—Está bien —dijo Miles, decidido a verificar todo aquello en los registros meteorológicos de la base en cuanto tuviera oportunidad. Estiró el cuello para mirar el panel de Ahn—. ¿De dónde sacó todos esos números que acaba de introducir?
Ahn miró su panel sorprendido.
—Bueno… son las cifras correctas.
—No estaba cuestionando su exactitud —dijo Miles con paciencia—. Quiero saber dónde las ha obtenido. Así podré hacerlo mañana. mientras usted todavía esté aquí para corregirme.
Ahn agitó la mano libre en un gesto de frustración.
—Bueno…
—Usted no las está inventando, ¿verdad? —preguntó Miles con desconfianza.
—¡No! —dijo Ahn—. No lo había pensado, pero… creo que es por la forma en que huele el día—. Inhaló profundamente, a modo de demostración.
Miles frunció la nariz y olfateó el aire. Frío, sal marina, fango de la costa, humedad y moho. El calor de los circuitos en la colección de instrumentos que había a su lado. Pero por su nariz no llegaba ninguna información sobre la temperatura media, la presión barométrica y la humedad del momento, y mucho menos sobre las de las dieciocho horas siguientes. Miles señaló el instrumental meteorológico con el pulgar.
—¿Esta cosa tiene alguna especie de «medidor olfativo» que reproduzca lo que usted está haciendo?
Ahn pareció verdaderamente perplejo. Era como si su sistema interno, cualquiera que éste fuese, hubiera sido trastornado por una repentina toma de conciencia de su existencia.
—Lo siento, alférez Vorkosigan. Tenemos los pronósticos corrientes por ordenador, por supuesto, pero, a decir verdad, no los he utilizado en muchos años. No son lo bastante precisos.
Miles miró a Ahn y tuvo una terrible revelación. El hombre no mentía ni bromeaba ni estaba inventado todo aquello. Eran los quince años de experiencia los que, en forma subliminal, le permitían llevar a cabo mediciones tan sutiles. Una reserva de experiencia que Miles no podía reproducir.
Ni tampoco querría hacerlo
, admitió para sí.
Más tarde, ese mismo día, mientras se decía a sí mismo que sólo se estaba familiarizando con los sistemas, Miles verificó todas las sorprendentes afirmaciones de Ahn en los archivos meteorológicos de la base. Ahn no había estado bromeando respecto al wah-wah. Y, peor aún, tampoco había estado bromeando sobre los pronósticos por ordenador. El sistema proporcionaba predicciones locales con un 86% de exactitud, descendiendo a un 73% cuando se trataba de un pronóstico con una semana de anticipación. Ahn y su nariz mágica alcanzaban una precisión del 96%, descendiendo a un 94% en el segundo caso.
Cuando Ahn se vaya, esta isla experimentará un descenso del 11 al 21% en la precisión de los pronósticos. Sin duda, lo notarán
.
Evidentemente, oficial de Meteorología, Campamento Permafrost, era un puesto con mucha más responsabilidad de lo que Miles había supuesto. El clima allí podía ser mortífero.
¿Y este sujeto me dejará solo en esta isla, con seis mil hombres armados, diciéndome que salga a husmear por si viene el wah-wah?
En el quinto día, cuando Miles casi acababa de decidir que su primera impresión había sido demasiado dura, Ahn sufrió una recaída. Miles aguardó una hora a que el teniente y su nariz se presentasen en la oficina meteorológica para comenzar las tareas del día. Finalmente extrajo las mediciones rutinarias del ordenador secundario, las introdujo de todos modos, y salió de expedición.
Después de un rato encontró a Ahn todavía en su litera, en las barracas de oficiales, roncando empapado de sudor, oliendo a… ¿aguardiente de frutas? Miles se estremeció. Intentó despertarlo con sacudidas, pellizcos y gritos en su oído, pero no logró nada. Ahn sólo se acurrucó aún más entre las mantas y las emanaciones nocivas, gimiendo. Con pesar, Miles apartó las imágenes de violencia que se agolpaban en su mente y se dispuso a seguir adelante. De todos modos, muy pronto tendría que arreglárselas por sus cuenta.
Miles marchó cojeando hasta el centro de vehículos motorizados. El día anterior, Ahn lo había llevado a una patrulla de reparaciones de las cinco estaciones meteorológicas más cercanas a la base, todas las cuales operaban mediante sensores a distancia. La sexta y más lejana estaba programada para ese día. Los desplazamientos por la isla Kyril se realizaban en un vehículo todo terreno llamado gato-veloz, el cual había resultado casi tan divertido de conducir como un trineo antigravitatorio. Los gatos-veloces eran unas lágrimas tornasoladas adheridas al suelo que atravesaban la tundra, pero ofrecían la garantía de no ser arrastradas por los vientos wah-wah. Según le habían explicado a Miles, el personal de la base se había cansado de sacar trineos antigravitatorios del mar helado.
El centro de vehículos motorizados era otro refugio semienterrado como casi todos los de la Base Lazkowski, sólo que más grande. Miles logró encontrar al cabo Olney, quien les había entregado un vehículo el día anterior. El técnico que lo asistía trajo el gato-veloz desde el depósito subterráneo hasta la entrada, y a Miles le resultó de un aspecto vagamente familiar. Alto, con traje de faena negro, cabello oscuro… aunque eso describía al ochenta por ciento de los hombres de la base. Cuando habló con su pronunciado acento, Miles lo reconoció al instante. Era uno de los que comentaba en voz baja en la pista el día de su llegada. Con un esfuerzo se obligó a no reaccionar.
Miles revisó la lista de suministro de que estaba provisto el vehículo antes de firmar por él, tal como Ahn le había enseñado. Todos los gatos-veloces debían contar con un equipo completo de supervivencia en el frío. Con cierto desprecio, el cabo Olney observó cómo Miles se movía torpemente mientras realizaba la inspección.
Está bien, soy lento
, pensó Miles con irritación.
Nuevo e inexperto. Ésta es la única forma de llegar a ser menos nuevo e inexperto. Paso a paso
. Controló su timidez con un esfuerzo. Dolorosas experiencias le habían enseñado que la timidez era una actitud muy peligrosa.
Concéntrate en la tarea, no en los malditos mirones. Siempre has tenido «público». Es probable que siempre vayas a tenerlo
.
Miles desplegó el mapa sobre el capó del vehículo y señaló al cabo el itinerario que pensaba realizar. Según Ahn, esta información era un asunto de seguridad. Olney acusó recibo con un gruñido, mostrando una expresión de profundo aburrimiento, palpable pero no demasiado evidente como para que Miles se viera forzado a notarlo.
El técnico vestido de negro, Pattas, se asomó sobre el hombro enjuto de Miles, frunció los labios y habló.
—Oh, alférez,
señor
. —Nuevamente, el énfasis se acercó bastante a la ironía—. ¿Se dirige a la Estación Nueve?
—¿Sí?
—Para estar seguro tendría que estacionar su vehículo protegido del viento, eh… en esa hondonada, justo abajo de la estación. —Un dedo grueso señaló una zona marcada en azul sobre el mapa—. La verá al llegar. De ese modo no tendrá problemas cuando quiera volver a poner en marcha su gato-veloz.
—La potencia de esos motores es suficiente para el espacio —dijo Miles—. ¿Cómo podría tener problemas?
Los ojos de Olney se encendieron y, de pronto, se tornaron indiferentes.
—Sí, pero en caso de que se levante el wah-wah, usted no querrá que se lo lleve.
Me llevaría a mí antes que a nada
.
—Pensé que estos vehículos eran lo bastante pesados como para no ser arrastrados.
—Bueno, tal vez no puedan ser arrastrados, pero se ha sabido de casos en que el viento los ha hecho volcar —murmuró Pattas.
—¡Oh! Bueno. Gracias.
El cabo Olney tosió. Miles se alejó con el vehículo mientras Pattas lo despedía alegremente agitando una mano.
La barbilla de Miles se contrajo en un antiguo tic nervioso. Inspiró profundamente para relajarse y abandonó la base para continuar a campo traviesa. Entonces aumentó la velocidad, atravesando la vegetación similar a un helechal oscuro. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Un año y medio, dos… tratando de demostrar su competencia ante cada hombre con quien se cruzaba en la Academia Imperial, cada vez que hacía alguna cosa? Tal vez se había relajado durante el tercer año, y ahora había perdido la práctica. ¿Sería de este modo cada vez que llegase a un nuevo puesto? Probablemente, reflexionó con amargura, y aceleró un poco más. Pero él sabía que esto era parte del juego cuando exigió su derecho a jugar.
El día era casi cálido, el sol casi brillante, y miles estaba casi animado para cuando llegó a la Estación Seis, sobre la costa este de la isla. Era un placer estar a solas un rato. Sólo él y su trabajo. Sin público. Tiempo para tomarse su tiempo y hacer las cosas bien. Miles trabajó alegremente revisando fuentes de alimentación, vaciando aparatos de muestreo, buscando señales de corrosión, averías o conexiones sueltas en el equipo. Y si dejaba caer una herramienta, no había nadie que hiciese comentarios sobre los espasmódicos mutantes. Con el relajamiento de la tensión, cometía menos torpezas, y el tic desapareció. Miles terminó, se estiró e inhaló el aire húmedo de buen humor, deleitándose con el desacostumbrado lujo de la soledad. Incluso se tomó algunos minutos para caminar por la playa y observar los detalles de los pequeños caracoles marinos arrastrados por las olas.
Uno de los aparatos de muestreo de la Estación Ocho estaba averiado, con un medidor de humedad destrozado. Para cuando lo hubo reemplazado comprendió que había sido muy optimista al calcular el tiempo que le demandaría su itinerario. El sol descendía hacia un crepúsculo verdoso cuando Miles abandonó la zona donde se combinaba la tundra con unos afloramientos rocosos cerca de la costa norte, casi había oscurecido.
Utilizando su haz de luz, Miles confirmó que la Estación Diez se encontraba arriba, en las montañas volcánicas entre los ventisqueros. Sería mejor no intentar una expedición en la oscuridad. Aguardaría las pocas horas que faltaban para el amanecer, e informó de sus cambios de planes a la base, distante ciento sesenta kilómetros al sur. El operador de turno no pareció terriblemente interesado. Mejor.
Sin observadores, Miles aprovechó la ocasión para probar todos esos fascinantes equipos acomodados en la parte trasera del gato-veloz. Era mucho mejor practicar ahora, cuando las condiciones eran buenas, que hacerlo luego en medio de una tempestad. Cuando estuvo montada, la pequeña burbuja protectora con capacidad para albergar a dos hombres fue casi como un palacio para Miles, considerando su tamaño y su soledad. Se suponía que en invierno debía ser aislada con nieve. Miles la situó a favor del viento, junto al vehículo, estacionado en el lugar que le habían recomendado: una depresión varios metros por debajo de la estación meteorológica, la cual estaba situada sobre un afloramiento rocoso.
Miles reflexionó sobre el peso relativo del refugio comparado con el del gato-veloz. En su mente todavía permanecía vivido un vídeo que Ahn le había enseñado sobre el wah-wah. El excusado portátil volando por el aire a más de cien kilómetros por hora le había causado particular impresión. Ahn no había sabido decirle si se encontraba ocupado por alguien en el momento en que se había hecho la filmación. Miles decidió tomar la precaución de atar el refugio al vehículo con una cadena corta. Satisfecho, se agachó y entró en la burbuja.
El equipo era de primer nivel. Descolgó un tubo calorífero y, sentado con las piernas cruzadas, se calentó bajo su resplandor. Los alimentos eran de la mejor calidad. Sobre la plancha extensible calentó una bandeja con varios compartimentos que contenían guisado, vegetales y arroz. Se preparó una buena cantidad de jugo de frutas con el polvo suministrado. Después de comer y guardar las sobras, se acomodó sobre el mullido cojín, insertó un disco-libro en su visor y se preparó para pasar la breve noche leyendo.
Había estado algo tenso en las últimas semanas. En los últimos años. El disco-libro, una novela que la condesa le había recomendado, no tenía nada que ver con las maniobras militares de Barrayar, con las mutaciones, con la política ni con el clima. Miles ni siquiera supo en qué momento se quedó dormido.
Miles despertó sobresaltado, parpadeando bajo la tenue luz cobriza del tubo calorífero. Sentía que había dormido mucho tiempo y, sin embargo, las paredes transparentes de la burbuja se veían oscuras. Un miedo irracional le obstruyó la garganta. Maldición, no importaba que se hubiese quedado dormido, no llegaría tarde para ningún examen. Observó el cronómetro que brillaba en su muñeca.
Ya debía haber aclarado por completo.
Las paredes flexibles del refugio estaban hundidas hacia dentro. No quedaba ni un tercio del espacio original, y el suelo estaba arrugado. Miles empujó el plástico delgado y frío con un dedo. El material cedió lentamente, como mantequilla blanda, y retuvo la marca de su dedo.
¿Qué diablos
…?
Sentía un fuerte latido en la cabeza y tenía la garganta obstruida; el aire era sofocante y húmedo. Era como… como una reducción de oxigeno y un exceso de CO
2
en una emergencia espacial. ¿Allí? El vértigo de su desorientación pareció ladear el suelo.
El suelo
estaba
ladeado, comprendió con indignación, profundamente torcido hacia abajo, oprimiendo una de sus piernas. Miles se soltó con un movimiento brusco. Luchando contra el pánico inducido por el CO
2
, se tendió de espaldas y trató de respirar más despacio y pensar más rápido.
Estoy bajo tierra
. Hundido en alguna clase de arena movediza. De lodo movedizo. ¿Esos malditos canallas del centro de vehículos motorizados se lo habrían hecho a propósito? Y él había caído directamente en la trampa.
Un pantano lento, tal vez. No habías notado que el vehículo se hundiera en el tiempo que le había llevado levantar el refugio. De otro modo, se hubiese percatado de la trampa. Claro que estaba oscuro en ese momento. Pero si se había estado hundiendo durante horas, mientras dormía…
Cálmate
, se dijo con desesperación. Posiblemente la superficie de la tundra, el aire libre, se encontraba a no más de diez centímetros sobre su cabeza. O diez metros…
¡Cálmate!
Tanteó por el refugio buscando algo que pudiese utilizar como sonda. Había visto un tubo largo y telescópico con punta de cuchillo que se empleaba para recoger muestras de hielo glaciar. Estaba en el vehículo. Junto al intercomunicador. Y, según el ángulo del suelo, el gato-veloz se encontraba un par de metros por debajo y al oeste de su situación actual. Era el vehículo el que lo estaba arrastrando. La burbuja sola bien podía haber flotado en ese pantano camuflado de la tundra. Si lograba soltar la cadena, ¿se elevaría? No lo bastante rápido. Sentía el pecho cargado de algodón. Si no respiraba pronto aire puro, se asfixiaría. Ese refugio se transformaría en su sepulcro. ¿Sus padres estarían allí mirando cuando finalmente fuese encontrado, cuando desenterrasen el vehículo y la burbuja de la ciénaga? Su cuerpo estaría paralizado con un rictus en la boca, dentro de esa odiosa parodia de un saco amniótico…
Cálmate
.