El juego de los Vor (13 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

¡Vorbarr Sultana!

—Necesito recoger mis cosas…

—Sus habitaciones ya han sido vaciadas.

—¿Regresaré aquí?

—No lo sé, alférez.

El amanecer teñía el Campamento Permafrost de grises y amarillos cuando el gato-veloz los depositó en la pista de lanzamiento. La nave suborbital de Seguridad Imperial se encontraba posada sobre el cemento helado, como un ave de presa accidentalmente posada en un palomar. Pulida, negra e implacable, parecía romper la barrera del sonido sin moverse de allí. Su piloto estaba en posición de apresto, con los motores encendidos para el despegue.

Miles ascendió por la rampa con dificultad detrás del sargento Overholt, tironeado por el metal frío de las esposas. Diminutos cristales de hielo danzaban con el viento del noroeste. La temperatura sería estable durante la mañana, lo sabía por la sequedad particular de la humedad relativa en sus senos paranasales. ¡Dios santo, ya era hora de abandonar esa isla!

Miles inspiró profundamente por última vez, y entonces la puerta de la nave se cerró tras él con un susurro de serpiente. Dentro había un silencio profundo y denso que ni siquiera era penetrado del todo por el rugir de los motores.

Al menos no hacía frío.

6

En la ciudad de Vorbarr Sultana el otoño era una hermosa época del año, y ese día era un ejemplo de ello. El aire estaba límpido y azul, la temperatura fresca y perfecta, y hasta el olor de la neblina industrial era agradable. Las flores otoñales aún no se habían helado, pero los árboles importados de la Tierra habían mudado de color. Al bajar de la camioneta de Seguridad para entrar en el gran edificio macizo que era el Cuartel General de Seguridad Imperial, Miles alcanzó a ver uno de tales árboles. Un arce terrestre, con hojas cornalinas y un tronco gris plateado, en la acera de enfrente. Entonces la puerta se cerró. Miles retuvo la imagen de ese árbol, tratando de memorizarlo, por si acaso no llegaba a verlo nunca más.

El teniente presentó pases a los guardias de la puerta, y junto con Overholt, comenzaron a recorrer un laberinto de corredores hasta llegar a un par de tubos elevadores. Se introdujeron en el que subía, no en el que bajaba. Por lo tanto, Miles no estaba siendo conducido directamente a la prisión de alta seguridad debajo del edificio. Al comprender lo que esto significaba, lamentó profundamente no estar en el tubo que bajaba.

Les indicaron que entrasen en una oficina del nivel superior ocupada por un capitán de Seguridad, y de allí que pasaran a una oficina interior. Un hombre delgado, suave, con ropas de civil y las sienes encanecidas estaba sentado ante su enorme escritorio estudiando un vídeo en su consola. El hombre miró a los escoltas de Miles.

—Gracias, teniente, sargento. Pueden retirarse.

Overholt soltó a Miles de su muñeca y el teniente preguntó:

—Eh, ¿no correrá peligro, señor?

—Espero que no —dijo el hombre con frialdad.

Sí, ¿pero qué hay de mí?
, gimió Miles por dentro. Los dos soldados partieron y lo dejaron solo. Miles estaba sucio, barbudo, todavía con el traje de fajina negro que se había puesto… ¿Justo la noche anterior? Tenía el rostro demacrado, y tanto sus manos como sus pies seguían untados de medicina y envueltos en plástico. Ahora los dedos de sus pies se movían en su blanda matriz. No llevaba botas. Había echado una cabezada en las dos horas de vuelo, pero no se sentía más descansado. Tenía la garganta irritada y la nariz cargada, y le dolía el pecho al respirar.

Simon Illyan, Jefe de Seguridad Imperial barrayarana, cruzó los brazos y recorrió a Miles con la mirada lentamente, de la cabeza a los pies y vuelta a empezar. Miles tuvo una vaga sensación de
déjà vu.

Prácticamente todos en Barrayar temían su nombre, aunque muy pocos conocían su rostro. El efecto era cuidadosamente cultivado por Illyan, creado en parte, pero sólo en parte, sobre el legado de su formidable predecesor, el legendario Jefe de seguridad Negri. Illyan y su departamento habían proporcionado seguridad al padre de Miles durante los veinte años de su carrera política, y sólo habían fallado una vez, durante la noche del infame ataque con soltoxina. Por otro lado. Miles no sabía de ninguna persona que atemorizase a Illyan, con excepción de la madre del propio Miles. Una vez le había preguntado a su padre si esto se debía a la culpa por lo ocurrido con la soltoxina, pero el conde Vorkosigan le había respondido: «No, es sólo porque perdura el efecto de una primera impresión muy vívida». Miles había llamado a Illyan «tío Simon» hasta que ingresó en el Servicio, y «señor» después de eso.

Ahora, al mirar el rostro de Illyan, a Miles le pareció que finalmente comprendía la diferencia entre exasperación y absoluta exasperación.

Illyan terminó de inspeccionarlo, sacudió la cabeza y gimió:

—Maravilloso. Realmente maravilloso.

Miles se aclaró la garganta.

—Eh… ¿realmente estoy… bajo arresto, señor?

—Eso es lo que habremos de determinar en esta entrevista. —Illyan suspiró y se reclinó en su silla—. He estado levantado desde las dos de la mañana por este asunto. Los rumores corren por todo el Servicio llevados por la red de vídeo. Los hechos parecen mutar cada cuarenta minutos, como si fuesen bacterias. No creo que hayas podido encontrar una forma más pública para destruirte a ti mismo. Tratar de asesinar al emperador con tu navaja de bolsillo, tal vez, o violar a una oveja en la Gran Plaza a la hora más concurrida.

—El sarcasmo se mezclaba con verdadero dolor—. Él tenía tantas esperanzas puestas en ti… ¿Cómo has podido traicionarlo de ese modo?

No había necesidad de preguntar quién era «él». El gran Vorkosigan.

—No… no creo haberlo hecho, señor. No lo sé. Una luz titiló en la consola de Illyan. Este exhaló mirando a Miles con dureza y accionó un control. La segunda puerta de su oficina, camuflada en la pared a la derecha de su escritorio, se abrió para dar paso a dos hombres con uniforme verde.

El Primer Ministro, conde almirante Aral Vorkosigan llevaba su uniforme con tanta naturalidad como un animal lleva su piel. Era un hombre de altura mediana, cabellos grises, mandíbula fuerte y cicatrices. Tenía el cuerpo de un bandolero y, sin embargo, sus ojos grises eran los más penetrantes que Miles jamás hubiese visto. A su lado estaba su asistente, un teniente alto y rubio llamado Jole. Miles lo había conocido durante su última licencia. Ahora se había convertido en un oficial perfecto, valeroso y brillante… Había servido en el espacio, había sido condecorado por alguna valiente y rápida acción durante un horrendo accidente de a bordo, había paseado por todo el cuartel general mientras se reponía de sus heridas y muy pronto había sido ascendido a secretario militar por el Primer Ministro, quien tenia muy buen ojo para los nuevos talentos. Y, para colmo, era tan apuesto que debía estar filmando vídeos de reclutamiento. Miles suspiraba de celos cada vez que se cruzaba con él. Jole era incluso peor que Iván, quien a pesar de ser terriblemente atractivo, nunca había sido tildado de brillante.

Gracias, Jole —murmuró el conde Vorkosigan mientras sus ojos se encontraban con los de Miles—, Lo veré luego en la oficina.

—Sí, señor. —Jole se retiró, no sin antes dirigir una mirada de preocupación a Miles y a su superior. Entonces la puerta volvió a cerrarse.

Illyan todavía mantenía apretado un control en su consola.

—¿Se encuentra aquí de forma oficial? —le preguntó al conde Vorkosigan.

—No.

Illyan apagó algo… una grabadora, comprendió Miles.

—Muy bien —dijo con un tono de duda.

Miles hizo la venia a su padre. Este lo ignoró y lo abrazó con expresión muy seria, sin hablar. Entonces se sentó en la única silla que quedaba libre, cruzó los brazos y los pies y dijo:

—Continúe, Simon.

Illyan, quien había sido interrumpido en la mitad de lo que, según Miles, amenazaba con convenirse en un sermón, se mordió el labio con frustración.

—Aparte de los rumores —le dijo al fin—, ¿qué fue lo que ocurrió realmente en esa maldita isla anoche?

Con las palabras más neutrales y sucintas que pudo encontrar, Miles describió los eventos de la noche anterior, comenzando por el derrame de fetaína y terminando por su arresto. Su padre no hizo ningún comentarlo durante todo el relato, pero no dejaba de dar vueltas al lápiz óptico que tenía en la mano.

Cuando Miles terminó, se hizo un silencio. El lápiz estaba volviendo loco a Miles. Deseó fervientemente que su padre guardara esa maldita cosa o que la arrojara a la basura.

Por fortuna, su padre guardó el lápiz óptico en el bolsillo de su chaqueta, se reclinó en la silla y unió las yemas de los dedos con el ceño fruncido.

—Déjame entender bien esto. ¿Dices que Metzov ignoró la cadena de mando y ordenó a sus
soldados bisoños
que formasen un pelotón de fusilamiento?

—A diez de ellos. No sé si fueron voluntarios o no.

—Soldados reclutas. —El rostro del conde Vorkosigan estaba sombrío—. Muchachos.

—Dijo algo respecto a que era como el ejército contra la marina, allá en la vieja Tierra,

—¿Eh? —dijo Illyan.

—Creo que Metzov no se encontraba muy estable cuando fue exiliado a la isla Kyril después de sus problemas en la revuelta de Komarr, y quince años de rumiar el asunto no han mejorado las cosas, —Miles vaciló—. El general Metzov… ¿será interrogado por todo esto, señor?

—Según tu relato —dijo el almirante Vorkosigan—, el general Metzov arrastró a un pelotón de jovencitos a lo que estuvo cerca de convenirse en un asesinato en masa.

Miles asintió con la cabeza. En su cuerpo dolorido todavía vivía el recuerdo de aquella experiencia.

—Por ese pecado, no habrá pozo lo bastante profundo para protegerlo de mi ira. Ya lo creo que nos ocuparemos de Metzov. —Su rostro estaba espantosamente sombrío.

—¿Qué hay de Miles y los amotinados? —preguntó Illyan.

—Me temo que deberemos tratarlo como una cuestión aparte.

—O dos cuestiones aparte —precisó Illyan de forma significativa.

—Hmm… Miles, háblame de los hombres al otro extremo de las pistolas.

—Técnicos, señor, en su mayoría. Unos cuantos, griegos. Illyan hizo una mueca.

—Buen Dios, ¿ese hombre no tiene ningún sentido político?

—No que yo le haya podido observar. Pensé que traería problemas. —Bueno, lo había pensado después, tendido en el catre de su celda después de que partiera el equipo médico. Había pensado en las otras consecuencias políticas. Más de la mitad de los técnicos pertenecían a la minoría grecoparlante. De haberse convertido en una masacre, sin duda los separatistas se hubiesen echado a la calle, acusando al general de matar a los griegos por cuestiones raciales. ¿Más muertes y más caos, como después de la Masacre de Solstice?—. Se… se me ocurrió pensar que, al menos, si moría con ellos, quedaría claro que no había sido una confabulación de su gobierno ni de la oligarquía Vor. Por lo tanto, si vivía, vencía, y si moría, también. O al menos habría prestado un servicio. Fue algo así como una estrategia.

El mayor estratega de Barrayar se frotó las sienes, como si le dolieran.

—Bueno… algo así.

Miles tragó saliva.

—¿Y qué pasará ahora, señores? ¿Seré acusado de alta traición?

—¿Por segunda vez en cuatro años? —preguntó Illyan—. Diablos, no. No pienso pasar por eso otra vez. Simplemente te haré desaparecer hasta que esto se haya disipado. Aún no he decidido adónde. A la isla Kyril es imposible.

—Me alegra escucharlo. —Miles lo miró unos momentos—. ¿Qué hay de los otros?

—¿Los soldados? —dijo Illyan.

—Los técnicos. Mis… mis compañeros amotinados.

Illyan hizo una mueca ante el término.

—Sería muy injusto que yo aprovechara mi privilegio de ser un Vor y los dejara a ellos enfrentando solos las acusaciones —agregó Miles.

—El escándalo público de tu proceso dañaría la coalición centrista de tu padre. Tus escrúpulos morales podrán ser admirables, Miles, pero no estoy seguro de poder permitírmelos.

Miles clavó los ojos en el Primer Ministro, conde Vorkosigan.

—¿Señor?

El conde Vorkosigan se mordió el labio inferior con expresión pensativa.

—Sí, yo podría hacer que se levanten los cargos contra ellos, por edicto imperial. Sin embargo, eso tendría un precio. —Se inclinó hacia delante y miró a Miles con expresión muy seria—. Nunca podrías volver a prestar servicio. Los rumores se esparcirán aunque no haya un Juicio. Ningún comandante querrá tenerte a sus órdenes. Nadie confiará en ti ni creerá que llegues a ser un verdadero oficial, no un tipo protegido por privilegios especiales.

Miles exhaló un largo suspiro.

—En un extraño sentido, ésos eran mis hombres. Hágalo. Anule los cargos.

—Entonces, ¿renunciarás a tu grado? —preguntó Illyan, lívido.

Miles tenía frío y sentía ganas de vomitar.

—Lo haré —dijo con voz débil.

Con expresión abstraída, Illyan miró su consola unos momentos, pero de pronto alzó la cabeza.

—Miles, ¿cómo supiste que el general Metzov fue cuestionado por sus acciones durante la revuelta de Komarr? Es un asunto secreto.

—Ah, ¿Iván no les habló sobre la pequeña filtración en los archivos de Seguridad Imperial, señor?


¿Qué?

Maldito Iván.

—¿Puedo sentarme, señor? —murmuró Miles. La habitación daba vueltas, y le dolía la cabeza. Sin aguardar el permiso, se sentó con las piernas cruzadas sobre la alfombra, parpadeando. Su padre se movió hacia él con preocupación, pero entonces se contuvo—. Estuve haciendo averiguaciones sobre el pasado de Metzov a raíz de algo que me dijo Ahn. De paso, cuando se ocupen de Metzov, les sugiero que interroguen primero a Ahn. Él sabe más de lo que ha dicho. Lo encontrarán en alguna parte del ecuador, espero.

—Mis
archivos
, Miles.

—Ah, sí. Bueno, resulta que si uno encara una consola protegida con una de salida, se pueden leer archivos de Seguridad desde cualquier parte de la red de vídeo. Por supuesto, uno debe tener a alguien en el cuartel general para enfrentar las consolas y mostrar los archivos. Pero… bueno, pensé que usted debía saberlo, señor.

—Seguridad perfecta —dijo el conde Vorkosigan con voz ahogada. Reía entre dientes, notó Miles con sorpresa. Illyan parecía estar chupando un limón.

—¿Cómo…? —comenzó Illyan. Se detuvo para mirar con dureza al conde, y volvió a comenzar—: ¿Cómo lo descubriste?

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