Miles se levantó y empujó el pesado techo con las manos. Sus pies se hundieron en el suelo blando, pero pudo soltar una de las costillas internas de la burbuja, ahora doblada en una forzada curva. Miles estuvo a punto de desmayarse por el esfuerzo. Cada vez le resultaba más difícil respirar. Entonces encontró la parte superior de la puerta del refugio y la abrió apenas unos centímetros tirando de la arandela. lo suficiente para que pasase la vara. Había temido que el lodo negro entrase a borbotones, ahogándolo de inmediato, pero éste solo se derramó en grandes burbujas que caían pesadamente. La comparación era obvia y repulsiva.
Dios, pensar que yo había creído estar sumergido en mierda antes de esto
.
Miles empujó la varilla hacia arriba. Ésta se resistió, deslizándose entre sus palmas húmedas. No eran diez centímetros. Ni veinte. Un metro, un metro treinta, y la vara comenzaba a quedarle corta. Miles se detuvo, la sujetó de más abajo y volvió a intentarlo. ¿La resistencia era menor? ¿Había llegado a la superficie?
Tal vez había un poco menos que su propia altura entre el techo del refugio y el aire libre. La posibilidad de respirar. ¿Cuánto tardaría en recorrer esa distancia? ¿Cuánto tardaba en cerrarse un agujero de lodo? Su visión se oscurecía, y no era por la falta de luz. miles apagó el tubo calorífero y lo guardó en el bolsillo delantero de su chaqueta. la profunda oscuridad lo llenó de pavor. O tal vez era el CO
2
. Ahora o nunca.
En un impulso, se inclinó para desabrocharse las botas y el cinturón, y entonces dio un tirón a la arandela abriendo la puerta. Comenzó a cavar como un perro, llenando la burbuja con grandes globos de fango. Se escurrió por la abertura, reunió fuerzas, inspiró por última vez y se impulsó hacia arriba.
Cuando alcanzó la superficie, el pecho le latía con fuerza y sus ojos lo veían todo borroso y rojizo. ¡Aire! Escupió cieno negro con trocitos de helecho y parpadeó, tratando infructuosamente de aclararse los ojos y la nariz. Con dificultad levantó primero una mano y luego la otra con la intención de colocarse en posición horizontal, como una rana. El frío lo envolvía. Podía sentir el lodo que se cerraba alrededor de sus piernas y lo entumecía como el abrazo de una hechicera. Sus pies presionaron con fuerza sobre el techo del refugio. Éste se hundió y Miles se elevó un centímetro. Ya no lograría subir más de ese modo. Ahora tendría que arrastrarse. Sus manos se cerraron sobre un helecho, pero éste cedía y le permitía avanzar muy poco. El aire frío cortaba en su garganta como una bendición. El abrazo de la hechicera se hizo más apretado. Miles sacudió las piernas en vano una última vez. Muy bien. Ahora… ¡arriba!
Sus piernas se deslizaron de las botas y los pantalones, sus caderas quedaron en libertad y Miles rodó sobre el fango. Entonces permaneció tendido sobre la traicionera superficie, mirando el cielo gris y turbulento. La chaqueta de su uniforme y su ropa interior larga estaban empapadas en lodo, y había perdido un calcetín térmico junto con las botas y los pantalones. Estaba cayendo aguanieve.
Lo encontraron horas más tarde, acurrucado sobre el debilitado tubo calorífero, metido en un compartimento para equipos dentro de la estación meteorológica automatizada. Tenia los ojos hundidos en el rostro ennegrecido, y tanto sus pies como sus orejas estaban blancos. Sus ateridos dedos violáceos tironeaban de dos cables, en un movimiento constante e hipnótico, la clave de emergencias del Servicio. La clave que sería leída en las descargas de estática del barómetro en la oficina meteorológica de la base. Suponiendo que alguien se molestase en observar las repentinas anormalidades en las transmisiones de aquella estación, o que notase el ritmo pautado de aquel sonido.
Sus manos continuaron moviéndose con el mismo ritmo durante minutos después de que lo hubieron sacado de su pequeño cajón. Cuando trataron de enderezar su cuerpo, el hielo de desprendió de la espalda de su chaqueta. Durante un largo rato no lograron sacarle palabra, sólo un susurro tembloroso. Lo único que ardía eran sus ojos.
Flotando en el tanque calórico en la enfermería de la base, Miles consideró desde varios ángulos la crucifixión de los dos saboteadores del centro de vehículos motorizados. Una era hacerlo cabeza abajo. Colgados a poca altura sobre el mar desde un trineo antigravitatorio. Mejor aún, empalados boca arriba en un pantano en medio de una ventisca… Pero para cuando su cuerpo estuvo caliente y el enfermero lo hubo sacado del tanque para secarlo, examinarlo nuevamente y alimentarlo de manera apropiada, su cabeza se había enfriado.
No había sido un intento de asesinato. Y, por lo tanto, no estaba obligado a informar del asunto a Simon Illyan, el temido Jefe de Seguridad Imperial y la mano derecha de su padre. La idea de que los siniestros oficiales de Seguridad Imperial viniesen para llevarse a esos dos bufones era adorable, pero resultaba tan poco práctica como matar ratones con un cañón. Y, de todos modos, ¿a qué sitio peor que ése podía enviarlos Seguridad Imperial?
Sin duda su intención había sido que el gato-veloz se hundiese un poco mientras él efectuaba las reparaciones en la estación, haciéndole pasar por el embarazoso trance de llamar a la base pidiendo maquinaria pesada para sacarlo de allí. Embarazoso, no mortal. Ni ellos ni nadie podían haber previsto su inspirada precaución de atar el refugio al vehículo con una cadena, que en el análisis final había sido lo que había estado a punto de matarlo. A lo sumo era un asunto para Seguridad del Servicio, o de disciplina corriente.
Miles descolgó los pies por el costado de la cama, la única ocupada de toda la enfermería, y dio vueltas a la comida que quedaba en su bandeja. El enfermero entró y observó las sobras.
—¿Ya se siente bien, señor?
—Sí —dijo Miles de mal humor.
—Eh… no ha terminado su comida.
—No suelo hacerlo. Siempre me dan demasiada.
—Sí, supongo que se sentirá bastante… —El enfermero anotó algo en su visor y se acercó para inspeccionar las orejas de Miles. Luego revisó sus píes, observando dedo por dedo—. Parece que no perderemos ninguna pieza aquí. Por suerte.
—¿Trata con frecuencia casos de congelación? —
¿O soy el único idiota?
Las evidencias presentes parecían sugerirlo.
—Oh, cuando lleguen los soldados, este lugar estará atestado. Congelaciones, neumonías, huesos rotos, contusiones, concusiones… Se vuelve muy bullicioso durante el invierno. Se llena de infortunados soldados de pared a pared. Y también de algunos desafortunados oficiales que arrastran consigo. —El enfermero se levantó e introdujo algunos datos más en su ordenador—. Temo que ahora tendré que darle el alta, señor.
—¿Teme? —Miles alzó las cejas con expresión interrogante. El enfermero enderezó la espalda adoptando el gesto inconsciente de alguien que debe transmitir una mala noticia. Esa vieja expresión de «Me dijeron que le dijese esto, yo sólo cumplo órdenes».
—Se le ha ordenado presentarse en la oficina del comandante en cuanto yo le dé el alta, señor.
Miles consideró la posibilidad de sufrir una recaída inmediata. No. Sería mejor terminar lo antes posible con esto.
—Dígame, enfermero, ¿alguna vez alguien ha hundido un gato-veloz?
—Desde luego. Los soldados bisoños suelen perder cinco o seis por temporada. Sin contar los empantanamientos menores. Los ingenieros se fastidian mucho con ello. El comandante les prometió que la próxima vez él… ¡Ejem! —El enfermero se detuvo.
Fantástico, pensó Miles. Realmente fantástico. Ya podía imaginar lo que le esperaba.
Miles regresó rápidamente a sus habitaciones para cambiarse de ropa. La bata del hospital no era lo más adecuado para la entrevista que tenía por delante. De inmediato se encontró con un pequeño problema. Su traje de fajina parecía demasiado informal, pero el uniforme de etiqueta estaba fuera de lugar en cualquier parte que no fuese el cuartel general imperial de Vorbarr Sultana. Los pantalones verdes y las botas de media caña seguían en el fondo del pantano. Sólo había traído un uniforme de cada clase consigo; el resto de su ropa todavía no había llegado.
Para él no era posible pedirle prestado algo a un vecino. Sus uniformes estaban hechos discretamente a medida y costaban casi cuatro veces más que los estándar. Parte de ese coste era por el esfuerzo de confeccionarlos con un aspecto indistinguible por fuera, y a la vez logrando que disimulasen las imperfecciones de su cuerpo mediante sutiles costuras hechas a mano. Miles murmuró una maldición y se puso su traje de etiqueta completo, con las lustrosas botas hasta las rodillas. Al menos estas últimas evitaban los bragueros en sus piernas.
«General Stanis Metzov», rezaba el cartel sobre la puerta, «Comandante de la Base». Desde su primer encuentro desafortunado, Miles se había ocupado asiduamente de evitar al comandante. Esto no resultaba algo difícil de lograr en compañía de Ahn, a pesar de la reducida población en la isla Kyril durante ese mes; Ahn evitaba a todo el mundo. Ahora Miles lamentó no haber conversado más con los otros oficiales. Permanecer aislado, incluso para concentrarse en sus nuevas tareas, había sido un error. En cinco días, sin duda alguien le hubiese mencionado los voraces pantanos asesinos de la isla.
Un cabo que manejaba el tablero de mando en una antesala lo hizo pasar a la oficina. Ahora debía esforzarse por encontrar el lado bueno de Metzov, suponiendo que el general lo tuviese. Miles necesitaba aliados. El general Metzov lo miró desde su escritorio sin sonreír, mientras él saludaba y aguardaba.
Hoy el general estaba agresivamente vestido con un traje de fajina negro. A la altura de Metzov en la jerarquía, este estilo de ropa solía indicar una deliberada identificación con El Combatiente. La única concesión hecha a su grado era la pulcritud absoluta de la prenda. Sólo llevaba tres de sus condecoraciones, todas ganadas en combate. Su seudomodestia lo había llevado a podar el resto del follaje. Mentalmente, Miles aplaudió e incluso envidió el efecto. De forma inconsciente y natural, Metzov tenía todos los requisitos del jefe de combate.
Estaban al cincuenta por ciento las probabilidades con el uniforme, y yo tenía que equivocarme
, pensó Miles irritado mientras los ojos de Metzov lo recorrían con sarcasmo, de arriba abajo, observando el brillo contenido de su uniforme de etiqueta. Muy bien, señalaban las cejas de Metzov, ese Miles tenía todo el aspecto de uno de esos estúpidos Vor acostumbrados al cuartel general. Aunque no era nada raro encontrarse con uno de los de su tipo. Miles decidió interrumpir la crítica y abrir el fuego.
—¿Sí, señor…?
Metzov se apoyó contra el respaldo del sillón, y sus labios se curvaron.
—Veo que ha encontrado unos pantalones, alférez Vorkosigan. Y también, eh… unas botas de montar. No sé si sabe que no hay caballos en esta isla.
Ni tampoco en el cuartel general imperial
, pensó Miles con irritación.
Yo no diseñé estas malditas botas
. Una vez su padre había sugerido que sus oficiales de estado mayor las necesitaban para montar caballos de batalla. Incapaz de pensar en una respuesta ingeniosa para la humorada del general. Miles permaneció en un decoroso silencio, con el mentón levantado y en posición de firmes.
—Señor.
Metzov se inclinó hacia delante, uniendo las manos, y sus ojos volvieron a tornarse duros.
—Ha perdido un valioso gato-veloz, con todo su equipo, por haberlo dejado estacionado en un área claramente marcada como Zona de Inversión de Permafrost. ¿Ya no enseñan a leer los mapas en la Academia Imperial? ¿Sólo se aprenden cuestiones de diplomacia… a beber el té con las damas?
Miles reprodujo el mapa en su mente. Podía verlo con claridad.
—Las áreas azules estaban marcadas ZIP. Esas siglas no estaban definidas. Ni en la clave ni en ninguna otra parte.
—Entonces deduzco que tampoco leyó su manual.
Había estado sumergido en manuales desde su llegada. Funciones del meteorólogo, equipos técnicos especiales…
—¿Cuál de ellos, señor?
—Reglamentos de la Base Lazkowski. Miles trató desesperadamente de recordar si alguna vez había, visto un disco semejante.
—Es… es posible que el teniente Ahn me haya dado una copia. Anteanoche. —La verdad era que Ahn había arrojado toda una caja de discos sobre su cama, en la barraca de oficiales. Había comenzado a empaquetar sus cosas, le dijo, y quería que Miles se quedase con su biblioteca. Esa noche Miles había leído dos de los discos antes de dormirse y, por lo visto, Ahn había regresado a su propio compartimento para comenzar a celebrar su marcha. A la mañana siguiente, Miles había partido con el gato-veloz…
—¿Y aún no lo ha leído?
—No señor.
—¿Por qué?
Me tendieron una trampa
, gimió la mente de Miles. Podía sentir la atenta presencia del secretario de Metzov, quien permanecía a sus espaldas junto a la puerta, conviniendo la reprimenda en algo público. Y si él hubiese leído el maldito manual, ¿esos dos canallas del centro de vehículos hubieran logrado engañarlo de todos modos? Ya no tenía importancia, sería castigado por esto.
—No tengo excusa, señor.
—Bien, alférez, en el capítulo tres de los Reglamentos de la Base Lazkowski encontrará una descripción completa de todas las zonas Permafrost, junto con las normas para evitarlas. Es posible que quiera leerlos, cuando no esté muy ocupado… tomando el té.
—Sí, señor. —El rostro de Miles parecía vitrificado. El general tenía derecho a desollarlo con un cuchillo vibratorio…, pero en privado. El uniforme confería a Miles autoridad, pero ésta apenas si alcanzaba para compensar las deformidades que lo con vertían en blanco de los arraigados prejuicios genéticos de Barrayar. Una humillación pública que rebajaba esa autoridad ante hombres a quienes también debía mandar, se acercaba mucho a un acto de sabotaje. ¿Deliberado o inconsciente?
El general apenas comenzaba a tomar bríos.
—Es posible que el Servicio todavía proporcione alojamiento a los señoritos Vor en el Cuartel General, pero aquí, en el mundo real, donde existen cosas por las cuales luchar, no necesitamos zánganos. Yo he peleado mucho para alcanzar el grado que tengo. Yo vi las víctimas en el alzamiento de Vordarian antes de que usted naciera…
Yo fui una víctima en el alzamiento de Vordarian antes de nacer
, pensó Miles, cada vez más irritado. El gas de soltoxina que casi había matado a su madre embarazada y convertido a Miles en lo que era había sido un veneno puramente militar.