El juego de los Vor (7 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

—… y combatí en la revuelta de Komarr. Vosotros, los chiquillos criados en la última década, no tenéis noción de lo que es el combate. Estos largos períodos de paz debilitan el Servicio. Sí continúan mucho tiempo más, cuando llegue una crisis no habrá nadie con verdadero adiestramiento en combate.

La presión interna hizo que los ojos de Miles se torcieran un poco.

¿Entonces, Su Majestad Imperial debería suministrar una guerra cada cinco años, para apoyar las carreras de sus oficiales?
Su mente vaciló un poco sobre el concepto de
verdadero adiestramiento
. ¿Sería un primer indicio sobre el motivo por el cual este oficial de aspecto soberbio había ido a parar a la isla Kyril?

Metzov continuaba explayándose, estimulado por sus propias palabras.

—En una verdadera situación de combate, el equipo de un soldado resulta vital. Puede significar la diferencia entre la victoria y la derrota. Un hombre que pierde su equipo pierde su eficacia como soldado. En una guerra tecnológica, un hombre desarmado es tan inútil como una mujer. ¡Y usted se ha dejado desarmar!

Miles se preguntó con acidez si, por lo tanto, el general consideraría que en una guerra tecnológica una mujer armada podía ser tan útil como un hombre… No, probablemente no. No tratándose de un barrayarano de su generación.

La voz de Metzov volvió a descender, pasando de la filosofía militar a lo práctico e inmediato. Miles se sintió aliviado.

—El castigo acostumbrado para un hombre que pierde su vehículo en un pantano es sacarlo de allí por sus propios medios. A mano. Tengo entendido que eso no será factible, ya que la profundidad a la que se hundió el suyo ha marcado un nuevo récord en el campamento. No obstante, se presentará a las catorce horas ante el teniente Bonn, de Ingeniería, para asistirlo según él lo disponga.

Bueno, eso era justo, sin duda. Y probablemente también resultase educativo. Miles rezó para que aquella entrevista estuviese llegando a su fin.

¿Ya me puedo retirar?
Pero el general guardó silencio y adoptó una expresión pensativa.

—Por los daños que ha causado en la estación meteorológica… —comenzó Metzov lentamente; pero entonces enderezó la espalda con firmeza. Miles casi hubiese podido jurar que sus ojos se iluminaron con un ligero resplandor rojizo, y que sus labios se curvaron en una sonrisa—. Usted supervisará las tareas de limpieza durante una semana. Cuatro horas diarias. Eso además de sus otras obligaciones. Preséntese ante el sargento Neuve de Mantenimiento todos lo días a las cinco de la mañana.

El cabo que se hallaba junto a la puerta emitió una leve exclamación. Miles no supo cómo interpretarla. ¿Risa? ¿Horror?

Pero…
¡era injusto!
Perdería una parte significativa del precioso tiempo que le quedaba para asimilar las enseñanzas de Ahn…

—¡El daño que he causado en la estación meteorológica no se debió a un estúpido accidente como el ocurrido con el vehículo, señor! Era necesario para mi supervivencia.

El general Metzov le dirigió una mirada muy fría.

—Que sean seis horas diarias, alférez Vorkosigan. Miles habló con los dientes apretados, y las palabras salieron como pinzas.

—¿Hubiese preferido la entrevista que estaría manteniendo en este mismo momento si yo me hubiese dejado morir de frío, señor?

El silencio cayó sobre ellos y se hinchó como un animal muerto en la ruta bajo el sol del verano.

—Puede retirarse, alférez —dijo el general Metzov al fin. Sus ojos eran dos hendiduras brillantes.

Miles saludó, dio media vuelta y se marchó, rígido como un fusil antiguo. O como una tabla. O como un cadáver. La sangre latía en sus ojos, y tenía el mentón levantado. Pasó junto al cabo, quien se hallaba en posición de firmes, logrando una buena imitación de una estatua de cera—. Traspuso la puerta, atravesó la antesala y, al fin, se encontró a solas en el corredor del edificio administrativo.

Miles se maldijo en silencio, y luego lo hizo en voz alta. Realmente debía tratar de cultivar una actitud más normal hacia sus oficiales superiores. La raíz del problema estaba en la forma en que había sido educado. Demasiados años de andar entre generales, almirantes y otros oficiales de alto rango en la residencia Vorkosigan, en el almuerzo, durante la cena y a todas horas. Demasiado tiempo sentado en silencio como un ratón, cultivando la invisibilidad, teniendo ocasión de escuchar sus enardecidas discusiones y debates sobre cientos de temas. Los veía tal como se veían entre ellos, quizá. Cuando un alférez normal miraba a su comandante, debía ver a un ser divino, no a un… a un futuro subordinado. Se suponía que un nuevo alférez pertenecía a una especie infrahumana de todos modos.

Y, sin embargo…
¿qué ocurría con ese sujeto, Metzov?
Ya había conocido a otros de su calaña. Muchos eran soldados joviales y eficaces, siempre y cuando no se metieran en política. Como partido, los militares conservadores habían quedado eclipsados desde la desastrosa invasión a Escobar, cuando la camarilla de oficiales que la había planeado sufriera una sangrienta derrota. Pero Miles sabía que en la mente de su padre no había desaparecido la amenaza de una revolución de extrema derecha, de una facción decidida a salvar al emperador de su propio gobierno.

Por lo tanto, ¿era algún sutil olorcillo político el que había hecho erizar el vello en la nuca de Miles? Difícilmente. Un hombre con verdadera sutileza política hubiese tratado de utilizarlo, no de maltratarlo.

¿O sólo estás furioso porque te endilgó la humillante tarea de supervisar la recolección de desperdicios?
No era necesario ser un extremista para hallar cierto placer sádico en imponérselo a un representante de la clase Vor. ¿Sería que el mismo Metzov habría sido maltratado por un arrogante miembro de la familia alguna vez? Políticas, sociales, genéticas… las posibilidades eran infinitas.

Miles se sacudió la electricidad estática de la cabeza y fue a ponerse su traje de fajina para dirigirse a Ingeniería de la Base. Ya no había nada que hacer, estaba más enterrado que su gato-veloz. Simplemente tendría que evitar a Metzov todo lo posible durante los siguientes seis meses. Si Ahn era capaz de hacer las cosas tan bien, sin duda él también podría.

El teniente Bonn se preparaba para sondear en busca del gato-veloz. Se trataba de un hombre delgado, de unos veintiocho o treinta años, con un rostro fragoso recubierto por una piel amarillenta y picada de viruela, enrojecida por el clima. Ojos oscuros y calculadores, manos de aspecto competente y un aire sarcástico que, según le pareció a Miles, podía ser permanente y no estar dirigido sólo a él. Bonn y Miles chapotearon por el pantano mientras dos técnicos vestidos con overoles aislantes negros permanecían sentados sobre su pesado aerodeslizador, estacionado en tierra firme sobre unas rocas cercanas. El sol era débil, y el viento incesante era frío y húmedo.

—Pruebe por aquí, señor —sugirió Miles mientras señalaba, tratando de calcular ángulos y distancias en un sitio que sólo había visto en la oscuridad—. Creo que tendrá que bajar al menos dos metros.

El teniente Bonn le dirigió una mirada lúgubre, colocó su larga sonda metálica perpendicular al suelo y la hundió en el pantano. El instrumento se atascó casi de inmediato. Miles frunció el ceño confundido. El gato-veloz no podía haberse elevado…

Con expresión aburrida, Bonn apoyó su peso en la vara y la hizo girar. Esta comenzó a descender lentamente.

—¿Con qué ha topado? —preguntó Miles.

—Hielo —gruñó Bonn—. De unos tres centímetros de espesor. Hay una capa de hielo bajo el lodo. Es igual que un lago congelado, sólo que en lugar de agua hay fango.

Miles pisó fuerte para comprobarlo. Mojado, pero sólido. Parecido a como estaba cuando decidió acampar allí.

Mientras lo observaba, Bonn agregó:

—El grosor del hielo varía con el clima. Puede ser de unos pocos centímetros o llegar hasta el fondo. En pleno invierno puede estacionarse una nave de carga sobre este pantano. Al llegar el verano, se debilita. Por más sólido que parezca, puede convertirse en líquido en cuestión de unas pocas horas, cuando sube la temperatura, y luego volver a endurecerse.

—Creo… creo haber descubierto eso.

—Apóyese —le ordenó Bonn lacónicamente, y Miles sujetó la vara para ayudarlo a cavar—. Pudo sentir el crujido cuando atravesaron la capa de hielo. Si la noche en que se había hundido la temperatura hubiese bajado un poco más, y el lodo se hubiese congelado, ¿habría sido capaz de romper el sello de hielo? Miles se estremeció y alzó la cremallera de su chaqueta hasta la mitad.

—¿Tiene frío? —dijo Bonn.

—Pensaba.

—Bien. Conviértalo en un hábito. —Bonn accionó un control, y la vara sónica emitió su señal a una frecuencia que hacía rechinar los dientes. El visor mostró una silueta brillante con forma de lágrima a unos pocos metros—. Allí está. —Bonn observó las cifras en el visor—. Se encuentra bien abajo, ¿verdad? Le dejaría desenterrarlo con una cucharita de té, alférez, pero supongo que llegaría el invierno antes de que terminase. —Bonn suspiró y observó a Miles como imaginando la escena.

Miles también podía imaginarla.

—Sí, señor —asintió con cautela.

Juntos extrajeron la sonda. El lodo negro se escurrió dentro de sus guantes. Bonn marcó el punto exacto y llamó a sus técnicos agitando una mano.

—¡Aquí, muchachos! —Ellos bajaron el aerodeslizador y avanzaron por el pantano. Bonn y Miles se apartaron de su camino y se dirigieron hacia las rocas donde estaba la estación meteorológica.

El aerodeslizador se elevó en el aire y se situó sobre el pantano. Su haz de tracción, diseñado para trabajos pesados en el espacio, horadó el suelo. Con un rugido, el lodo, la materia vegetal y el hielo saltaron por los aires en todas direcciones. En cuestión de minutos, el haz había creado un enorme cráter con una perla brillante en el fondo. De inmediato las paredes del cráter comenzaron a cerrarse, pero el operador de la máquina afinó el haz e invirtió su dirección, con lo cual el gato-veloz fue succionado hacia arriba hasta abandonar su útero. El refugio desinflado colgaba de forma repulsiva de su cadena. El aerodeslizador depositó su carga con sumo cuidado sobre las rocas y luego aterrizó a su lado.

Bonn y Miles se acercaron para observar los despojos cubiertos de lodo.

—Usted no se encontraba en ese refugio, ¿verdad alférez? —dijo Bonn, tocando la burbuja desinflada con el pie.

—Sí, señor. Esperaba que amaneciera. Yo… me quedé dormido.

—Pero saltó antes de que se hundiera.

—Pues… no. Cuando desperté ya estaba bien abajo, Las cejas torcidas de Bonn se alzaron.

—¿Cuánto?

Miles se llevó una mano al mentón.

Bonn pareció sorprendido.

—¿Cómo logró salir con la succión?

—Con dificultad. Y adrenalina, supongo. Se me salieron las botas y los pantalones. Lo cual me recuerda que quisiera tomarme unos minutos para buscar mis botas, ¿Me lo permite, señor?

Bonn agitó una mano y Miles regresó al pantano, rodeando el círculo de lodo vomitado por el haz de tracción, pero sin acercarse al cráter, que se llenaba rápidamente. Encontró una de sus botas recubiertas de fango, pero no pudo hallar la otra. ¿Debía guardarla por si alguna vez llegaban a amputarle una pierna? Aunque, en ese caso, probablemente se trataría de la otra. Miles suspiró y volvió a trepar hasta donde estaba Bonn.

El teniente observó la bota estropeada con el ceno fruncido.

—Pudo haber muerto —dijo, como si acabase de comprenderlo.

—En tres ocasiones. Asfixiado en el refugio, atrapado en el pantano o congelado mientras aguardaba que me rescatasen. Bonn le dirigió una mirada penetrante.

—Ya lo creo. —Se alejó del refugio desinflado y miró a su alrededor, como observando el panorama. Miles le siguió. Cuando estuvieron lejos de los técnicos, Bonn se detuvo y escudriñó el pantano—. He escuchado, de manera extraoficial —comenzó—, que cierto técnico llamado Pattas se jactaba frente a uno de sus compañeros diciendo que él lo había hecho caer en esto. Y que usted era tan estúpido que ni siquiera sabía que había sido una trampa. Esa fanfarronada podía haber sido… bastante poco brillante si usted hubiese muerto.

—Si hubiese muerto, no habría importado si se jactaba o no. —Miles se encogió de hombros—. Si a una investigación del Servicio se le pasaba por alto, puedo garantizarle que una de Seguridad Imperial lo hubiese descubierto.

—¿Sabía que se trató de una trampa? —Bonn estudió el horizonte.

—Sí.

—Entonces me sorprende que no haya acudido a Seguridad Imperial.

—¿Sí? Piénselo un poco, señor.

La mirada de Bonn regresó a Miles, como haciendo un inventario de sus desagradables deformidades.

—Para mí lo suyo no tiene sentido, Vorkosigan. ¿Por qué lo admitieron en el Servicio?

—¿Por qué cree que fue?

—Por privilegio de ser un Vor.

—Acertó a la primera.

—¿Entonces por qué se encuentra aquí? Los privilegiados Vor van al Cuartel General.

—Vorbarr Sultana es hermoso en esta época del año —dijo Miles. ¿Y cómo lo estaría pasando su primo Iván en ese momento?—. Pero yo quiero embarcarme.

—¿Y no pudo arreglarlo? —dijo Bonn con escepticismo.

—Se me dijo que debía ganármelo. Por eso me encuentro aquí. Para demostrar que soy apto para el Servicio. O… que no. Solicitar una manada de lobos de Seguridad Imperial a una semana de mi llegada, para que registren la base de arriba abajo buscando conspiradores en un asesinato… cuando, según creo, no los ha habido… no me ayudara a alcanzar mi objetivo. No importa lo entretenido que pueda resultar.

Presentar cargos confusos con su palabra frente a la de ellos dos… Aunque Miles hubiese presionado para lograr una investigación formal, a la larga el alboroto le hubiese perjudicado más que a sus dos atormentadores. No. Ninguna venganza valía más que el
Prince Serg
.

—El centro de vehículos motorizados se encuentra en la cadena de mando de ingeniería. Si Seguridad Imperial cayera sobre él, también caerían sobre mí.

—Los ojos de Bonn brillaron.

—Usted tiene derecho a caer sobre quien le plazca, señor. Pero si tiene formas extraoficiales de recibir información, deduzco que también debe tenerlas para transmitirla. Después de todo, sólo cuenta con mi palabra sobre lo que ocurrió. —Miles alzó su bota estropeada y volvió a arrojarla al pantano.

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