Lunas. —Les dio tiempo para que abrieran la boca, sorprendidos, y luego continuó:— He dicho
era
, porque murió de manera repentina en la última luna llena. —Desestimó sus miradas compasivas con un ademán.

—Aunque lo echo mucho de menos, su vida fue larga y fructífera. Le había llegado su hora. Así es como lo entendemos. —Se limpió una última lágrima con el dorso de la mano—. También es nuestra costumbre que el dirigente de nuestro pueblo posea, por naturaleza, la habilidad de vislumbrar el futuro. Mi padre tenía ese don. Sabía la proximidad de su muerte, aunque lo mantuvo en secreto hasta que fue demasiado tarde.

—¡Ya lo tengo! —gritó Tasslehoff—. ¡Necesitas el brazalete para convertirte en reina de tu pueblo!

Selana miró al kender con gesto ceñudo y sacudió la cabeza de manera que su cabello lanzó destellos iridiscentes.

—No. No quiero la corona para mí, sino para mi hermano mayor.

Tasslehoff frunció el entrecejo en un gesto meditabundo.

—Ahora sí que estoy desconcertado —admitió—. Si posee el don de ver el futuro, ¿para qué necesita el brazalete?

Una mirada de honda desesperación se plasmó en la hermosa faz de la elfa marina.

—Mi hermano Semunel es bueno, sabio y fuerte, pero por razones que sólo el dios Habbakuk conoce, no posee esa habilidad natural. —Suspiró—. Semunel será un buen gobernante, pero antes ha de subir al trono. Y no lo hará a menos que demuestre a los regentes de la Cámara Legislativa que posee el don de ver lo que está por acontecer. Sin el brazalete, no superará la prueba. —Selana reanudó sus paseos—. La deficiencia de Semunel era un secreto compartido entre mi padre, mi hermano y yo; ni siquiera mi madre lo sabía. Hay facciones que buscan ver el final de la Casa Sonluanaau en la regencia. —En un intento de calmar el torbellino de emociones que se agitaba en su interior, la princesa volcó su atención en un libro de la estantería y acarició con suavidad el lomo—. Teníamos la esperanza de que, quizás, el don estuviera latente en él y que desarrollara en cualquier momento, pero no fue así… Ahora mi padre ha muerto, y se nos ha acabado el tiempo.

Tanis se aclaró la garganta.

—No quisiera parecerte impertinente, pero, ¿no es poco honrado engañar a los regentes, y sobre todo al pueblo, si tu hermano no posee el don requerido por vuestras costumbres? Quizás Habbakuk tuvo sus razones para no otorgar a Semunel esa habilidad.

Selana, que había sacado el libro de la estantería, lo soltó de nuevo en su sitio con violencia ante lo que consideraba el descarado comentario de Tanis.

—¿Acaso es un error gobernar sabiamente un pueblo, en lugar de entregar la regencia a aquellos que harían un mal uso del poder? —En aquel momento, al mirar a Tanis, lo encontró rústico, con sus ropas vulgares y el cabello despeinado—. En cualquier caso, ¿qué puede saber de política cortesana un semielfo?

Tanis se echó a reír, aunque en su risa no había alegría.

—Más de lo que me gustaría, mi querida
princesa
—replicó con sequedad. La furia encendió las mejillas de Tanis, que abandonó la sala y se dirigió a la cocina.

—Caray, ¿qué lo reconcome? —preguntó Tas.

Por la expresión plasmada en el rostro de Selana, Flint advirtió que ella estaba también desconcertada por la reacción de Tanis. Sólo él sabía qué la había causado, pero la joven no podía imaginar las heridas que sus palabras habían abierto en el semielfo. Flint no creía tener el derecho de aclararle a la elfa marina que nadie sabía más de política cortesana que Tanis, una víctima de sus corrupciones.

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