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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

El juego de los Vor (9 page)

—Yo he terminado mi turno hace un par de horas —le explicó Iván—. Llevaré a Tatya a cenar dentro de un rato. Un poco más y no me hubieses encontrado. Así que cuéntame rápido, ¿cómo es la vida en la infantería?

—¡Oh, grandiosa! La Base Lazkowski es algo diferente, sabes. No es un alojamiento para los señoritos Vor como el Cuartel General.

—¡Yo cumplo con mi trabajo! —dijo Iván algo ofendido—, A decir verdad, a ti te gustaría lo que hago. Procesamos información. Te sorprendería ver la cantidad de datos que introducen en un día. Es como estar en la cima del mundo. Sería perfecto para ti.

—Qué curioso. He pensado que la Base Lazkowski sería perfecta para ti, Iván. ¿No habrán invertido nuestras órdenes? Iván se tocó la nariz y emitió una risita.

—No lo sé. —Su expresión risueña desapareció para dar paso a una sincera preocupación—. Cuídate, ¿quieres? En realidad no tienes muy buen aspecto.

—He tenido una mañana fuera de lo normal. Si me lo permites, podría ir a darme una ducha.

—Oh, está bien. Cuídate.

—Disfruta tu cena.

—Sí. Adiós.

Voces de otro universo. Aunque Vorbarr Sultana sólo estaba a un par de horas de vuelo suborbital. En teoría. Para Miles fue un oscuro consuelo recordar que todo el planeta no se había reducido al horizonte gris plomizo de la isla Kyril, aunque su porción de él parecía haberlo hecho.

A Miles le resultó difícil concentrarse en el clima durante el resto de aquella jornada. Afortunadamente, su superior no hizo ninguna observación al respecto. Desde el hundimiento del gato-veloz, Ahn había tendido a mantener un silencio culpable y nervioso con Miles, salvo cuando debía brindarle alguna información específica. Al terminar su horario de trabajo. Miles se dirigió directamente a la enfermería.

El cirujano continuaba trabajando, o al menos estaba sentado frente a su consola cuando Miles asomó la cabeza y lo saludó.

—Buenas noches, señor. El cirujano alzó la vista.

—¿Sí, alférez? ¿Qué ocurre?

Miles tomó sus palabras como una invitación a entrar, a pesar del tono poco alentador de su voz.

—Me preguntaba qué habría averiguado sobre ese sujeto que sacamos de la alcantarilla esta mañana. El cirujano se encogió de hombros.

—No hay mucho que averiguar. Se verificó su identificación. Murió por asfixia. Todas las evidencias físicas y metabólicas: estrés, hipotermia, hematomas… indican que quedó atascado allí una media hora antes de morir.

Lo he clasificado «muerte por accidente».

—Sí, pero ¿por qué?

—¿Por qué? —El cirujano alzó las cejas—. Eso tendrá que preguntárselo a él.

—¿No quiere averiguarlo?

—¿Con qué fin?

—Bueno… para saberlo. Para estar seguro de que ha sido así. El cirujano le dirigió una mirada fría.

—No estoy cuestionando sus informes médicos, señor —agregó Miles rápidamente—, Pero es que todo resulta tan extraño… ¿No siente curiosidad?

—Ya no —respondió el cirujano—. Estoy satisfecho con saber que no fue suicidio ni asesinato, así que sean cuales sean los detalles, al final el resultado es muerte por estupidez, ¿verdad?

Miles se preguntó si ése habría sido el epitafio del cirujano para él en caso de que se hubiese hundido con el gato-veloz.

—Supongo que sí, señor,

Cuando estuvo fuera de la enfermería, azotado por el viento húmedo. Miles vaciló. Después de todo, el cadáver no le pertenecía. No era un caso en que la propiedad fuese del descubridor. Había puesto la situación en manos de las autoridades correspondientes. Ahora ya no era asunto suyo. Y sin embargo…

Todavía quedaban varias horas de luz, y de todos modos a él le resultaba difícil dormir en aquellos días interminables. Regresó a sus habitaciones y, después de ponerse los pantalones de entrenamiento, una camisa y zapatos deportivos, salió a correr.

El camino junto a los campos de práctica estaba desierto. El sol se arrastraba como un cangrejo hacia el horizonte. Miles dejó de correr para comenzar a caminar, y luego avanzó aún más despacio. Los refuerzos de sus piernas le irritaban la piel. Algún día, no muy lejano, se tomaría el tiempo necesario para reemplazar los huesos frágiles y largos de sus piernas por otros de material sintético. Y, de paso, someterse a una cirugía podía servirle para abandonar la isla Kyril, si la situación era demasiado insostenible, antes de que se cumpliesen los seis meses. Aunque eso sería hacer trampa.

Miles miró a su alrededor, tratando de imaginar el lugar en la oscuridad y bajo la lluvia. Si él hubiese sido soldado, chapoteando por ese camino a medianoche, ¿qué habría visto? ¿Qué podía haber hecho que el hombre fijase su atención en la alcantarilla? Antes que nada, ¿por qué diablos había ido hasta allí en medio de la noche? Por ese camino sólo se llegaba a una pista de obstáculos y a un campo de tiro.

Allí estaba la acequia… No, la suya era la siguiente, un poco más adelante. Había cuatro alcantarillas en ese medio kilómetro de camino recto y elevado. Miles encontró la acequia que buscaba y se inclinó sobre la baranda, observando el hilo de agua que corría debajo. Ahora no había nada de atractivo en ello, de eso estaba seguro. ¿Por qué, por qué, por qué…?

Miles trepó la parte superior del camino, examinando la superficie de la ruta, la baranda, los helechos húmedos que lo rodeaban. Llegó a la curva y regresó, estudiando el lado opuesto. Al fin llegó a la primera acequia, en el extremo del tramo recto, sin descubrir nada que le resultase interesante.

Miles se apoyó contra la baranda y reflexionó. Muy bien, era hora de intentar usar un poco la lógica. ¿Qué sentimiento abrumador había hecho que el soldado se introdujese en el desagüe? ¿Ira? ¿Qué había estado persiguiendo? ¿Miedo? ¿Qué podía haberlo perseguido a él? ¿Un error? Miles lo sabía todo respecto a errores. ¿Y si el hombre se había equivocado de alcantarilla?

De forma impulsiva. Miles descendió a la primera acequia. El hombre podía haber estado atravesando metódicamente todas las alcantarillas… y, de ser así, ¿lo habría hecho desde la base hacia fuera o desde los campos hacia la base? Otra posibilidad era que se hubiese equivocado en la oscuridad y bajo la lluvia y bajado a otra acequia. Miles las recorrería todas si era necesario, pero prefería acertar en el primer intento. Incluso aunque no hubiese nadie observando. Esta alcantarilla era de un diámetro algo más ancho que la segunda, la que resultara mortal. Miles extrajo la linterna de su cinturón, se introdujo en el caño y comenzó a examinarlo, centímetro a centímetro.

—¡Ah! —exclamó con satisfacción cuando se hallaba a mitad de camino bajo la ruta. Allí estaba su recompensa, pegada a la pared superior de la alcantarilla con cinta engomada. Un paquete envuelto en plástico impermeable.
Qué interesante
.

Miles salió y se sentó en la boca de alcantarilla, sin preocuparse por la humedad, pero cuidando de no resultar visible desde el camino.

Colocó el paquete sobre sus piernas y lo estudió con gran expectación, como si fuera un regalo de cumpleaños. ¿Serían drogas, contrabando, documentos secretos, dinero robado? Personalmente, Miles deseaba encontrar documentos secretos, aunque resultaba difícil imaginar que alguien los tuviese en la isla Kyril, exceptuando tal vez unos informes de rendimiento. Unas drogas estarían bien, pero una red de espionaje sería simplemente maravilloso. Él se convertiría en un héroe de Seguridad… Su mente avanzaba a toda velocidad y ya comenzaba a planear el próximo movimiento de su investigación secreta. Seguir el rastro del hombre muerto mediante las pistas más sutiles hasta llegar a algún cabecilla, quién sabía cuán importante. Los dramáticos arrestos, tal vez una recomendación del mismo Simon Illyan… El paquete era abultado, pero crujía un poco… ¿Telegramas plásticos?

Con el corazón acelerado, Miles lo abrió… y se desplomó aturdido y decepcionado. De sus labios salió una pequeña exclamación, mitad risa y mitad gemido.

Pasteles
. Dos docenas de
lisettes
, una especie de panecillos glaseados y rellenos con fruta confitada. Tradicionalmente, estas golosinas se preparaban para los festejos del solsticio de verano. Unos panecillos rancios, hechos un mes y medio atrás. Vaya una causa por la cual morir…

La imaginación de Miles no tuvo dificultades para bosquejar el resto. El soldado había recibido este paquete de su madre, novia o hermana y había querido protegerlo de sus voraces compañeros, quienes lo hubiesen hecho desaparecer en pocos segundos. Tal vez el hombre añoraba su hogar, y había estado racionando los panecillos uno a uno en un rito masoquista, combinando placer y dolor en cada bocado. O quizá los había guardado para alguna ocasión especial.

Luego llegaron los dos días de intensas lluvias, y el hombre habría comenzado a temer por su tesoro secreto. Entonces debió salir en su rescate, pasando por alto la primera acequia en la oscuridad. Al ver que las aguas subían, posiblemente se había desesperado y entrado en la segunda, pero cuando hubo comprendido su error, ya era demasiado tarde…

Triste. Un poco deprimente. Pero nada
útil
. Miles suspiró, se colocó el paquete bajo el brazo y regresó a la base para entregárselo al cirujano.

El único comentario del cirujano cuando Miles le explicó lo que había descubierto fue:

—Sí. Muerte por estupidez. Lo que dije. —Con aire ausente, mordió un
lisette
y lo olió.

Al día siguiente, Miles terminó de cumplir sus tareas en mantenimiento sin encontrar nada interesante en las alcantarillas. Probablemente era mejor así. Al otro día llegó el cabo asistente de Ahn de su larga licencia. Miles descubrió que el cabo, quien había estado trabajando en la oficina meteorológica durante un par de años, manejaba gran parte de la información que él había obtenido en las últimas dos semanas devanándose los sesos. Aunque no contaba con la nariz de Ahn.

El teniente Ahn abandonó el Campamento Permafrost completamente sobrio, recorriendo la rampa que conducía al transporte por sus propios medios. Miles fue hasta la pista para despedirlo, aunque no sabía con certeza si le alegraba o le entristecía ver partir al meteorólogo. Ahn se veía feliz, sin embargo, y su rostro lúgubre estaba casi iluminado.

—¿Adonde piensa ir una vez que haya entregado su uniforme? —le preguntó Miles.

—Al ecuador.

—Ah. ¿A qué parte del ecuador?

—A
cualquier parte
del ecuador —respondió Ahn con vehemencia.

Miles supuso que al menos escogería un lugar donde hubiese una gran área de tierra.

Ahn vaciló unos momentos en la rampa y lo miró.

—Cuídese de Metzov —le advirtió al fin.

El consejo pareció llegar demasiado tarde, por no mencionar que era demasiado vago. Miles le dirigió una mirada de exasperación y alzó las cejas.

—Dudo mucho de que piense invitarme a participar en sus fiestas este año.

Ahn pareció incómodo.

—No me refería a eso.

—¿Y a qué se refería?

—Bueno… no lo sé. Una vez vi…

—¿Qué?

Ahn sacudió la cabeza.

—Nada. Fue hace mucho. Ocurrían cosas muy locas entonces, cuando culminaba la revuelta de Komarr. Pero será mejor para usted si se mantiene lejos de él.

—Ya antes he tenido que tratar con viejos ordenancistas.

—Oh, él no es exactamente un ordenancista. Pero tiene cierto rasgo… en ocasiones puede resultar peligroso. Que nunca llegue a sentirse verdaderamente amenazado por usted, ¿de acuerdo?

—¿Yo amenazar a Metzov? —El rostro de Miles mostró su desconcierto. A pesar de que no olía a alcohol, era posible que Ahn no estuviese tan sobrio después de todo—. Vamos, no puede ser tan terrible. De otro modo no lo hubiesen puesto a cargo de los reclutas.

—Ellos se rigen por su propia jerarquía… los instructores dependen de sus respectivos comandantes. Metzov sólo está a cargo de la planta física permanente de la base. Usted es un sujeto bastante agresivo, Vorkosigan. Nunca lo presione hasta el límite, o lo lamentará. Y eso es cuanto le diré. —Ahn cerró la boca y continuó subiendo la rampa.

Ya lo estoy lamentando
, pensó gritarle Miles. Bueno, su semana de castigo ya había pasado. Era posible que Metzov se hubiese propuesto humillarlo con las tareas de mantenimiento, pero en realidad le habían resultado bastante interesantes. Lo que sí era humillante era haber hundido el gato-veloz. Eso lo había hecho por su cuenta. Miles saludó a Ahn con la mano antes de que el teniente desapareciera en el transporte. Entonces se encogió de hombros y cruzó la pista en dirección al edificio administrativo, lugar que ahora le resultaba familiar.

Después de que el cabo asistente de Miles abandonara la oficina para almorzar, Miles tardó como dos minutos en ceder a la tentación de satisfacer la curiosidad que Ahn había despenado en su mente. Al fin se sentó frente a la consola y pidió los antecedentes de Metzov. Las fechas, asignaciones y promociones del comandante de la base no eran terriblemente informativas, aunque entre líneas se podía leer un poco de su historia.

Metzov había entrado en el Servicio unos treinta y cinco años atrás. Sus principales promociones se habían producido durante la conquista del planeta Komarr, hacía unos veinticinco años. El rico sistema de Komarr, plagado de conductos de agujeros de gusano, era el único portal a las rutas que unían la galaxia. Komarr había probado su inmensa importancia estratégica para Barrayar a principios del siglo, cuando su oligarquía gobernante aceptó un soborno para dejar pasar una flota invasora cetagandana por sus agujeros de gusano y descender sobre Barrayar. Echar fuera a los cetagandanos había consumido toda una generación barrayarana. Barrayar había capitalizado su lección sangrienta con el padre de Miles, pero el inevitable efecto secundario de asegurar las puertas de Komarr había sido pasar a tener un poder galáctico menor pero significativo, y Barrayar continuaba pagando las consecuencias.

De algún modo, Metzov había logrado estar en el lado correcto durante el alzamiento de Vordarian, ocurrido dos décadas atrás, un intento puramente barrayarano de arrebatarle el poder al Emperador Gregor, quien entonces tenía cinco años, y a su regente. Para Miles, la única explicación lógica de que un oficial aparentemente competente como Metzov hubiera acabado en la isla Kyril era que había escogido el bando equivocado en aquella refriega civil. Pero la interrupción en la carrera de Metzov parecía haberse producido durante la revuelta de Komarr, unos dieciséis años atrás. En el archivo no había ningún indicio sobre las razones, con excepción de una referencia a otro archivo. Un código de Seguridad Imperial. Y allí acababa todo.

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