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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

El juego de los Vor (22 page)

A ambos. Él es mío. Un prisionero en fuga, perseguido por Dios sabe qué enemigos, deprimido hasta convertirse en un suicida potencial, y es todo mío
.

Miles contuvo una carcajada demente.

10

Ahora que las reverberaciones de los golpes comenzaban a ceder, Miles pudo reflexionar y comprendió que debía esconderse. En su calidad de esclavo, Gregor estaría abrigado, alimentado y seguro hasta llegar a la Estación Aslund, pero él no debía ponerlo en peligro. Tal vez. Miles la añadió a su lista de lecciones de vida. La llamaría «Regla 27B: Nunca tomar decisiones tácticas mientras se sufren accesos electroconvulsivos».

Miles comenzó a examinar la cabina. La nave no era una prisión, y había sido diseñada como un transporte barato, no como una celda inexpugnable. Los dos compartimientos vacíos debajo de las literas dobles eran demasiado grandes y evidentes. En el suelo había una tapa que ocultaba tuberías refrigerantes, cables y la rejilla gravitatoria. La concavidad era larga y estrecha. Unas voces en el corredor apresuraron la decisión de Miles. Se introdujo en el ajustado espacio con el rostro hacia arriba, los brazos apretados al cuerpo, y exhaló.

—Siempre fuiste bueno para jugar al escondite —dijo Gregor con admiración, y cerró la tapa.

—En aquel entonces era más pequeño —murmuró Miles con las mejillas aplastadas. Los tubos y las cajas de circuitos se clavaban en su espalda y sus nalgas. Gregor colocó los cerrojos y por unos momentos todo quedó a oscuras y en silencio. Como un ataúd. Como una flor en un libro. Él era una clase de espécimen biológico, de todos modos—. Un alférez en lata.

La puerta se abrió y unos pasos se detuvieron sobre el cuerpo de Miles, oprimiéndolo todavía más. ¿Notarían el eco apagado de esa franja del suelo?

—De pie, técnico. —La voz de un guardia se dirigía a Gregor. Entonces se escucharon unos ruidos sordos. El hombre daba la vuelta a los colchones y abría las puertas de los compartimientos. Había hecho bien en no ocultarse dentro de ellos.

—¿Dónde está, técnico? —A juzgar por los movimientos encima suyo. Miles dedujo que Gregor estaba junto a la pared, probablemente con un brazo retorcido en la espalda.

—¿Dónde está quién? —dijo Gregor con dificultad. El rostro contra la pared, por supuesto.

—Tu pequeño compañero, el mutante.

—¿Ese hombrecito extraño que me siguió? No es ningún compañero mío. Se fue. Más movimientos…

—¡Ay! —El brazo del emperador había sido levantado otros cinco centímetros, calculó Miles.

—¿Adónde fue?

—¡No lo sé! No tenía buen aspecto. Alguien lo había golpeado con una cachiporra eléctrica. Hacía poco. No quería verme envuelto en ello. Se fue pocos minutos después de que despegara.

Bien
por Gregor; podía estar deprimido, pero no era estúpido. Miles frunció los labios. Tenía la cabeza vuelta hacia un costado, con una mejilla contra la tapa y la otra apretada contra algo que se parecía a un rallador de queso.

Más ruidos sordos.

—¡Basta! ¡Se fue! ¡No me peguen!

Unos gruñidos ininteligibles de los guardias, el crujido de una cachiporra eléctrica, una exclamación ahogada y el sonido de un cuerpo que caía sobre una litera.

La voz de un segundo guardia, teñida por la incertidumbre.

—Debe de haber escapado de vuelta al Consorcio, antes del despegue.

—Bueno, es problema de ellos. Pero será mejor que registremos toda la nave para estar seguros. Los de Detenciones parecían dispuestos a romperle el culo a ese sujeto.

—Al final parece que se lo romperán a ellos.

—Ja. No pienso apostar.

Los dos pares de botas abandonaron la cabina. La puerta se cerró suavemente. Silencio.

Miles sabía que para cuando Gregor se decidiese a levantar la tapa, su espalda luciría una notable colección de moretones. Le estaba costando mucho trabajo respirar y necesitaba ir al baño. Vamos, Gregor…

Debía liberar a Gregor lo antes posible de su esclavitud en cuanto llegaran a la Estación Aslund. Los operarios de esa clase se veían expuestos a los trabajos más sucios y peligrosos, a toda clase de radiaciones, a difíciles condiciones de vida y a infinidad de accidentes. Aunque, a decir verdad, también era un buen disfraz para ocultarse de los enemigos. Cuando estuvieran en libertad debían buscar a Ungari, el hombre con las tarjetas de crédito y los contactos; después de eso… bueno, después de eso Gregor sería problema de Ungari. Sí, todo sería muy simple. No tenía por qué asustarse. ¿Se habrían llevado a Gregor? ¿Él habría tratado de escapar por su cuenta y…?

Se oyeron unos pasos; la luz comenzó a penetrar en el nicho y la tapa se levantó.

—Se han ido —susurró Gregor. Miles se desencajó lentamente, centímetro a centímetro, y se sentó en el suelo. Muy pronto trataría de levantarse.

Gregor tenía una marca roja en la mejilla y se la apretaba con la mano.

—Me golpearon con una cachiporra eléctrica. No… no fue tan terrible como lo había imaginado. —En realidad, Gregor parecía sentirse algo orgulloso de sí mismo.

—Utilizaron la potencia mínima —le gruñó Miles. Gregor disimuló sus sentimientos de inmediato y le ofreció una mano para ayudarlo a levantarse. Miles la cogió y se puso de pie con dificultad, para luego dejarse caer sentado en una litera. Le habló a Gregor sobre sus planes de buscar a Ungari.

Gregor se encogió de hombros.

—Será más rápido que mi plan.

—¿Tu plan?

—Iba a comunicarme con el cónsul barrayarano de Aslund.

—Ah, bien —dijo Miles—, Entonces… tú no necesitas que yo te rescate.

—Si llegué hasta aquí, supongo que podría haberlo hecho por mi cuenta, pero… también está mi otro plan.

—¿Cuál?


No
comunicarme con el cónsul barrayarano. Tal vez sea mejor que hayas aparecido cuando lo hiciste. —Gregor se tendió en su litera y fijó la vista en el techo—. Hay algo que es seguro, una oportunidad como ésta no volverá a presentarse.

—¿De escapar? ¿Y cuántas personas morirán, allá en casa, tratando de comprar tu libertad? Gregor frunció los labios.

—Considerando el alzamiento de Vordarian como un hito en los golpes palaciegos, digamos unos siete u ocho mil.

—No estás incluyendo a Komarr.

—Ah, sí, si incluimos a Komarr la cifra sería mayor —le concedió Gregor. Su boca se curvó en una expresión irónica carente de humor—. No te preocupes, no hablo en serio. Sólo… sólo quería saberlo. Podría haberlo logrado por mi cuenta, ¿no crees?

—¡Por supuesto! Esa no es la cuestión.

—Lo era para mí.

—Gregor —dijo Miles con impaciencia, moviendo los dedos sobre la rodilla— esto es algo que te haces a ti mismo. Tú tienes poder. Papá peleó durante toda la regencia para preservarlo. ¡Sólo necesitas ser más firme!

—Bien, alférez. Si yo, tu comandante supremo, te ordenara que abandonases esta nave en la Estación Aslund y que te olvidases de que alguna vez me habías visto, ¿lo harías?

Miles tragó saliva.

—El mayor Cecil dijo que yo tenía problemas con la subordinación.

Gregor casi sonrió.

—El bueno de Cecil. Lo recuerdo. —Su sonrisa se desvaneció. Gregor se apoyó sobre un codo—. Pero si ni siquiera puedo controlar a un alférez bastante bajito, ¿cuánto menos a un ejército o a un gobierno? No se trata de poder. He asistido a todas las clases de tu padre sobre el poder, sus espejismos y usos. Lo tendré a su debido tiempo, lo quiera o no. ¿Pero poseo la fuerza necesaria para manejarlo? Piensa en la mala actuación que tuve durante el complot de Vordrozda y Hessman, hace cuatro años.

—¿Volverías a cometer ese error? ¿Confiar en un adulador?

—No, ése no.

—¿Y entonces?

—Bueno, debo superarme, o de otro modo a Barrayar le convendrá más no tener ningún emperador.

¿Hasta qué punto esa caída por el balcón había sido involuntaria? Miles apretó los dientes.

—No respondí a tu pregunta sobre las órdenes como un alférez. Lo hice como lord Vorkosigan. Como amigo.

—Ah.

—Mira, tú no necesitas que yo te rescate. Es posible que necesites a Illyan, pero no a mí. Sin embargo, hace que me sienta mejor.

—Siempre es agradable sentirse útil —dijo Gregor, y ambos sonrieron. La expresión de Gregor perdió su amargura—. Ah… y es agradable tener compañía.

Miles asintió con la cabeza.

—Ya lo creo.

Durante los dos días siguientes. Miles pasó bastante tiempo metido en el nicho o en los compartimientos bajo las literas, pero su cabina sólo fue registrada una vez más. En dos ocasiones otros prisioneros se acercaron para conversar con Gregor, y por sugerencia de Miles éste les devolvió la visita. El Emperador lo estaba haciendo bastante bien. Compartía sus raciones con Miles automáticamente, sin emitir una queja ni un comentario, y no quería aceptar porciones más grandes por más que Miles insistiera.

En cuanto la nave descendió sobre la Estación Aslund, Gregor fue desembarcado Junto con el resto de la cuadrilla. Miles aguardó con nerviosismo. Debía esperar un poco para asegurarse de que los guardias habían descendido, pero no demasiado, ya que la nave podía volver a partir y llevarlo consigo.

Cuando Miles asomó la cabeza, el corredor estaba oscuro y desierto. La portilla estaba abierta de ese lado. Él todavía llevaba puesta la camisa celeste y los pantalones sobre su otra ropa, ya que de ese modo le resultaría más sencillo confundirse en la distancia.

Miles descendió con pasos firmes y quedó paralizado al encontrarse con un hombre vestido de negro y dorado. Su aturdidor estaba enfundado, y entre las manos tenía una taza humeante. Sus ojos rojizos miraron a Miles con indiferencia. Miles le dirigió una leve sonrisa, y continuó caminando. El hombre también le sonrió. Evidentemente su tarea era evitar que los extraños entrasen a la nave, no que saliesen de ella.

En la zona de carga había seis empleados de mantenimiento vestidos con overoles. Trabajaban en silencio. Miles inspiró profundamente y atravesó la playa sin mirar atrás, como si hubiese estado muy seguro de lo que hacía. No era más que un obrero. Nadie lo detuvo.

Tranquilizado, Miles siguió caminando por el lugar. Una rampa ancha conducía a una gran obra en construcción llena de operarios vestidos de las formas más diversas. A juzgar por las máquinas que se veían allí, sería un galpón para reabastecer combustible y efectuar reparaciones en naves de combate. Justo lo que podría interesarle a Ungari. Miles no podía tener tanta suerte como para… No. No había ningún rastro de Ungari camuflado entre aquellos operarios. Había varios hombres y mujeres con el uniforme azul oscuro del ejército aslundeño, pero parecían ser ingenieros totalmente compenetrados con su trabajo, no guardias suspicaces. Miles continuó caminando con paso enérgico y se introdujo por otro corredor.

Encontró un mirador que ofrecía una vista panorámica, y al asomarse se contuvo para no maldecir en voz alta. A algunos kilómetros de distancia se veían las luces de la estación transbordadora comercial. Una nave estaba descendiendo en ese momento, y de ella sólo se veía un punto brillante—. Al parecer, la estación militar era una unidad separada, o al menos aún no había sido comunicada. Con razón los de camisa celeste podían deambular a voluntad. Miles observó el panorama con frustración. Bueno, primero buscaría a Ungari en este lugar y luego cruzaría al otro. De algún modo. Se volvió y se dispuso a…

—¡Hey, tú! ¡El técnico pequeñín!

Miles se paralizó y contuvo el impulso de correr; esa técnica no había funcionado bien la última vez. Entonces se volvió tratando de que su rostro mostrase una expresión amable e interrogante. El hombre que lo había llamado era fornido, pero estaba desarmado, y llevaba puesto el overol pardo de los supervisores. Parecía preocupado.

—¿Sí, señor? —dijo Miles.

—Tú eres justo lo que necesitaba. —Su mano cayó pesadamente sobre el hombro de Miles—. Ven conmigo.

Miles no tuvo más remedio que seguirlo, tratando de parecer sereno y de proyectar un cierto fastidio a la vez.

—¿Cuál es tu especialidad? —le preguntó el hombre.

—Drenajes —respondió Miles.

—¡Perfecto!

Desalentado, Miles siguió al hombre hasta donde se intersectaban dos corredores a medio construir. Allí se abría la estructura desprovista de una arcada, a pesar de que el material se encontraba listo para ser colocado.

El supervisor le señaló un espacio estrecho entre los muros.

—¿Ves ese tubo?

A juzgar por su color, se trataba del conducto de aguas servidas, y desaparecía en la oscuridad.

—Sí.

—Hay una pérdida en alguna parte detrás del muro. Entra y encuéntralo, para que no tengamos que tirar abajo todo el entablado que acabamos de levantar.

—¿Tiene una linterna?

El hombre hurgó en el bolsillo de su overol y extrajo una linterna de mano.

—De acuerdo —dijo Miles—. ¿Ya está conectado?

—Justo íbamos a hacerlo. Esta maldita cosa falló en la última prueba de presión.

Solo saldría aire del tubo. Miles se sintió un poco más animado.

Era posible que su suerte estuviese cambiando.

Miles se introdujo en la abertura y avanzó lentamente por la superficie curva y suave, escuchando y tanteando. A unos siete metros de la boca lo encontró: un soplo de aire frío que entraba por una grieta bien marcada bajo sus manos. Miles sacudió la cabeza, trató de girar en ese espacio tan estrecho, y atravesó el entablado con el pie.

Sorprendido, Miles asomó la cabeza por el agujero y observó el corredor de arriba abajo. Arrancó un trozo de madera del borde y lo miró, dándole vueltas entre sus manos.

Dos hombres que colocaban los artefactos de luz se volvieron para mirarlo.

—¿Qué diablos estás haciendo? —preguntó con enfado el que llevaba el overol pardo.

—Control de calidad —respondió Miles con soltura—, y vaya si tenéis un problema.

Miles consideró la posibilidad de ensanchar el agujero a puntapiés y regresar caminando a su punto de partida, pero al fin viró y regresó por el interior. Cuando emergió se encontró con el supervisor que lo aguardaba muy ansioso.

—Su pérdida está en la sección seis —le informó Miles, y le entregó el trozo de entablado—. Si se supone que esos paneles están hechos con tabla de fibra inflamable en lugar de ser de sílice, tal como se acostumbra en una instalación militar planeada para soportar el fuego enemigo, alguien ha contratado a un proyectista muy malo. Si no, le sugiero que llame a dos de esos grandes sujetos con las cachiporras eléctricas y vaya a ver a su proveedor.

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