Con expresión pensativa, Bonn la observó surcar el aire y hundirse en las aguas densas y oscuras.
—¿La palabra de un señor de los Vor?
—No significa nada, en estos tiempos de degradación. —Miles descubrió los dientes en una especie de sonrisa—. Pregúntele a cualquiera.
—Hmm… —Bonn sacudió la cabeza y comenzó a caminar hacia el aerodeslizador.
A la mañana siguiente. Miles acudió al cobertizo de mantenimiento para cumplir con la segunda parte de su misión de rescate de gato-veloz, limpiando todo el lodo de los equipos. El sol estaba brillante, y Miles sabía que había salido hacía cuatro horas, pero sólo eran las cinco de la mañana. Después de una hora de trabajo comenzó a sentirse entusiasmado y a entrar en calor.
A las seis y media llegó el inexpresivo teniente Bonn y le proporcionó dos ayudantes.
—Hola, cabo Olney, técnico Pattas. Volvemos a encontrarnos. —Miles sonrió con ironía. Los dos hombres intercambiaron una mirada de inquietud. Miles mantuvo su actitud completamente serena.
Luego hizo que todos, incluyendo él mismo, trabajaran enérgicamente. De forma automática la conversación se limitó a breves cuestiones técnicas. Para cuando Miles tuvo que suspender el trabajo e ir a presentarse ante el teniente Ahn, tanto el gato-veloz como la mayoría del equipo se encontraban en mejores condiciones que cuando él los recibiera.
Miles deseó un buen día a sus dos ayudantes, quienes para entonces estaban casi crispados por la incertidumbre. Bueno, si todavía no lo habían comprendido, eran casos perdidos. Miles se preguntó amargamente por qué parecía tener mucha más suerte estableciendo afinidad con hombres brillantes como Bonn, Cecil había tenido razón. Si no aprendía a mandar a los inferiores, jamás llegaría a ser un oficial del Servicio. No lo sería en el Campamento Permafrost, de todos modos.
A la mañana siguiente, el tercero de sus siete días de castigo, Miles se presentó ante el sargento Neuve. Este le entregó un gato-veloz con todo su equipo, un disco con los manuales que explicaban su funcionamiento y un programa para la limpieza de drenajes y alcantarillas en la Base Lazkowski. Evidentemente, ésta sería otra experiencia instructiva. Miles se preguntó sí el general Metzov habría escogido esta tarea personalmente. Se inclinaba a pensar que sí.
La buena noticia era que volvía a contar con sus dos ayudantes. Era evidente que ni Olney ni Pattas se habían ocupado antes de aquella faena y, por lo tanto, no podían mostrar ninguna superioridad ante Miles. Tuvieron que empezar por leer los manuales al igual que él. Miles estudió los procedimientos y dirigió las operaciones con una jovialidad que rayaba en lo maníaco, mientras sus ayudantes se volvían más y más sombríos.
Después de todo, había cierta fascinación en la tarea de limpiar los drenajes. Destapar cañerías utilizando presión podía producir ciertos efectos sorprendentes. Algunos compuestos químicos tenían propiedades bastante castrenses como, por ejemplo, la capacidad de disolver cualquier cosa al instante, incluyendo carne humana. En los tres días siguientes, Miles aprendió más de lo que jamás había imaginado que querría saber sobre la infraestructura de la Base Lazkowski. Incluso calculó el sitio exacto donde una carga bien colocada podía destruir todo el sistema, por si alguna vez decidía acabar con ese lugar.
El sexto día. Miles y su equipo fueron enviados a destapar una alcantarilla en el campo de práctica de los soldados. El lugar fue fácil de encontrar. Una orilla del camino elevado estaba cubierta por una capa de agua, mientras que en la otra sólo se veía un chorro delgado que discurría por el fondo de una profunda acequia.
Miles extrajo una larga vara telescópica de la parte trasera del vehículo y la hundió en la superficie opaca del agua. No parecía haber nada obstruyendo el extremo inundado de la alcantarilla. Lo que fuese debía estar atorado más adentro. Miles entregó la vara a Pattas y fue hasta el otro lado del camino para observar la acequia. La alcantarilla tenía poco más de medio metro de diámetro.
—Deme una luz —ordenó a Olney.
Miles se quitó el abrigo, lo arrojó dentro del gato-veloz y bajo a la acequia. Una vez allí dirigió el haz de luz hacia la abertura—. Evidentemente, la alcantarilla era un poco curva, ya que no podía ver nada. Con un suspiro, comparó el ancho de los hombros de Olney y de Pattas con los suyos.
¿Existía algo más alejado que esto de su sueño de embarcarse? Lo más que se había acercado a algo parecido era cuando había salido de expedición como espeleólogo aficionado a las montañas Dendarii. Tierra y agua contra fuego y aire. Parecía estar acumulando una monstruosa provisión de
yin
, por lo que el
yang
que necesitaría para equilibrarlo tendría que ser grandioso.
Miles sujetó la luz con más fuerza, se colocó en cuclillas y comenzó a gatear por la alcantarilla.
El agua helada empapó las rodilleras de sus pantalones. El efecto era entumecedor. Unas gotas se introdujeron bajo sus guantes. Fueron como un corte de cuchillo en sus muñecas.
Miles meditó unos momentos sobre Olney y Pattas. En los últimos días habían establecido una relación laboral fría y razonablemente eficaz con él. Sin duda, ésta se basaba en un temor divino infundido en ambos por el ángel guardián de Miles, el teniente Bonn. ¿Cómo habría hecho Bonn para lograr ejercer esa serena autoridad? Tendría que averiguarlo. El hombre era bueno en su trabajo, pero ¿qué más había?
Miles dobló por la curva, iluminó el objeto que provocaba la obstrucción y se detuvo, maldiciendo. Cuando recuperó el aliento, examinó el bloqueo más de cerca y entonces retrocedió. Se puso de pie en el fondo de la acequia, enderezando su columna vértebra por vértebra. El cabo Olney asomó la cabeza sobre la baranda del camino.
—¿Qué hay allí dentro, alférez? Miles le sonrió, todavía agitado.
—Un par de botas.
—¿Eso es todo? —dijo Olney.
—El dueño todavía las lleva puestas.
Miles llamó al cirujano de la base utilizando el intercomunicador del gato-veloz. Solicitó que se presentase con sus instrumentos de forense, una bolsa plástica y un transporte médico. Entonces, junto con sus ayudantes, cerró el extremo superior de la acequia con un letrero que arrancaron del desierto campo de práctica. Miles ya estaba tan empapado y tenía tanto frío que ni siquiera notó la diferencia cuando volvió a introducirse en la alcantarilla para atar una cuerda a los tobillos del cuerpo anónimo. Cuando emergió, ya había llegado el cirujano con su enfermero.
El cirujano, un hombre corpulento y casi calvo, espió con desconfianza en el caño de desagüe.
—¿Qué ha visto allí dentro, alférez? ¿Qué ha ocurrido?
—Desde este extremo sólo veo unas piernas, señor —le informó Miles—. Está encajado. El drenaje se obstruyó sobre él, supongo. Tendremos que ver lo que aparece cuando lo saquemos.
—¿Qué diablos estaba haciendo allí dentro? —El cirujano se rascó el cuero cabelludo. Miles extendió las manos.
—Parece una forma muy peculiar de suicidarse. Lenta y arriesgada si se trata de ahogarse.
El cirujano alzó las cejas, y tanto él como Miles tuvieron que tirar de la cuerda con Olney, Pattas y el enfermero hasta que el cuerpo rígido encajado en la alcantarilla comenzó a salir.
—Está
atascado
—observó el enfermero con un gruñido.
Finalmente, el cuerpo salió junto con un chorro de agua sucia. Pattas y Olney observaron desde lejos; Miles se pegó al hombro del cirujano. El cadáver, enfundado en un traje de fajina negro, estaba ceroso y azul. Las insignias del cuello y el contenido de sus bolsillos lo identificaron como un soldado raso de Suministros. El cuerpo no mostraba heridas evidentes, con excepción de unos moretones en los hombros y rasguños en las manos.
El cirujano apuntó unas breves notas preliminares negativas en su grabadora. No había huesos rotos ni tendones desgarrados. Hipótesis preliminar: muerte por asfixia, por hipotermia o por ambas causas, ocurrida en las últimas doce horas. Apagó su grabadora y agregó:
—Podré ser más preciso cuando lo tengamos en la enfermería.
—¿Esta clase de cosas ocurren con frecuencia por aquí? —preguntó Miles con suavidad.
El cirujano le dirigió una mirada dura.
—Rebano a varios idiotas por año. ¿Qué se puede esperar cuando se reúne a cinco mil muchachos de entre dieciocho y veinte años y se les dice que jueguen a la guerra? Admito que éste parece haber descubierto un método completamente nuevo para matarse. Supongo que uno nunca llega a verlo todo.
—¿Entonces cree que lo hizo solo? Realmente me parece muy difícil matar a un hombre y
luego
meterlo allí dentro.
El cirujano se acercó a la alcantarilla y se agachó para mirar adentro.
—Eso parece. Ah, ¿querría echar otro vistazo ahí dentro, alférez? Sólo por las dudas.
—Muy bien, señor. —Miles esperó que fuese el último viaje. Nunca hubiese imaginado que la limpieza de los drenajes iba a resultar tan… emocionante. Recorrió todo el largo de la alcantarilla revisando cada centímetro, pero sólo encontró la linterna que el hombre había dejado caer. Era evidente que el soldado había entrado en el conducto con un objetivo. ¿Qué objetivo? ¿Por qué introducirse en la alcantarilla durante la noche, en medio de una fuerte tormenta? Miles regresó y entregó la lámpara al cirujano.
Después de ayudar a embolsar y cargar el cuerpo. Miles hizo que Olney y Pattas devolvieran el letrero que bloqueaba el extremo superior de la acequia a su ubicación original. Las aguas pardas se derramaron con un rugido y desaparecieron por la alcantarilla. Miles y el cirujano se asomaron sobre la baranda del camino y observaron cómo descendía el nivel del agua en el pequeño lago.
—¿Cree que habrá otro en el fondo? —preguntó Miles con morbosidad.
—Este hombre era el único inscrito como desaparecido en el informe de la mañana —respondió el cirujano—, así que probablemente no. —Sin embargo, no parecía dispuesto a apostarlo.
Cuando bajaron las aguas, lo único que apareció fue la chaqueta empapada del soldado. Evidentemente, la había colgado sobre la baranda antes de entrar en la alcantarilla, y desde allí había caído, o el viento la había arrastrado hasta el agua. El cirujano la llevó consigo.
—Parece no impresionarse mucho —observó Pattas cuando se hubo alejado el transporte médico con el cirujano y el enfermero. Pattas no era mucho mayor que Miles.
—¿Nunca había tenido que manipular un cadáver?
—No. ¿Y usted?
—Sí.
—¿Dónde?
Miles vaciló. Los eventos ocurridos tres años antes aparecieron en su memoria. Los meses en que se había visto envuelto en un desesperado combate lejos de casa, después de haberse encontrado por accidente con un cuerpo mercenario espacial, eran un secreto que no podía mencionar, ni siquiera insinuar, aquí. De todos modos, las tropas imperiales permanentes despreciaban a los mercenarios, vivos o muertos. Pero la campaña de Tau Verde le había enseñado la diferencia entre la «práctica» y la «realidad», entre la guerra y los simulacros de guerra, y también que la muerte tenía vectores más sutiles que el contacto directo.
—Antes de venir aquí —dijo Miles con indiferencia—. Un par de veces.
Pattas se encogió de hombros y comenzó a alejarse.
—Bueno —admitió de mala gana por encima del hombro—, al menos no tiene miedo de ensuciarse las manos, señor.
Miles alzó las cejas pensativo.
No. No es a eso a lo que le temo
.
Miles marcó el drenaje como «destapado» en su panel de informe. Luego devolvió el gato-veloz, todo el equipo y a sus dos amansados ayudantes al sargento Neuve de Mantenimiento, y se dirigió a las barracas de los oficiales. Nunca en su vida había deseado más una ducha caliente.
Estaba caminando por el corredor en dirección a sus habitaciones cuando otro oficial abrió una puerta y asomó la cabeza.
—Eh… ¿alférez Vorkosigan?
—¿Sí?
—Hace un rato recibió una videollamada. Yo inscribí el código de respuesta para usted.
—¿Una llamada? —Miles se detuvo—. ¿De dónde?
—Vorbarr Sultana.
Miles sintió un escalofrío en el estómago. ¿Alguna emergencia allá en casa?
—Gracias. —Dio media vuelta y se dirigió al final del corredor, donde estaba la cabina con la videoconsola compartida por los oficiales de ese piso.
Con las ropas húmedas, se acomodó en el asiento y pulsó el mensaje. El número no le resultó conocido. Lo introdujo junto con el código de su cuenta y esperó. Sonó varias veces, y entonces la pantalla cobró vida. El rostro apuesto de su primo Iván se materializó con una sonrisa.
—¡Ah, Miles, estás ahí!
—¡Iván! ¿Dónde diablos estás tú? ¿Qué es esto?
—Oh, estoy en casa. Y no me refiero a la de mi madre. Pensé que te gustaría ver mi nuevo apartamento.
Miles se sintió desorientado, como si de alguna manera hubiese interceptado la línea de un universo paralelo, o de un plano astral alterno. Vorbarr Sultana… sí. Él mismo había vivido en la capital, en una encarnación anterior. Eones atrás.
Iván alzó la cámara y la hizo dar una rápida vuelta por el lugar.
—Está completamente amueblado. Me pasó la renta un capitán que fue transferido a Komarr. Una verdadera ganga. Acabo de mudarme. ¿Puedes ver el balcón?
Miles podía ver el balcón, bañado en el sol color miel del atardecer. La silueta de Vorbarr Sultana se alzaba en el horizonte como una ciudad de un cuento de hadas, flotando en la bruma estival.
Las flores carmesí trepaban por la reja, tan rojas que casi herían los ojos. Miles sintió que estaba a punto de derretirse o de romper a llorar.
—Bonitas flores —dijo con voz ahogada.
—Sí. Me las trajo mi novia.
—¿Novia? —Ah sí, había una vez dos sexos en los cuales se dividían los seres humanos. Uno olía mucho mejor que el otro. Mucho mejor—, ¿Cuál?
—Tatya.
—¿La conozco? —Miles se esforzó por recordar.
—No. Es nueva.
Iván dejó de mover la cámara y volvió a aparecer en la pantalla. Los sentidos exacerbados de Miles se calmaron un poco.
—¿Y cómo está el clima por allí? —Iván lo miró con más atención—, ¿Estás mojado? ¿Qué has estado haciendo?
—Fontanería… forense —respondió Miles, después de una pausa.
—¿Qué? —Iván frunció el ceño.
—No importa. —Miles estornudó—. Mira, me alegro de ver un rostro familiar y todo eso… —Era cierto, aunque se trataba de una alegría extraña y dolorosa—, Pero estoy en pleno trabajo en este momento.